Durante la audiencia con el cardenal Marcello Semeraro, Prefecto del Dicasterio para las Causas de los Santos, el Papa Francisco autorizó la promulgación de Decretos que reconocen las virtudes heroicas de seis Siervos de Dios que se convierten así en Venerables. Se trata de Miguel Costa y Llobera, Gaetano Francesco Mauro, Giovanni Barra, Vicente López de Uralde Lazcano, Maria Margherita Diomira del Verbo Incarnato y Bertilla Antoniazzi.
ADORACIÓN EUCARÍSTICA Y DEVOCIÓN MARIANA
Canónigo de la Iglesia Catedral de Mallorca por orden de San Pío X, Miguel Costa y Llobera vivió en España entre la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo pasado. Nacido en el seno de una familia noble y rica, se hizo sacerdote a pesar de la oposición inicial de su padre. Apasionado predicador y confesor, hombre de oración y poeta, fue también profesor de arqueología sagrada y de historia de la literatura. Quienes le conocieron le describen como un “hombre muy piadoso e ilustrado”.
EVANGELIZADOR ENTRE LOS CAMPESINOS
El calabrés Gaetano Francesco Mauro, fundador en 1928 de la Congregación de Píos Obreros Catequistas Rurales, fue sacerdote diocesano y vivió entre finales del siglo XIX y principios del XX. Durante los años de la Primera Guerra Mundial, fue capellán militar en Friuli y, al ser capturado, pasó un periodo de reclusión en varios campos de concentración austriacos, donde se enfermó de tuberculosis. A su regreso a Calabria, se dedicó a aliviar la miseria, la injusticia y la ignorancia religiosa de los campesinos mediante obras de evangelización y promoción humana, creando en 1925 la Asociación Religiosa de Oratorios Rurales (A.R.D.O.R.), para la enseñanza de la doctrina cristiana en el campo, cuya sede estableció en el antiguo convento de San Francesco di Paola, en Montalto Uffugo, que había restaurado unos años antes.
En 1943, la Santa Sede decidió unir la joven Congregación de los Catequistas Rurales con la de los Píos Obreros, fundada por Carlo Carafa en 1602: así nacieron los Píos Obreros Catequistas Rurales, que después de la Segunda Guerra Mundial intensificaron su labor misionera en las zonas rurales de Calabria y de la que el Siervo de Dios fue nombrado Superior General en 1956. En sus diarios relata la “noche oscura”, una forma de depresión, vivida siempre firme en la fe y con esperanza: una prueba espiritual que le acompañó hasta sus últimos días.
En 1943, la Santa Sede decidió unir la joven Congregación de los Catequistas Rurales con la de los Píos Obreros, fundada por Carlo Carafa en 1602.
UN CURA FELIZ
El Siervo de Dios Giovanni Barra nació en 1914 en una familia campesina de Riva di Pinerolo, en la provincia de Turín. Sacerdote diocesano, asistente de la Asociación Juvenil de Acción Católica, en 1943 creó en Pinerolo una sección de la Federación Universitarios Católicos Italianos (FUCI), que dirigió hasta 1965. La liturgia y la caridad animaron siempre su participación en otras asociaciones católicas. Abrió la “Casa Alpina” para jóvenes en Pragelato, un lugar de oración y encuentro para jóvenes y familias durante el verano. Siempre vivió el sacerdocio en unión con Cristo como un don del Señor, y desde 1969 fue Rector del Seminario de Vocaciones Adultas de Turín, donde puso la oración en el centro de la formación de los seminaristas.
Agudo observador del alma humana, tenía una palabra de esperanza para todos, y como educador fue un anticipador de los comportamientos eclesiales que madurarían con el Concilio Vaticano II. Sacerdote periodista, también fundó varias revistas y entabló diálogo con diversos intelectuales. En su testamento espiritual, escribió: “Cuando miro atrás, siento una oleada de alegría y gratitud que surge de mi corazón. Soy verdaderamente un cura feliz con mi sacerdocio”. Ni siquiera en la enfermedad perdió nunca su alegría, experimentada como expresión de la plenitud de la vida en Dios.
TESTIGO DE PAZ Y ESPERANZA
Entre los nuevos Venerables se encuentra el Siervo de Dios Vicente López de Uralde Lazcano, sacerdote profeso de la Compañía de María, que vivió en España entre 1894 y 1990. Hombre de oración, en profunda unión con el Señor, fue profesor, capellán y confesor apreciado por alumnos, exalumnos, sacerdotes y demás fieles del Colegio “San Felipe Neri” de Cádiz, donde permaneció durante 62 años.
PARTÍCIPE DE LOS DOLORES DE LA PASIÓN DE CRISTO
De carácter tranquilo y dócil, devota de la oración y de la vida retirada, con un amor especial a la Eucaristía y a la Virgen María, fue la Sierva de Dios María Margarita Diomira del Verbo Encarnado, nacida María Allegri, religiosa profesa de la Congregación de las Stabilite nella Carità del Buon Pastore que vivió una breve existencia terrena, entre 1651 y 1677 en Toscana. Para reparar sus pecados, se sometió a penitencias y mortificaciones. Resistiendo la fuerte oposición de su padre, ingresa primero en el monasterio florentino de las Camaldulenses de San Giovanni Evangelista di Boldrone, y después, de nuevo en Florencia, en el monasterio de las Stabilite nella Carità del Buon Pastore, dedicado a la educación de las niñas pobres y a la acogida de peregrinos.
María Margarita Diomira fue enriquecida por Dios con dones espirituales extraordinarios, como profecías, visiones, éxtasis, capacidad de aconsejar y participación en los dolores de la Pasión de Cristo, llegando incluso a recibir los estigmas. No le faltaban periodos de tormento interior. Muchas personas, entre ellas nobles, sacerdotes y obispos, acudían a ella en busca de consejo y consuelo espiritual. Enferma de tisis, se ofrece como víctima de amor al Señor y muere en Florencia con solo 26 años.
LA OFRENDA DE LA VIDA Y LA ENFERMEDAD
Entre los nuevos Venerables hay también otra mujer: una laica. Es la Sierva de Dios Bertilla Antoniazzi, que vivió solo 20 años, entre 1944 y 1964, en el Véneto. Ingresada en el hospital de Vicenza con solo nueve años a causa de una grave disnea provocada por una endocarditis reumática, la acompañó una enfermedad que la obligó a permanecer siempre en casa: dotada de una gran fortaleza de alma, comprendió que su misión era consolar a los que sufrían y acercar a los pecadores y a las almas a Dios mediante la ofrenda de su vida y de su enfermedad. Nunca se encerró en sí misma: con los médicos y las enfermeras estableció relaciones amistosas y con los demás enfermos una intensa correspondencia epistolar. Confiando totalmente en Dios en la oración, nunca se quejó, ni siquiera en los dos últimos años de su vida que pasó en cama, cuando aparecieron úlceras de decúbito, su corazón entró en insuficiencia valvular y sus pulmones en edema. En una peregrinación a Lourdes en 1963, no pidió a la Virgen la curación, sino la santidad.
Fuente: www.vaticannews.va / Imagen: Pexels.