Es claro que el camino de la desolación va a ser largo, porque queda mucho por destapar, limpiar, convertir, resucitar.
No recuerdo en toda mi vida, que ya es larga, pasar por un periodo de desolación en la Iglesia tan fuerte como el que estamos viviendo. Sentí la vocación en una época nacional católica donde la Iglesia era intocable. Es más, estaba bien visto ser sacerdote y religioso y la sociedad protegía con exceso desde la oficialidad a todo lo que significaba Iglesia. Tuvo que venir la revolución renovadora del Vaticano II y la crisis posterior, donde la “guardería de adultos” estalló y se estrenó la libertad y la vuelta a la autenticidad del Evangelio. Pero aún en esa época de dispersión y defecciones el interés por lo religioso llegó a ser espectacular. Recuerdo cuando los periódicos dedicaban páginas enteras a aquel florecimiento de la teología, las editoriales polemizaban para publicar libros sobre esta temática y los nuevos líderes de fe ocupaban portadas y programas de televisión.
Después vino una época anodina, cuando con el advenimiento de la democracia la secularización iba arrinconando y purificando la fe, sobre todo en España, donde la Iglesia perdía a grandes zancadas protagonismo. La noticia religiosa pasaba a las segundas y terceras páginas y los obispos se convertían en un Guadiana informativo a ritmo de los casos más escandalosos o de los conflictos Iglesia-Estado. En mi opinión este no fue un tiempo negativo, si se tiene en cuenta que el protagonismo de la Iglesia había sido excesivo y era necesario resituarla en la pastoral de las parroquias y la evangelización. Como toda hibernación ayudó a otro tipo de florecimiento hacia el interior.
Ahora nos encontramos en una tercera y trágica etapa que podríamos llamar de desolación y desprestigio. Nunca en los tiempos modernos había pasado la Iglesia por un purgatorio como el presente, en el que la noticia escandalosa predomina de forma omnipresente en los medios y se ha abierto la caza del cura y el religioso, sobre todo por los abusos de pederastia. Como una bomba escondida que las fuerzas ocultas de la Iglesia se habían esforzado en evitar que explotara, esa carga ha estallado de pronto de forma espectacular. Con ella se levanta una ola de imagen funesta, desde luego, pero también se oscurece lo que de bien, servicio, entrega desinteresada y amor auténtico se sigue desarrollando en la Iglesia.
Afortunadamente Dios no deja nunca de ocuparse de su rebaño y al mismo tiempo ha suscitado en la Iglesia una figura señera, por su sencillez, credibilidad y fuerza que es el Papa Francisco, cuyo sexto año de pontificado acabamos de celebrar. No solo está luchando, a veces contra fuerzas adversas, por purificar la Iglesia, sino que él mismo es un icono mediático que ofrece esperanza incluso a aquellos que carecen de fe.
Es claro que el camino de la desolación va a ser largo, porque queda mucho por destapar, limpiar, convertir, resucitar. Pero ya se apuntan algunos frutos: Primero, humildad, especialmente para una jerarquía y un clero que se “lo había creído” y abusaban de su poder y falso prestigio. Pero también de confianza. Recuerdo una consoladora frase del padre Pedro Arrupe: “Nunca quizás estuvimos tan cerca de Dios, porque nunca estuvimos tan inseguros”. Una frase que calza muy bien con otra de San Ignacio de Loyola, maestro de discernimiento y que es especialmente válida para los tiempos que corren: “En tiempos de desolación no hacer mudanza”.
Nunca olvidemos que el Evangelio nace y crece en lo pequeño, el grano de trigo y mostaza, y algo prepara Dios para su pueblo.
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Fuente: www.religiondigital.org