La muerte de Joan Florvil no ha sido escuchada

Sr. Director:

Asistí al funeral de la joven haitiana Joan Florvil, realizado en Santiago siete meses después de su muerte, tras el inconcebible episodio de abuso, prejuicio e indolencia sufrido por ella en Lo Prado. ¡Cuánto desgarro! El momento más dramático de la ceremonia fue cuando después del recuerdo doloroso, el alma de Samantha y de Fidel —la hermana y el primo de Joan, respectivamente— se desgarraron en un alarido que aún tengo metido en lo más profundo. Resuena muerte de un ser querido, repercute denegación de dignidad sistemática de un Estado.

Todo lo dicho sobre la injusticia cometida, el componente de género, el color de piel, la nacionalidad y el resultado de muerte nos muestra una falla profunda en la escucha del relato de una persona en situación de vulnerabilidad. Sí: un problema de escucha social y política. Porque el problema no fue el idioma. Más bien, el drama fue la incapacidad para reconocer el relato de dicha mujer y no poner esfuerzos políticos para reconocerlo. Si se hubiese escuchado, el mecanismo de invisibilización y de violencia consecuente no se hubiese iniciado. Y, por lo tanto, existe la posibilidad de que Joan estuviese viva, y pudiendo ejercer su rol de madre. El mismo que se creyó, equivocadamente, que ella estaba abandonando.

La muerte de Joan no ha sido escuchada todavía, mientras no se reconozcan los derechos de una comunidad. Es así cuando hoy en las ferias la principal palabra en kreyol que se ha aprendido es masisi, cuando hay gente en las poblaciones que se siente con derecho a estafar a los haitianos, a insultarlos, a menospreciarlos, a agredirlos. E incluso cuando el Gobierno, valiéndose del ordenamiento jurídico con argumentos portalianos, impecables y populistas, se siente con el derecho de poner trabajas arbitrariamente discriminatorias.

El mejor homenaje para Joan Florvil no se agota en el escándalo y la denuncia, ciertamente necesarios. Lo indispensable es la capacidad que tendremos, como sociedad chilena, de ser un espacio donde cada hombre y mujer encuentren un buen lugar donde vivir, donde nos integremos sin superioridades ni inferioridades, y podamos convivir en el mismo espacio político.

¿Cómo hacemos para que, como país, no seamos responsables de nuevos alaridos dolorosos, como los de Samantha y Fidel? Sin esa perspectiva, me parece que Chile es un país peor para vivir, no solamente para los haitianos, sino que para todos quienes habitamos en esta cornisa de América Latina, llamada Chile.

P. Rubén Morgado S.J.
Director del Centro Universitario Ignaciano

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