La Palabra contraria

Nuestra esencia es ese fuego que no se puede domesticar ni contener, el fuego de la zarza ardiente.

Domingo 17 de agosto de 2025
Evangelio según san Lucas (Lc 12, 49-53).

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos y discípulas: «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!

¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.

Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».

Durante la Vigilia de Pascua, el rito prevé que el cirio pascual se sumerja tres veces en la pila bautismal. El cirio es Cristo mismo, la luz verdadera que vino al mundo, que se sumerge en la noche de nuestras aguas de muerte, santificándolas, sanándonos. Esta imagen resume bien los primeros versículos del evangelio de hoy: el fuego y el agua son desde siempre símbolos de purificación y transformación.

Hay una dualidad que nos hace volver con la memoria a la experiencia del Éxodo, a la columna de nube durante el día y de fuego durante la noche, que protege y guía al pueblo en el desierto, hacia la libertad. Desde esa columna de fuego y nube, el Señor ve, habla y salva al pueblo de Israel de los egipcios, rompiendo las aguas del Mar Rojo. La ruptura de las aguas también marca el comienzo del parto: nuestro Dios es Padre y Madre, nos da a luz, nos acompaña en ese doloroso proceso de separación que es el nacimiento. Como mujeres, compartimos con el Señor esta comprensión corporal del misterio de la necesidad de la muerte para la vida, para dar carne y voz, y hacer espacio a la acción del Espíritu.

Ante esta sabiduría corporal, intentemos mirar dónde estamos apagadas, a las sombras de nuestra vida, de las que es necesario despedirse.

Cuando Jesús habla a sus discípulos y discípulas, hace referencia a las últimas páginas de los Profetas. En el libro de Malaquías se describe el día de la venida del Señor: «Él es como el fuego del fundidor y como la lejía de los lavanderos» (Mal 3,2). En el capítulo séptimo del libro de Miqueas se habla, como uno de los signos del fin, que se ponen hijos contra padres, hijas contra madres, nueras contra suegras. Podemos leer el fin del mundo como el rechazo del origen, de haber sido engendrados por otro, y el rechazo del límite que esto representa, la muerte. Jesús cumple estas profecías, es la visibilidad de Dios.

Finalmente, la cruz es el último día, el juicio, una gestación. Por eso son las mujeres las que están debajo de la cruz, para decirnos que esta angustia no es la última palabra de Dios. Jesús es el deseo loco de devolver al corazón humano la llama que arde y no se consume. De hacer del hombre y de la mujer la zarza ardiente.

En nuestro tiempo de luces ficticias y artificiales, es una experiencia a veces lejana. El fuego puede destruir o calentar, iluminar. El fuego cuece el pan. Purifica y moldea los metales. Nos reunimos alrededor del fuego para protegernos de la noche. Nuestros antepasados custodiaban el fuego sagrado. Y según el mito griego, Prometeo roba el fuego para regalárselo a la humanidad. Para Simone Weil, Prometeo es una prefiguración de Cristo, ambos comparten un amor loco, un deseo de redención. Prometeo es también figura clave en la creación del hombre. Pero solo en Cristo el horizonte es la alegría de la Resurrección; en Prometeo es un sufrimiento eterno, un castigo divino.

Cristo ocupa nuestro lugar en la cruz, y eso lo cambia todo. Un Dios que decide hacerse vulnerable es inconcebible. Es este juicio de amor el que divide. Y alcanza todos los ámbitos de nuestra vida. Entra en nuestros afectos, incluso en la forma en que nos relacionamos en las relaciones más íntimas. A veces, la familia no es un hogar al que volver, sino un lugar de violencia. En nombre de la pertenencia se anulan identidades y fronteras. Un vínculo sanguíneo no basta para garantizar la transmisión de valores.

Cristo ocupa nuestro lugar en la cruz, y eso lo cambia todo. Un Dios que decide hacerse vulnerable es inconcebible. Es este juicio de amor el que divide.

Jesús nos hace el llamado a una nueva forma de ser hijas y madres, hijos y padres. A gestarnos unos a otros en el amor, aceptando que el otro es Otro de mí. Paradojalmente, la palabra que más se repite en el evangelio de hoy es «contra». La cruz nos invita a expresar nuestro disenso con conciencia. Disentir de lo que no es amor y no es verdad. El disentimiento tiene el sabor de la muerte, pero nos hace libres. Esta transmisión solo puede tener lugar mediante una adhesión profunda. Nuestra fe no quiere una adhesión formal. Veo a Jesús lanzar este fuego como si fueran semillas. El término griego utilizado en el texto es βαλεῖν, lanzar. Huele a pérdida, a desperdicio. Disentir incluso cuando parece totalmente inútil. Este fuego germina y da frutos de libertad, es «un fuego que enciende otros fuegos», que es lo que se decía de Alberto Hurtado S.J.

También nosotras y nosotros hemos recibido este fuego en Pentecostés. Un Pentecostés que es lo contrario de Babel, porque en lugar de uniformar —con un lenguaje único que solo tenía unas pocas palabras y que aplana la realidad—, «distingue», nos hace capaces de apreciar la diferencia que aporta la otra persona. Permite acogerla como un don, sin querer poseerla ni destruirla. En tiempos de homologación, la «palabra contraria» es un acto de resistencia. «Contra» es una oportunidad para mostrarnos tal y como somos realmente. Los momentos de crisis, en los que nos sentimos en división y soledad, son precisamente los que nos hacen resurgir a nuestra humanidad. A una nueva humanidad. ¿Qué tipo de paz buscamos? ¿Una paz que nos evite tomar posición, una huida? ¿O una paz que, por el contrario, nos sumerja totalmente en la realidad para cambiarla?

«Ite inflammate omnia», esta invitación a incendiar el mundo, Ignacio de Loyola se la dirige a Francisco Javier al partir hacia Oriente. Hoy también nos invita a tomar posición y actuar, dondequiera que estemos y partiendo de nuestras particularidades. Nuestra esencia es ese fuego que no se puede domesticar ni contener, el fuego de la zarza ardiente.


Fuente: Mujeres Iglesia Chile / Imagen: Caterina Bruno.

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