La salida es hacia adentro

El contexto de pandemia y la ocasión para un viaje hacia el interior de uno mismo.

Hay situaciones en la vida que son planificadas, previstas y ejecutadas con cierta rutina; sin duda nos dan sensación de control y nos permiten habitar la tan ansiada seguridad. Por otra parte existen realidades que irrumpen, se imponen con su propia fuerza y nos hacen notar que el control y la seguridad no tienen la entidad que les otorgábamos. ¿Qué hacer cuando nada se puede hacer? ¿Hacia dónde caminar cuando el horizonte se desdibuja? ¿En dónde, en quién apoyarnos cuando el suelo parece ceder bajo nuestros pies? En momentos críticos se nos presenta la oportunidad de retornar a lo esencial y lo esencial es aquello sin lo cual no tendríamos nuestra dignidad e identidad pero que no podemos cultivar sino por medio de la escucha.

La pandemia nos pone en un durante de inquietud y en un después de incertidumbre, y es la dimensión espiritual que albergamos todos los hombres en lo profundo de nosotros la que nos permite entender que la salida es hacia adentro. Muchas serán las consecuencias dolorosas de esta situación: económicas, vinculares, proyectos truncados, afecciones emocionales; no obstante, lo más trágico sucederá si desperdiciamos este tiempo en no trabajar por nuestra propia transformación.

Si hay algo que nos señala esta situación es que muchos de nuestros afanes y luchas, preocupaciones y desvelos no nos dan respuesta a nuestra sed última y para muchos más la pobreza se presenta como grito desgarrador que los empuja a una nueva intemperie. La pregunta que se impone para el tiempo de post-pandemia no es ¿qué haremos?, sino ¿quiénes seremos? Nuestro corazón transformado puede generar caminos impensados para una revolución cultural, en donde la competencia y el consumo indiscriminado den lugar a la solidaridad y una mayor libertad frente a las cosas.

Es ampliamente conocido que los grandes objetivos y los propósitos heroicos duran lo que el agua en una canasta. En espiritualidad se comienza hoy, se avanza de a un paso y no sirve tanto el “para siempre” como el “todos los días”. ¿Quién ingresó en esta cuarenta y quién quiere salir?, ¿quién soy en el trabajo, en la familia y quién quiero ser?, ¿quién afrontó la adversidad el 20 de marzo y quién la afronta hoy? La lucha no cambia, pero sería una gran oportunidad para que cambie el luchador.

Perder el foco nos hace perder la serenidad y perdida esta nos coloca en un camino de decisiones erróneas, de las cuales muchas pueden ser fatales. No temo equivocarme al afirmar que este tiempo nos desestabiliza y, a medida que corren los días, se ve afectado nuestro equilibrio interior, las preocupaciones, la incertidumbre, el riesgo de la propia sustentabilidad nos desorientan y nos hacen presa fácil del miedo. ¿Es posible escapar de esta trampa? Una vez más la respuesta frente al miedo es la confianza y esta se ejerce en la más absoluta oscuridad. En tiempos de bonanza la confianza puede confundirse con esa extraña sensación de omnipotencia que da el éxito, en donde nos atribuimos de manera exclusiva los logros obtenidos.

El salmo 22 dice: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”. El desafío es poder abandonar el rebaño-masa para asumir el redil-comunidad y la diferencia radica en quién ponemos la mirada. Reconocer al Señor como pastor es aceptar nuestra condición de finitos, que no hay nada absoluto por fuera de su persona y que la realización no puede ser individual. Poner la mirada en Él nos ayuda a resignificar nuestras necesidades y darnos cuenta de que nada nos falta cuando dejamos de perseguir falsas aspiraciones y buscamos lo que nos colma. A partir de una confianza renovada y la búsqueda de lo esencial podemos reflexionar sobre los siguientes puntos:

Nuestro ritmo de vida: cierta carrera alocada nos ha hecho escapar del redil para ir más rápido y sin saber muy bien a dónde; hoy tenemos la posibilidad de recuperar la importancia de llegar junto a otros antes que en el primer puesto.

Nuestras aspiraciones: tanta búsqueda de bienestar nos ha llevado a un cierto vacío interior; hoy podríamos recuperar los vínculos que nos plenifican junto a la interioridad que nos realiza por sobre la exterioridad que nos oprime.

El trabajo: nos han empujado a esfuerzos innecesarios para lograr un estatus determinado y una posibilidad de consumo irreal; hoy se nos presenta la posibilidad de recuperar la dignidad de un trabajo que nos realice como personas y nos permita una vida digna, lejos de los estereotipos de comodidades superfluas.

La familia: el entorno inmediato de nuestros seres queridos que, a fuerza de ausencias y falta de diálogo, se fue haciendo anónimo, podemos recuperarlo en su sentido de encuentro, amor y camino compartido.

Los vínculos: todas las ocasiones que hemos dejado para más tarde nos han cerrado los círculos de relaciones a las conveniencias y oportunidades; hoy podríamos retomar lo gratuito del encuentro.

La vida interior: solemos ignorar la voz que proviene de lo profundo, la ahogamos o disfrazamos, el afuera nos encandila y absorbe todas nuestra energía porque es “lo importante”; hoy podemos cultivar nuestra escucha.

Solidaridad: de tanto mirarnos y absolutizar nuestras búsquedas nos fuimos haciendo ciegos para los que quedan al costado del camino; hoy podríamos crecer en visualizar el dolor ajeno, todos estamos en la misma tormenta pero no en el mismo barco, hay quienes apenas flotan en un tronco maltrecho.

El tiempo de pandemia nos interpela y el tiempo de post-pandemia nos transparentará como personas y como sociedad. Está en nuestras manos enfocarnos en la oportunidad o en la desazón. La alternativa nos la brinda la espiritualidad. Más allá de profesar una confesión determinada o desarrollarse una práctica particular, es clave la conciencia de que no nos bastamos a nosotros mismos y que la dimensión trascendente es inherente a nuestra condición humana. Ahondar en nuestro interior para animarnos a encontrar.

—Artículo publicado en la edición Nº 620 de la revista Ciudad Nueva.

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Fuente: https://ciudadnueva.com.ar

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