Las lágrimas serán, en ocasiones, puerta de entrada para que Dios, en rostros concretos, abrace todo lo que conlleva experimentar batallas perdidas y, por otro lado, certezas ganadas.
Las lágrimas forman parte, para algunos más que otros, de nuestra historia. Exponen uno de los lados más humanos de la vida que no es otro que evidenciar que aquello posible, eterno e imposible que se mueve, conmueve y remueve en nuestro interior, no puede ser, aun queriendo, ser guardado. Las lágrimas serán, en ocasiones, puerta de entrada para que Dios, en rostros concretos, abrace todo lo que conlleva experimentar batallas perdidas y, por otro lado, certezas ganadas.
Cada época en el mundo, y en los pequeños mundos cotidianos en los que hacemos vida, han supuesto lágrimas. Y con ellas los juicios, hoy todavía existentes, que acusan debilidad, cobardía, mal manejo de las emociones, falta de fe, entre otros calificativos. Pero lo cierto es que las lágrimas, nuestras lágrimas, son y se convierten en Evangelio.
Cada época en el mundo, y en los pequeños mundos cotidianos en los que hacemos vida, han supuesto lágrimas.
No se trata únicamente de aquellos vestigios de nuestra humanidad develados en velorios o en bodas, pues la fe no está supeditada a la dicotomía muerte-vida, sino a aquellas situaciones que conforman nuestro día a día y que terminamos presentando en «la mesa del gracias y los perdones», a saber, la Eucaristía, la oración personal o sencillamente los diferentes espacios que nos regalamos, para junto con Dios, mirar la vida y sus desafíos.
No hay nada más frágil que un sí. Ojalá, en esa búsqueda por la felicidad que supondrá días exitosos y otros tantos de apuestas fallidas no falte sentir a Jesús «como un amigo habla con otro amigo» EE 54, en el que las lágrimas están permitidas, y más que eso, son y serán necesarias, pues las lágrimas nos hablan de nuestra «fragilidad entusiasmada», nos hablan de Evangelio.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.