Los centauros de la Patagonia

El libro “Mala guerra, cristiano” nos traslada de manera rigurosa y documentada a lo que vivieron los patagones, con su extensa agonía como pueblo, en momentos de tensión entre Chile y Argentina.

Hasta muy avanzado el siglo XIX, Patagonia y Tierra del Fuego eran zonas muy poco conocidas y exploradas. Lugar de las fantasías, temores y ambiciones del mundo “civilizado”, sus habitantes tempranamente estuvieron marcados por los prejuicios de los viajeros y sus encuentros esporádicos. Señalada como la tierra de los confines, hoy en día el turismo se ha encargado de acentuar su condición de último lugar del planeta; no por nada, el principal museo en Ushuaia, Argentina, tiene como nombre el “Museo del Fin del Mundo”.

Los habitantes de la zona fuego-patagónica se han dividido tradicionalmente en cuatro grupos: los tehuelches o aónikenk, los sel’knam u onas, los yaganes o yamanas, y los kawésqar o alacalufes(1). Desde los trabajos fundacionales de Domingo Casamiquela y Mateo Martinic sobre el primer grupo indicado, los denominado “patagones”, no se publicaba un texto tan contundente y documentado como el que tengo el honor de reseñar. Aunque es una de las primeras obras en el oficio de la historia de Edmundo Bustos, “Mala guerra, cristiano” ya puede estar situado con tranquilidad en la posición de bibliografía imprescindible sobre el pueblo aónikenk y la aún no acabada disputa de los Estados chileno y argentino sobre el territorio de la Patagonia.

Los protagonistas de este texto habitaban la Patagonia hasta el Estrecho de Magallanes. Vivían en pequeñas bandas nómades pedestres, lo que vino a cambiar con la introducción del caballo. Se alimentaban principalmente de carne de avestruz, guanaco, zorro, huemul, vegetales y mariscos. Tanto los hombres como las mujeres utilizaban una capa hecha de guanaco, generalmente, con el pelo hacia adentro.

El libro se divide en cuatro capítulos. El primero de ellos nos entrega las claves para entender las siempre actuales pretensiones de soberanía sobre este territorio de parte de Chile y Argentina, sumadas a las precedentes ambiciones de potencias europeas, como, por ejemplo, Inglaterra y Francia. El segundo capítulo describe al pueblo aónikenk en sí y da cuenta de las diversas relaciones establecidas con navegantes, exploradores y misioneros. Siglos de contacto, donde surgen precisamente los estereotipos y calificativos que van construyendo esta “alteridad radical” patagona, como lo plantea Jean Baudrillard en su texto “Pantalla total”: “Con la modernidad entramos en la era de la producción de lo Otro. Ya no se trata de matarlo, devorarlo o seducirlo, de hacerle frente o de rivalizar con él, de amarlo u odiarlo, se trata ante todo de producirlo. Ya no es un objeto de pasión, sino de producción. Quizás lo Otro, en su alteridad radical o en su singularidad irreductible, se haya vuelto peligroso o insoportable y tengamos que exorcizar su seducción”.

La tercera y cuarta parte —el corazón de la obra— despliegan las diversas maneras de controlar al indígena por parte de los Estados chileno y argentino. Una serie de estrategias que van desde la guerra frontal, a las maquiavélicas formas de dominio, como son las visitas protocolares o la asignación de recursos financieros. Es justamente en este periodo de contacto con los aónikenk donde el autor desarrolla tres maneras de mirar y relacionarse de estos con los indígenas: curiosidad, funcionalidad y desidia. Ya sospechamos cómo termina esta historia. El sujeto indígena ya no fue útil a los intereses superiores de conformación de ambos territorios nacionales y fue estorbo a los capitales internacionales, conformando las condiciones para lo que Ciro Cardoso y Héctor Pérez Brignoli han denominado “transición al capitalismo periférico” de la zona(2).

Como señala Alberto Harambour en el prólogo, “este libro surge de entremedio de miles y miles de documentos oficiales que han sido revisados con buenas preguntas a mano, y logra extraer de ellas, de sus pliegues y silencios, buenas respuestas para entrar con ellas al segundo cuarto del siglo XXI”. Son precisamente los documentos los que nos dan cuenta del pasado y la multiplicidad de acontecimientos humanos. La reconstrucción del pasado y su interpretación se hace a partir de datos, probados y contrastados, lo que hace que este discurso, a pesar de lo subjetivo y sujeto a la crítica que es, sea relativamente confiable. El trabajo de Bustos lo es, sin lugar a dudas.

Una de las grandes limitaciones al momento de estudiar el pasado es la imposibilidad de comprobar personalmente los hechos o acontecimientos: las “huellas”, los “vestigios”, los “indicios” o pequeños “fragmentos” de ese pasado serán las piezas de un rompecabezas que nunca tendrá una sola forma de armar. Son precisamente estos vestigios los que le dan existencia a los acontecimientos. Son un testimonio de su ocurrencia, casi como mudos testigos que necesitan la interpelación del historiador o historiadora. Tampoco se puede decir dónde empieza o acaba el documento: su noción se va ampliando hasta llegar a abarcar textos, monumentos y observaciones de toda clase. En ese sentido, se agradece la amenidad y claridad en la escritura que Bustos demuestra, además de lo didáctico en su exposición, haciendo que el texto sea más cercano a los/las lectores/as no necesariamente especialistas.

Una de las grandes limitaciones al momento de estudiar el pasado es la imposibilidad de comprobar personalmente los hechos o acontecimientos: las “huellas”, los “vestigios”, los “indicios” o pequeños “fragmentos” de ese pasado serán las piezas de un rompecabezas que nunca tendrá una sola forma de armar.

La clave del conocimiento histórico residiría, entonces, en el esfuerzo de comprensión de los documentos del pasado; una comprensión que, desde el punto de vista lógico, no difiere de la que el intérprete debería tener en relación con el mundo que lo rodea en su experiencia cotidiana. A su vez, la diversidad de estos testimonios puede ser casi infinita. La ausencia, la carencia y el exceso pueden llegar a convertirse en unos cuantos dolores de cabeza. Por supuesto, la tarea se complica aún más si consideramos que cada problema histórico no se vale de un tipo único y especial de documento. Muy por el contrario, la diversidad en la naturaleza documental hace que la labor historiográfica sea un constante desafío. Lo ideal es estar muy atentos a la posibilidad de que en cualquier instante se nos revele algún dato a través de las maneras más inverosímiles, aún más si consideramos la posibilidad de ampliar el horizonte tradicional de los documentos.

Afán y método científico, mezclado con la astucia y la originalidad casi artística por develar el pasado, y dar sentido a los hechos, son los desafíos que convierten el trabajo del historiador e historiadora en una constante invitación a visitar otras alternativas de interpretación. El espíritu histórico es básicamente crítico, como indicaba Fernand Braudel, y estos materiales obviamente no escapan a la crítica y su examen. Más aún si consideramos que los documentos no son, en su mayoría, composiciones objetivas, limpias de cualquier intencionalidad o direccionalidad. Al ser productos humanos, adolecen de las mismas inconsistencias y genialidades de cualquier creación humana. La variedad de archivos visitados por el autor y las innumerables conversaciones con otros/as colegas nos aseguran un texto polifónico, sin lugar a dudas.

Sin embargo, ¿son tan inocentes estos vestigios del pasado? Recordemos: son creaciones humanas, son construcciones dirigidas a presentar una imagen preestablecida, ya sea de manera intencionada o no. El documento sería el resultado de un montaje, consciente o inconsciente, de la sociedad que lo ha producido, pero también de las épocas ulteriores que ha continuado viviendo, acaso olvidado, durante las cuales ha continuado siendo manipulado. Por lo tanto, el documento no es inocuo y es tarea nuestra estar atentos y atentas a la posibilidad de que todo documento sea una revelación de verdades y mentiras que los propios hombres y mujeres quieran contar de sí. Bustos está atento a ello y logra plasmar esa consideración a lo largo de todo su escrito.

Si tuviéramos que resumir la tesis central del texto, se remite al rol que jugaron los aónikenk en la construcción del Estado nación de Chile y Argentina. A partir de 1860, fueron creadas escenografías y guiones de una parodia cuyos tristes protagonistas fueron los aónikenk: la entrega de símbolos patrios, regalos, tratados, etc., gestos vacíos que tuvieron como objetivo final alargar la agonía de los indígenas. Hacia 1880 ya la guerra y el extermino se había desatado. Solo un dato: entre 1880 y 1890, el Estado chileno consolida su actual territorio: la guerra del salitre (o Guerra del Pacífico) extiende su frontera norte; el país consolida la frontera sur luego de someter a los mapuche y amplía su territorio en ultramar en 1888, con la toma de posesión de Rapa Nui.

Por último, cabe destacar el interés de Edmundo Bustos por destacar el rol que jugaron diferentes caciques en esta historia, acercamientos microscópicos notables para entender los matices de una relación desigual. En una historia escrita por los vencedores, pocas veces podemos conocer los nombres y rostros de los vencidos. Se agradece esta consideración.

(1) Algunos autores, como Anne Chapan o Martin Gusinde, también reconocen a los haush como otro grupo nativo de Tierra del Fuego. Sin embargo, su pertenencia al mismo tronco lingüístico selk’nam hace confusa su identificación como etnia independiente. De hecho, compartían la mayoría de las costumbres y formas de vida.
(2) Ciro F. S. Cardoso y Héctor Pérez Brignoli, Historia Económica de América Latina: Tomo II, Economías de exportación y desarrollo capitalista. Editorial Crítica, Barcelona, 1987.

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