Los claroscuros de Henry James

Como muchos escritores lo harán bastantes años después de él, este escritor reconoce el papel esencial del lector en la fascinante aventura de construir todo un mundo imaginario a través de la palabra.

En la novela El péndulo de Foucault de Umberto Eco, los protagonistas, Casaubon y Belbo, visitan la casa del enigmático hombre de mundo y mistagogo Aglié, alias Ragostky, o, como le halagaba que se le llamase, Conde de Saint Germain. El lugar, espléndido y tan misterioso como su refinado ocupante, amerita el interés del narrador, Casaubon, quien advierte una bella habitación en penumbras, repleta de figuras de forma indefinida, cuya percepción varía de acuerdo a la tenue e inestable luz que baña el lugar. La advertencia de algo perverso y a la vez fascinante en torno al dueño del lugar, se hace evidente entonces para los dos amigos que se verán envueltos, sin retorno, en un laberíntico y peligroso juego de máscaras, cuyo vórtice precisamente lo encabeza su particular anfitrión. La obra de Henry James (Nueva York, 1843–Londres, 1916) bien podría comprenderse bajo esta crepuscular y altamente estimulante mirada.

Muy discutido, citado y poco leído (H. G. Wells describirá su obra como una catedral vacía de fieles), el estadounidense —y tardíamente nacionalizado inglés— Henry James es un autor cuya importancia capital se hace hoy más preclara que nunca. Como lo advierte Jorge Luis Borges, uno de sus más lúcidos exégetas, en un memorable artículo de su colección de prólogos Biblioteca personal, aunque su contexto de producción es la Europa pre guerras mundiales, su obra adquiere una profundidad y vigencia que se extienden, cómodamente, hasta nuestros días. El maestro argentino es, precisamente, quien destaca un rasgo esencial de dicha frescura: el cultivo extraordinario y meticuloso de la ambigüedad que para el lector —cito— “constituye, unas veces, su deleite y, otras, su desesperación”. A pesar de su preciosista descripción de ambientes y delicada caracterización de personajes, existe en el tono general de sus obras una soterrada tensión que, poco a poco, como la niebla de un cuadro de Whistler, llena de incertidumbre la naturaleza y destino de los hechos relatados. De este modo, la opacidad del discurso de los narradores de sus obras, lo vacilante de sus puntos de vista, son los rasgos que acusan una deliberada intención de llenar de claroscuros e indefiniciones una narrativa que, hasta entonces, legaba en la omnipotencia del narrador de la novela realista un trono de infalibilidad. El lector, intrigado, suspendido su juicio, rodeado más de silencios que de certezas, se ve obligado a colaborar con el autor en la tarea de construir el sentido del texto. Como muchos escritores bastantes años después lo harán, James reconoce el papel esencial del lector en la fascinante aventura de construir todo un mundo imaginario a través de la palabra.

Así, en Otra vuelta de tuerca, una de sus obras más célebres, no sabemos si los espectros realmente atormentan a los niños protegidos por su obsesiva institutriz o dichos fenómenos son el producto de su propia neurosis. Algo similar ocurre en relatos como En la jaula, en el cual la protagonista, anónima como la institutriz de Otra vuelta de tuerca, detenta no sabemos qué concreto escándalo subyacente bajo la secuencia de números del telegrama que compromete al Capitán Everard, de quien se enamora y la amante de este, pero, extrañamente, se niega a valerse de ello para poseer al hombre que ama, teniendo la oportunidad. Los papeles de Aspern, Sir Dominic Ferrand y, en especial, uno de sus mejores relatos, La humillación de los Northmore, plantean, con diversos matices, el caso de que nunca conocemos la índole y temática de terribles documentos, deseados por protagonistas cuya vacilante moral desconciertan al lector en más de una ocasión, sirviendo la obsesión por los mismos, ya sea su ocultamiento o su prosecución, como un interesante pretexto para conocer las razones últimas de la conducta y carácter de los personajes que en torno a ellos se enfrentan.

Del mismo modo, ignoramos si en Maud-Evelyn un perturbador culto a una joven muerta atrae la realidad de un fantasma o la oportunidad para hacer fortuna a un joven desventurado. El perverso consejo recibido por el aspirante a escritor de La lección del maestro de parte de su admirado mentor le acarrea una gran decepción, pero parece resultarle útil para el desarrollo ulterior de su propia obra. No se nos dará a conocer el reportaje concreto que parece hundir a un arribista grupo de aristócratas estadounidenses afincados en París en El eco, ni las razones de la protagonista para unirse finalmente a uno de los miembros de la familia afectada, pese a haber sido la indirecta causante de las oblicuas razones de su sufrimiento.

Finalmente, entre muchos otros ejemplos más, llama la atención una novela tan poco divulgada como La fontana sagrada, en la cual los recursos de Otra vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern y En la jaula parecen llevarse al extremo. Ocurre cuando un narrador ofuscado con lo que él siente como un fantasmagórico trasplante de personalidades en algunos notables reunidos en una casa de campo, divaga contradictoriamente en torno a esta extraña situación, desmentida continuamente por los sujetos involucrados. Más que el sutil conflicto, circunscrito a una elegante casa de campo durante un fin de semana, es la oscilación entre la razón y el delirio de quien hemos confiado como presentador de un mundo narrativo —que esperamos sea verosímil—, lo que nos perturba. Sus dudas, contradicciones y tropiezos minan no solo nuestra confianza de lectores, sino nuestras propias coordenadas sobre lo que, creemos, consiste en lo real. Dicho gesto anticipará a un Kafka, a un Beckett, e incluso a nombres señeros de nuestra propia literatura latinoamericana, como el mismo Borges o Julio Cortázar, dos de sus más reconocidos admiradores. Es más, este último incluirá en su volumen de cuentos Octaedro el relato “Los pasos en las huellas”, que es casi una reescritura de Los papeles de Aspern. Que yo sepa, no parece haber sido destacada con suficiente énfasis la importancia que ve Cortázar en James. En el capítulo 115 de Rayuela, por boca de Wong, uno de sus personajes afirma: “La novela que nos interesa no es la que va colocando los personajes en la situación, sino la que instala la situación en los personajes. Con lo cual estos dejan de ser personajes para volverse personas”. La alusión al arte poética de Henry James es más que evidente. No hay un universo que juegue con el destino de sus personajes, esos personajes son el universo que juega con el lector…

Increíblemente, a pesar de lo anterior, suele estar ausente su nombre en la lista de grandes escritores contemporáneos. Sergio Pitol y Juan Carlos Onetti han advertido que una causa de ello es la aparente frivolidad e inocuidad de sus temas, casi todos ambientados en los círculos de la alta sociedad anglosajones de fin du siècle. Sin embargo, y como el mismo James señala en su ensayo El arte de la novela, navegar en la profundidad del alma humana es una actividad tan tumultuosa y vasta como el periplo de los navegantes que surcan nuevos archipiélagos y océanos. Tarea nada fácil, como la más reciente neurociencia está comprobándolo. No en vano se contaban entre sus escasos amigos nada menos que a Ivan Turgueniev, Alphonse Daudet y Gustave Flaubert. Sería interesante poder contar con estudios que aborden las simpatías y diferencias entre estos grandes maestros…

DIBUJAR EL MAPA DEL CORAZÓN HUMANO

En este mismo sentido, el autor destaca cómo su evocación funciona a la manera del pintor que deja decantar en el tiempo un boceto olvidado y luego constata cómo dicho intervalo temporal enriquece aún más la imagen de sentido. James Joyce, Gilbert Keith Chesterton, Marcel Proust o Lawrence Durrell son los ecos más evidentes de este credo mantenido por Henry James a lo largo de toda su obra. La mirada del escritor no puede contentarse con registrar de una vez un momento, una cara, un gesto, sin tener presentes los poco claros avatares que los ocasionan en el tiempo. El drama consecuente es el gozoso ritual al que el lector es invitado a experimentar, junto, contra o a pesar del narrador. James, a su modo, anticipa la crisis del racionalismo occidental del verbo, del cual el narrador omnisciente del realismo es una de sus tantas metáforas.

La frivolidad, impostación y otras muecas, ofrecidas actualmente a un mercado literario excesivamente complaciente, inundan las librerías de una horda de pobres simulacros pagados de sí mismos. El laudable interés por dibujar con devoción y minuciosidad el mapa del corazón humano parece olvidarse en medio de la autoflagelación fingida o la historia de fácil consumo, a la espera de la venta de sus derechos para el cine. En una época que, en el fondo, desprecia al individuo al que pretende mistificar, en último término, como mero consumidor, la (re)lectura de la obra de Henry James surge como una necesidad vital, cuyo legado tan claro se nos hace hoy, mucho más que ayer: la postulación de una realidad elusiva, fragmentaria, la del ser humano bailando en el abismo tras su aparente máscara de frivolidad, parece ser uno de los retratos más honestos de nuestra condición posmoderna. MSJ

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Fuente: Revista Mensaje

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