Mi fe es la que vale

La fe está llena de dudas (de lo contario no sería fe) y necesitamos algunas pocas seguridades para saber lidiar con la vida, y sobre las que construir nuestras apuestas.

La variedad de personas, espiritualidades, sensibilidades, carismas, etc. que hay en la Iglesia es un hecho notable. Pero la verdad es que no siempre se vive como riqueza, y es fácil escuchar —en unos foros u otros— a personas que comparan su fe o su manera de vivirla con la de otras personas. Como es lógico, siempre para decir que la suya “es la que vale”.

Creo que esta es una tensión que todos vivimos y que en nuestra pastoral no estamos exentos de no saber situarnos adecuadamente. Es el hecho de proponer una espiritualidad concreta (con lo que conlleva de sus modos de orar, de celebrar, de comprometerse, de relacionarse con Dios…) porque para uno es la que más ayuda, sin que se convierta en presentarla como “el único modo adecuado” de vivir la fe.

Por un lado, tenemos que poner delante que siempre es mucho más lo que nos une a otros movimientos, sensibilidades y espiritualidades, que lo que nos diferencia. Y, por otro, creo que hay que intentar tener una mirada limpia y comprensiva sobre esas dimensiones que, en otros, me generan más incomodidad. Y, para ello, me parece que el ejemplo de los fariseos es el mejor. Jesús fue bastante duro con ellos, pero nunca porque fuesen “malas personas” sino porque ponían su modo de relacionarse con Dios como el único y al que todos debían someterse.

Tenemos que poner delante que siempre es mucho más lo que nos une a otros movimientos, sensibilidades y espiritualidades, que lo que nos diferencia. Y, por otro, creo que hay que intentar tener una mirada limpia y comprensiva sobre esas dimensiones que, en otros, me generan más incomodidad.

Yo creo que a todos nos pasa un poco como a los fariseos. La fe está llena de dudas (de lo contario no sería fe) y necesitamos algunas pocas seguridades para saber lidiar con la vida, y sobre las que construir nuestras apuestas. El gran peligro es acabar convirtiendo aquello que da seguridad en un absoluto. Los fariseos ponían esta seguridad en el cumplimiento estricto y riguroso de la Ley, pero tendríamos que pensar cada uno en qué seguridades sostenemos nuestra fe, para no absolutizarlas y caer en la tentación de convertirlas en algo inamovible.

Para ello, por suerte, tenemos la propia Historia de Salvación en la que Dios siempre descoloca, siempre derrumba seguridades para no dejar que haya otro Absoluto en nuestras vidas que no sea Él: a la promesa de una descendencia numerosa le sigue la petición de matar al hijo único; a los sueños de poder le suceden años de esclavitud; a la conquista de la Tierra Prometida le sacudirá el destierro babilónico; el gran templo reflejo de la gloria de Dios acabará destruido…

Por tanto, no dejemos nunca de abrirnos a ese Dios que derrumba nuestras seguridades, dejémonos descolocar por Él porque la intemperie siempre ha sido lugar de encuentro con Dios y, quizás, el camino para descubrir su rostro más auténtico. De modo que si ha de haber algún Absoluto en nuestra vida, este sea sólo el amor de Dios.


Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.

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