Narcisismo en imágenes

Soltar la cámara fotográfica resulta una respuesta necesaria. No se trata de abandonar la fotografía ni la oportunidad del registro que es una necesidad para la memoria y la biografía. Más bien, se trata de unir el encuentro con el verdadero yo, con el otro, con la biografía y las historias reales de los protagonistas de las imágenes.

Aún recuerdo lo que significaba en tiempos del rollo fotográfico hacer imágenes en la cotidianeidad familiar. Había una sola cámara en casa, teníamos que recurrir a una tienda para revelar y existía la limitación de hacer 24 o 36 tomas. Si quedaba mal enfocada, la luz no era óptima o la mano de fotógrafo era demasiado aficionada, simplemente la oportunidad de una buena foto la perdíamos. No obstante esas restricciones analógicas, hacer una imagen fotográfica era un ejercicio personal y familiar vital de registro de la memoria: las vacaciones, el cumpleaños, el matrimonio, la reunión con amigos, el paisaje, la graduación, la llegada de un hijo.

En estos tiempos digitales en que llevamos una cámara fotográfica integrada a nuestro teléfono inteligente, las limitaciones casi no existen en comparación a ese recuerdo analógico. No hay restricción para las tomas, existen filtros para mejorarlas, se registran incluso los detalles y anécdotas cotidianas, sobre todo, nuestra propia imagen.

Desde hace pocos años utilizamos la palabra selfie para referirnos al retrato que nos hacemos de nosotros mismos, a veces, con cierta contorsión para encuadrarla o usando un “palito” para alcanzar mayor amplitud y así calzarnos en el cuadro cuando hay detrás un paisaje.

Es decir, la selfie automatizó en nosotros mismos el ejercicio de crear imágenes y multiplicó las posibilidades de generar un registro de mejor calidad. Ya es común hacer nuestros propios retratos, editarlos, subirlos a internet y así —a la espera de que alguien los vea— deseamos compartir lo que estamos haciendo, cómo nos sentimos, lo que pensamos o el estado de ánimo. Otra cosa es que recibamos retroalimentación y cuánto marquemos en esa especie de ranking social que han creado las redes.

Twenge y Campbell aseguran, en su libro The Narcissism Epidemic (2009), que vivimos una expansión sin precedentes de narcisismo, un tiempo en el que aún no teniendo los recursos suficientes nos endeudamos para alcanzar aquello que represente estatus. La descripción de la Academia de las Ciencias de los Estados Unidos señala que la persona narcisista es aquella que se siente superior a los demás, fantasea sobre sus éxitos y cree merecer un trato especial. Dice además esta Academia que el narcisismo es fruto de la sobrevaloración de los padres por sus hijos.

Bajo la epidemia narcisista que describen Twenge y Campbell, podríamos afirmar que las selfies y las redes sociales como Instagram se han convertido en un depósito de ese narcisismo humano; un amplificador de una humana realidad pero que ahora ha encontrado un vehículo perfecto de masificación, multiplicación y, paradójicamente, de soledad.

Por cierto, los inventores de tantos aparatos y aplicaciones nunca pensaron que sus creaciones terminarían siendo utilizadas con fines distintos al original, o transformados en extensión de alguna “virtud” o algún “demonio” de nuestra humana naturaleza.

Generalmente el diálogo en las redes sociales es solitario y sordo. Muchos pretenden convertir esas redes en una vitrina que alimente el ego sediento de reconocimiento. Pero al final el “selfista” no encuentra la respuesta a sus inquietudes verdaderas. Basta un recorrido virtual para darse cuenta cómo prima lo autorreferencial, la necesidad de que todos sepan lo que se come, se viste, se visita, y la opinión y crítica que a menudo carece de un conocimiento elemental sobre lo que se está hablando. El troll podría personificar fielmente este fenómeno, sobre todo por sus mensajes de odio.

Para parecer más atractivo hay quienes incluso modifican sus datos personales y retocan con filtros las arrugas o la brillantez del rostro para mejorar la estética. Pero la respuesta de los demás a esos cambios será casi siempre la misma. Una “narcisa” indiferencia o una aprobación con un like.

Soltar la cámara fotográfica resulta una respuesta necesaria. No se trata de abandonar la fotografía ni la oportunidad del registro que es una necesidad para la memoria y la biografía. Más bien, se trata de unir el encuentro con el verdadero yo, con el otro, con la biografía y las historias reales de los protagonistas de las imágenes.

¿Para qué quiero mostrar esa imagen? ¿Qué pretendo? ¿Solo entretención? Entonces, que se multipliquen los registros, ¡que mejore la práctica! O, ¿es para sentirme mejor? Pero, ¿cuánto durará eso? Acaso, ¿no hay suficientes imágenes buscando algo similar sin obtener una gratificación auténtica?

Sigo creyendo que ciertos rituales humanos debieran ser siempre analógicos: la llamada, el café, la visita, la conversación, la pregunta oportuna, el llanto y la risa. Todas como un registro único que completa, que empuja a responder a la profunda necesidad de encuentro, de mirarse a uno mismo y mirar a los ojos del otro, sin flash. MSJ

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