No se ama impunemente

Cuando uno ama y vive intensamente la vida, no puede vivir indiferente al sufrimiento grande o pequeño de las gentes.

Pocas frases tan provocativas como las que escuchamos hoy en el evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. El pensamiento de Jesús es claro. No se puede engendrar vida sin dar la propia. No se puede hacer vivir a los demás si uno no está dispuesto a “desvivirse” por los otros. La vida es fruto del amor, y brota en la medida en que sabemos entregarnos.

En el cristianismo no se ha distinguido siempre con claridad el sufrimiento que está en nuestras manos suprimir y el sufrimiento que no podemos eliminar. Hay un sufrimiento inevitable, reflejo de nuestra condición creatural, y que nos descubre la distancia que todavía existe entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser. Pero hay también un sufrimiento que es fruto de nuestros egoísmos e injusticias. Un sufrimiento con el que las personas nos herimos mutuamente.

En el cristianismo no se ha distinguido siempre con claridad el sufrimiento que está en nuestras manos suprimir y el sufrimiento que no podemos eliminar.

Es natural que nos apartemos del dolor, que busquemos evitarlo siempre que sea posible, que luchemos por suprimirlo de nosotros. Pero precisamente por eso hay un sufrimiento que es necesario asumir en la vida: el sufrimiento aceptado como precio de nuestro esfuerzo por hacerlo desaparecer de entre los hombres. “El dolor solo es bueno si lleva adelante el proceso de su supresión” (Dorothee Sölle).

Es claro que en la vida podríamos evitarnos muchos sufrimientos, amarguras y sinsabores. Bastaría con cerrar los ojos ante los sufrimientos ajenos y encerrarnos en la búsqueda egoísta de nuestra dicha. Pero siempre sería a un precio demasiado elevado: dejando sencillamente de amar.

Cuando uno ama y vive intensamente la vida, no puede vivir indiferente al sufrimiento grande o pequeño de las gentes. El que ama se hace vulnerable. Amar a los otros incluye sufrimiento, “compasión”, solidaridad en el dolor. “No existe ningún sufrimiento que nos pueda ser ajeno” (K. Simonow). Esta solidaridad dolorosa hace surgir salvación y liberación para el ser humano. Es lo que descubrimos en el Crucificado: salva quien comparte el dolor y se solidariza con el que sufre.


Fuente: www.religiondigital.org / Imagen: Pexels.

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