Orden, castigo y giro ideológico: la victoria de la derecha radical en Chile

El resultado no se explica únicamente por factores coyunturales, sino por la sedimentación progresiva de un repertorio narrativo que ha logrado interpelar eficazmente amplios segmentos del electorado, particularmente en torno a nociones de orden, seguridad, crecimiento económico y control migratorio.

La victoria electoral de José Antonio Kast inaugura un nuevo ciclo político en Chile, en el cual la derecha radical accede al poder ejecutivo mediante una legitimidad democrática robusta. Dicho resultado no se explica únicamente por factores coyunturales, sino por la sedimentación progresiva de un repertorio narrativo que ha logrado interpelar eficazmente amplios segmentos del electorado, particularmente en torno a nociones de orden, seguridad, crecimiento económico y control migratorio. No es casual, por lo demás, que su votación haya alcanzado especial densidad en las regiones del norte del país, donde la experiencia cotidiana del deterioro de los espacios cívicos, la informalidad y la migración irregular ha operado como catalizador de una demanda política orientada más a la restitución de certezas que a la ampliación de horizontes normativos.

En este marco, el triunfo de Kast puede leerse como la expresión de un desplazamiento ideológico en el «sentido común», antes que como una mera adhesión personalista. El Partido Republicano encarna hoy una derecha que, en términos históricos y comparativos, remite menos a la tradición liberal-conservadora clásica y más a una matriz similar a la que representó la UDI en la década de 1990: una derecha doctrinaria, moralmente estructurada y con una jerarquización clara de prioridades, donde el crecimiento económico adquiere un estatuto cuasi intocable, incluso a costa de deslegitimar cualquier objeción al orden institucional heredado del periodo autoritario.

Asimismo, el «anticomunismo» o «antiizquieridismo» —reiterativo, a ratos monocorde— ha demostrado una notable eficacia simbólica, especialmente frente a una izquierda que no logró articular una contra-narrativa persuasiva ni disputar la agenda en los medios de comunicación. En efecto, buena parte del campo mediático operó más como caja de resonancia crítica del gobierno saliente que como espacio de deliberación equilibrada, contribuyendo así a consolidar una lectura negativa del progresismo, percibido por amplios sectores como incapaz de ofrecer soluciones tangibles a problemas inmediatos.

Con todo, sería un error analítico reducir este resultado a la idea de una ciudadanía extraviada o ideológicamente manipulada. Existe también una adhesión consciente a valores tradicionalmente asociados a la derecha —orden, propiedad, seguridad, restricción migratoria, emprendedurismo— que debe ser reconocida sin condescendencia sociológica. El voto por Kast es, al mismo tiempo, un voto de convicción y un voto de castigo: castigo a una izquierda fragmentada, ensimismada en disputas identitarias y carente de una propuesta estructural alternativa —como lo evidencia, por ejemplo, la ausencia de un proyecto serio de industrialización— capaz de recomponer un horizonte de futuro.

Sería un error analítico reducir este resultado a la idea de una ciudadanía extraviada o ideológicamente manipulada.

El desafío que se abre para el nuevo gobierno no es menor. La transición desde el mundo empresarial a la gestión del Estado —experiencia ya conocida en administraciones anteriores— suele revelar tensiones que el voluntarismo ideológico no siempre logra resolver. La expectativa de su electorado es elevada, y cualquier incumplimiento en materias emblemáticas, como la seguridad o la política migratoria, puede traducirse rápidamente en desafección. A fin de cuentas, incluso las derechas radicales descubren, tarde o temprano, que gobernar no es lo mismo que prometer; y que el orden, cuando se administra mal, tiende a producir exactamente lo contrario.


Imagen: Pexels.

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