Perdonar es exponer el corazón

Perdonar es ejercitar la compasión, la paciencia y la comprensión. Perdón es justicia. Perdonar es la disposición a tejer, una y mil veces más, comunidad, con el hilo frágil que somos y el barro herido que nos constituye.

Uno de los retos más grandes que tenemos los cristianos y, todos los humanos, es el perdón. Dada nuestra historia personal, inevitablemente herida, la convivencia y amistad social es todo un desafío. Muchas veces nos pasa que ofendemos al otro sin querer y sin darnos cuenta; asimismo, nos pasa que los otros nos pueden herir sin que sea ni su más mínima intención. Casi todas las personas hemos herido y nos hemos sentido heridas sin ninguna alevosía ni ventaja. Otras veces, con toda alevosía, ventaja y torcida intención ofendemos al otro con miradas agresivas, comentarios irónicos, burlas ácidas, habladurías, chismes, actitudes de rechazo, indiferencia, exclusión, crítica, impertinencias y todo tipo de violencia psicológica, hasta llegar a la violencia física. Todo tipo de violencia es siempre inaceptable.

Creo en la inocencia y bondad del ser humano. Pienso que las ofensas son un no-acertar en el amor, son un no dar en el blanco de la belleza de lo social y relacional, una traición a la fraternidad. No me gusta desconfiar de las personas, aunque soy lento para relacionarme, me gusta apostar por los demás. Me resisto a creer que el corazón humano llegue al extremo de vivir envenenado de odio y resentimientos y, así, envenenar y corromper a los demás. Los cristianos estamos llamados ineludiblemente a la verdad, la bondad, la belleza y la justicia; en resumen, al amor. No obstante, ese ejercicio de amar no es una abstracción, sino que es siempre una concreción encarnada en un tiempo específico, en un espacio concreto y con personas con rostro, historia, nombre y apellido.

En el ejercicio del amor casi siempre hay fallas y caídas inevitables mientras aprendemos a caminar. También hay resbalones, desaciertos, enojos, malos ratos, momentos amargos y hasta dolorosas infidelidades. Es entonces cuando vuelve a resonar la voz de Jesús que nos invita a perdonar todo, perdonar siempre y, especialmente, lo que más nos cueste (Cfr. Mt 18, 21-35). ¿Será entonces que el Evangelio es una utopía? O quizá ¿Jesús de Nazaret era un soñador ingenuo? O más bien ¿será que Jesús era un verdadero conocedor del corazón humano y sabía que nuestros intentos de amar y construir comunidad incluirán inevitables conflictos? Opto por creer y confiar en lo último. De ahí que el apellido del amor me parece que puede ser el perdón, pues cuando soy capaz de perdonar es cuando más crezco en mi capacidad de amar y ser amado, frágil y fuertemente.

El Papa Francisco insiste en su encíclica Sobre la fraternidad y amistad social que “no es tarea fácil superar el amargo legado de la injusticia, hostilidad y desconfianza que dejó el conflicto. Esto solo se puede conseguir venciendo el mal con el bien y mediante las virtudes que favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz” (Fratelli Tutti, 243). Una de esas virtudes es el perdón, una virtud y una gracia a la vez. Pero ¿qué es eso del perdón y por qué nos cuesta tanto? Nos cuesta porque, como diría san Ignacio de Loyola, nos implica “salir de nuestro propio amor, querer e interés”. Implica una pequeña muerte a nuestro inflado ego. Me parece entonces que perdón no es olvido. Perdón no es humillación. Perdonar no es un acto propio del perdedor. Tampoco es la ingenuidad de creer que todo volverá a ser igual que antes de la ofensa. Perdonar es ejercitar la compasión, la paciencia y la comprensión. Perdón es justicia. Perdonar es la disposición a tejer, una y mil veces más, comunidad, con el hilo frágil que somos y el barro herido que nos constituye. Perdón es la certeza de que no somos perfectos. Perdón es liberación y sanación. Perdonar es volver a abrir las puertas y ventanas al amor; es derribar muros y exponer el corazón, aún con el riesgo de volver a salir lastimado o, dolorosa y penosamente, lastimar. MSJ

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