Comentario a una carta pastoral de los obispos belgas en el marco de la conmemoración de los 50 años de la encíclica Populorum Progressio.
Los obispos de Bélgica han tenido el mérito como cuerpo episcopal de ser los primeros, sino los únicos, hasta donde sabemos, en poner de relieve el cincuentenario de la publicación de la encíclica Populorum Progressio escrita por Pablo VI en 1967. Para ello han dado a conocer en marzo de este año el documento Populorum Communio, la comunión de los pueblos. Ya Benedicto XVI había dicho que “la Populorum Progressio merece ser considerada como “la Rerum Novarum de la época contemporánea”. Lo que vendría a significar que puede ser entendida como el mensaje social más contundente producido por la Iglesia en el siglo XX, y especialmente por su notable repercusión en ese entonces en el conjunto de la comunidad internacional. Un efecto muy similar al que hoy está produciendo Francisco con Laudato Si’.
Los obispos belgas sintetizan el aporte de Pablo VI cuando dicen que en Populorum Progressio puede apreciarse la ampliación de la doctrina social de la Iglesia al incorporar la preocupación porque todas las naciones alcancen su desarrollo y, al mismo tiempo, generar un movimiento de solidaridad hacia los países más pobres. Asimismo se nos recuerda que al momento de su publicación se estaba produciendo el proceso de descolonización en algunas regiones, como en África y Asia. Podemos indicar que sobresale como ejemplo el Congo, originalmente propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica, que logró su independencia en 1960, destacándose el liderazgo de Patrice Lumumba.
Esta mención rápida y breve al colonialismo, es seguramente reflejo de una importante tradición de la Iglesia belga en su vinculación con la problemática de lo que ya en esos años se denominaba países del tercer mundo. Efectivamente, un índice de esa preocupación crítica la encontramos en la Universidad Católica de Lovaina, que fue gravitante impulsora de esa perspectiva donde abrevaron, entre muchos —aunque con trayectorias a veces contrapuestas—, desde Camilo Torres, Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Roger Vekemans, François Houtart, Joseph Comblin, Armand Mattelart, hasta Gregorio Rosa Chávez, el nuevo cardenal salvadoreño, cercano colaborador del obispo mártir Oscar Romero, a quien Francisco convirtió en beato.
A su vez, dicha universidad irradió su proyección sobre Latinoamérica mediante un convenio en 1965 con el Instituto Latinoamericano de Doctrina y Estudio Sociales (ILADES) de Santiago de Chile y con el auspicio del CELAM, convirtiéndose en una verdadera usina del pensamiento social cristiano en la región por varias décadas. Todavía otra huella más lejana de la Iglesia belga, pero no menos importante, la hallamos en Joseph Cardijn, fundador de la Juventud Obrera Católica (JOC), cuya clásica metodología de “ver-juzgar-actuar” fue asumida por la Iglesia latinoamericana en Medellín. Lo mismo sucedió en Puebla y Santo Domingo. En esos años, el peso de la Iglesia belga era proporcionalmente muy importante y en ese sentido cabe recordar también la figura del cardenal Joseph Suenens, uno de los cuatro moderadores permanentes del Concilio Vaticano II.
Teniendo en cuenta esos antecedentes, sorprende menos el documento de los obispos belgas, que mantendrían la sensibilidad de sus comunidades hacia las condiciones de vida de los pueblos del hemisferio sur y especialmente hacia los más pobres. De esa manera, retoman la noción de desarrollo de Pablo VI y la combinan con la perspectiva de la misericordia planetaria que propugna el Papa Francisco mediante el cuidado de la casa común.
A la percepción de esta dimensión planetaria han contribuido los medios de comunicación y transporte, desarrollando “una nueva vecindad de naciones y culturas” que lleva al descubrimiento mutuo —dicen los obispos belgas— pero también a conflictos. Entre ellos sobresalen el desempleo, las guerras, los atentados, la miseria y el aumento de los migrantes. Se aprecia además un desarrollo económico orientado hacia una elite y que altera el equilibrio ecológico. Esta nueva situación requiere “no solo el desarrollo sino también la comunión de los pueblos”. Para lograrlo hay que tener otra mirada y una nueva manera de actuar, tal como propone Francisco con la misericordia; es decir: poner el corazón con el que está en la miseria.
El documento inspirado en el episodio de la curación del ciego de nacimiento (Juan 9,1-41) destaca precisamente la mirada misericordiosa de Jesús, que es distinta a la frialdad y sospecha de los discípulos y los fariseos. Jesús se centra en el futuro de la persona y no en los condicionamientos de su pasado, y entra en contacto con el despreciado que es objeto de debate (“¿Quién tiene la culpa, él o sus padres?”). Así también nosotros estamos invitados a estar cerca de los que están próximos o lejanos en esta “casa común” que es nuestra tierra.
LOS RETOS DE LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA
Nuestra sociedad refleja un progreso considerable, sin embargo no todos se benefician, y esos avances son también generadores de exclusión. Una característica de mundo moderno es la autonomía de las diversas áreas de la actividad humana. Cada sector tiene su lógica interna, su intencionalidad, y no hay una razón superior que regule el todo. Se da una constante competencia entre las nuevas tecnologías y una carrera robótica descontrolada, ajena a sus consecuencias sociales. La crisis causada por el desarrollo tecnocrático requiere una nueva mirada. Del mismo modo que la mirada y los gestos de Jesús fueron el punto de partida de la curación del ciego de nacimiento.
También la economía funciona con su propia intencionalidad independiente, dominada hoy por la lógica de la rentabilidad. Los excedentes que solían reinvertirse en la economía real tienden a derivase a la especulación financiera, comportamiento que genera grandes desigualdades. Aquí también un nuevo comportamiento debe ser practicado en el mundo de los negocios para salir de la espiral de exclusión.
En cuanto a la política, se considera que la extensión de la democracia en nuestro tiempo es una gran mejora sobre muchos sistemas dictatoriales. Sin embargo, en la vida cotidiana hay —detrás de una fachada democrática— dictaduras ocultas, oligarquías, que solo benefician a unos pocos. A nivel supranacional, la Unión Europea ha permitido, después de las masacres de dos guerras mundiales, la reconciliación entre las naciones y la regulación de la economía. Sin embargo, algunos países, frente al resurgimiento de nuevas guerras locales y el desplazamiento de muchos migrantes, se encierran sobre sí mismos y olvidan los valores culturales de Europa.
Por su parte, la ética actual basada en la libertad, la dignidad y el cuidado ecológico, configura una gran mejora contra la arbitrariedad que ha prevalecido a menudo en las relaciones humanas. Pero esta auto-intencionalidad puede llevar a la indiferencia hacia los otros y a la falta de solidaridad y justicia.
LOS COMPROMISOS QUE SE IMPONEN
Pablo VI, en la encíclica Populorum Progressio, indicó que la justicia social implica también el desarrollo económico de los países subdesarrollados. El documento episcopal destaca que la herramienta para lograr la justicia social es la solidaridad y que los instrumentos de la solidaridad son los sindicatos, las asociaciones profesionales y numerosas iniciativas sociales nacidas en el terreno para responder a necesidades específicas. Esta perspectiva fue promovida por León XIII con la Rerum Novarum (1891), y desarrollada en 1931 por Pío XI en su encíclica Quadragesimo Anno. En efecto, se proponía limitar al capitalismo salvaje mediante las leyes sociales. A su turno, Pablo VI concluía su encíclica Populorum Progressio, expresando que “el desarrollo auténtico y verdadero no consiste en la riqueza egoísta y deseada por sí misma, sino en la economía al servicio del hombre”.
Del mismo modo, hoy el Papa Francisco contribuye a la gobernabilidad mundial, proponiendo un nuevo paradigma de desarrollo basado en la comunión de los pueblos mediante la justicia y la solidaridad. Ahora bien, para Francisco “la solidaridad es mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos”. Y añade que la solidaridad abre camino a otras transformaciones estructurales y las vuelve posibles: “un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras, tarde o temprano, se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces” (Evangelii Gaudium, 188 y 189).
En la pastoral de los obispos belgas que nos propusimos comentar, un ejemplo de la solidaridad económica es la Unión Europea, constituida después de la Segunda Guerra Mundial. Fue a través de la regulación de la producción del carbón y del acero que la unión política se fue forjando. Recuperando lo mejor de ese modelo, los obispos abogan por una regulación mundial de la economía y el comercio, con el fin de tener relaciones internacionales más equitativas y una mejor distribución de la riqueza. Solicitan apoyo para los pequeños productores y para el fomento de la agricultura que valora las capacidades locales y la relación directa con la tierra. También piden respaldos para el sistema cooperativo que ha demostrado su eficacia en la propia Europa.
Una dimensión muy decisiva de la comunión de los pueblos es la lógica del diálogo entre las culturas y religiones. El marco democrático es una garantía de ese diálogo. Y consideran que un evento muy significativo en la materia son los encuentros de Oración de las Religiones por la Paz surgidos en Asís en 1986, que rechazan la instrumentalización de la religión para hacer la guerra, que es fuente de pobreza. Los obispos belgas ponen además el ejemplo de su propio país —recordémoslo: una federación constituida por tres comunidades, tres regiones y cuatro comunidades lingüísticas— como una forma original de entablar la comunión entre pueblos.
Asimismo destacan que Francisco, en su encíclica Laudato Si’, exhorta a escuchar simultáneamente el grito de los pobres y el de la tierra, y a contribuir a una ecología integral, es decir, que integra a todo lo viviente y todo lo creado, en tiempos en que con nuestro estilo de vida amenazamos las capacidades del planeta. Las primeras víctimas son precisamente los más vulnerables y los más pobres. He ahí una invitación a enfrentar esa situación y a sentirnos responsables de la “casa común”.
De este modo, solidaridad real con los más pobres del mundo implica cuestionar el propio estilo de vida y propiciar una economía sostenible. La situación ecológica hace sentir la urgencia de una regulación común del planeta. En ese sentido, los obispos belgas desean comprometerse con las “instituciones en transición” hacia un mundo más respetuoso del equilibrio natural. Se sitúan en una ética de “lo suficiente”, es decir, un estilo de vida que promueve la sobriedad. Incluye un enfoque de ética comunitaria que implica al mundo entero y que supera la exclusión de los débiles, mediante la combinación de compromisos directos y servicios en las estructuras sociales.
Una de las cuestiones candentes sobre las cuales se manifiestan los obispos belgas son las “migraciones forzadas” hacia Europa. Consideran que dicho fenómeno continuará salvo que sean saneadas las “condiciones de vivienda, trabajo y de vida” de esas poblaciones en origen. En ese sentido, es necesario encontrar formas de migración legal mediante la construcción de puentes o corredores humanitarios como una alternativa a una “política de muros”. En relación a este punto, hacia el final de su texto, adhieren a la necesidad de crear una “Zona Euro-África”, es decir, una relación especial entre los dos continentes.
Seguramente es una alusión a la propuesta alemana de finales de 2016 de lanzar un Plan Marshall para “rescatar África”, como un paralelo histórico con la inversión estadounidense en Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial, y así reducir los flujos migratorios hacia Europa. Ahora bien, advierten algunos observadores que el fantasma de la emigración masiva no debería encubrir una mera ampliación de mercados, el control de los recursos naturales, o una estrategia de contención, por ejemplo, hacia China, con pretensiones de convertir a África en una provincia económica.
África, al igual que otras regiones del planeta, no necesita “ayuda” de los que la saquearon durante cientos de años y hasta alimentaron guerras civiles, apoyando a una u otra fracción. La “comunión de los pueblos” exige otro tipo de cooperación que remueva las causas todavía cercanas de la afrenta que durante siglos viene sufriendo ese continente y que requiere plantear no solo iniciativas solidarias sino de verdadera reparación y devolución, de las que también tendría que participar América. Serían expresiones de auténtica misericordia integral.
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Fuente: www.revistacriterio.com.ar