Proyecto republicano y hegemonía elitista: reflexiones sobre la construcción de la nación chilena

Un discurso meticulosamente diseñado configuró una república que se ajusta a los intereses de las clases dirigentes, eximiéndola de cualquier manifestación de vulnerabilidad.

La disociación de los territorios americanos de España, conmemorada como el proceso de Independencia en el siglo XIX, instigó a que la élite de cada ente territorial optase por liderar un proyecto republicano que trastocara la antiquísima concepción monárquica arraigada en la mentalidad española, con la finalidad de conferir legitimidad a la emergente república. La implementación de este proyecto no solo requería la instauración del aparato estatal, sino también la conformación de una identidad nacional. En consecuencia, la centuria en cuestión fue testigo de la gestación de un extenso laboratorio de experimentación de índole filosófica, teórica e iconográfica, dando origen a una labor intensiva desde la óptica simbólica, ritual e identitaria. Factores como la “historia nacional”, que forjaba la conexión con los ancestros primigenios, monumentos culturales, folclore, el perfil característico del paisaje y una psiquis distintiva, facilitaron la conciliación entre elementos objetivos, experimentados directamente, y subjetivos, concebidos en el plano imaginario, generando de este modo una conciencia nacional robusta.

El progresivo desarrollo de la denominada “comunidad imaginada” (Anderson, 1993) generó, paralelamente, la exclusión de otras comunidades en el mismo contexto territorial. En este proceso, la élite, como actor central en este proyecto, delineó una identidad nacional que resultó excluyente para el estrato social inferior, consolidándose así como una entidad hegemónica. En el caso específico de Chile, la revolución de 1810, lejos de constituir una revolución de índole social, se manifestó primordialmente como un fenómeno político. La élite criolla, al cristalizar un sistema bipartidista entre conservadores y liberales, estableció su dominio en la escena política a lo largo del siglo XIX, perpetuando la rigidez estructural heredada del modelo político español. Este proceso, en lugar de propiciar una emancipación social de las clases subalternas, consolidó los intereses económicos de la élite criolla, delineando así las bases de la sociedad emergente.

En relación con la élite dirigente, Stuven (2000) articula la percepción de este estrato como un colectivo de naturaleza conservadora. Si bien acoge con anhelo y apertura la concepción de una república como una alternativa a la monarquía, simultáneamente exhibe un temor y rechazo inherentes. Este grupo conceptualiza que la instauración de una república conlleva el riesgo de desestabilizar la arraigada estructura del orden social preexistente, sustentando la premisa de que la población carece de las condiciones civilizacionales necesarias. En este contexto, se postula la necesidad de dirigir al pueblo con el propósito de evitar desviaciones del rumbo trazado, con la finalidad de preservar la estructura de poder previamente condicionada por la élite misma. Este análisis revela las complejas dinámicas de poder y control que la élite establece en el proceso de transición hacia la república, destacando su percepción del pueblo como sujeto a guiarse, y el mantenimiento de una estructura jerárquica que garantice la continuidad de su hegemonía.

En este sentido, la tesis de Stuven pone de manifiesto la paradoja entre tradición/modernidad que caracterizó a la clase dirigente chilena en la creación e institucionalización del naciente estado republicano. Para lograr el proyecto republicano y obtener el consenso social, la élite apeló a las ideas de una ciudadanía común, soberanía popular y establecimiento de un estado centralizado. Al mismo tiempo, puso énfasis en la noción de orden social, su creciente obsesión, y en la religiosidad católica.

Con relación al primero, debía existir una sociedad que transitara desde el principio de la legalidad monárquica a la legalidad republicana y democrática. Por ende, ese orden requería institucionalizarse con separación de poderes, un régimen representativo y reconocimiento de la soberanía popular, al menos en teoría. No obstante, esto no implicó que en la práctica se pusiera en marcha un proceso de democratización social e inclusión política de los sectores populares, ya que la conciencia colectiva de esa clase dirigente se enlazaba con una percepción conservadora de que existía un “orden natural de cosas” y que todo cambio debía graduarse en función de ese orden (Stuven, 2000, 42).

En el contexto de la conceptualización del “orden natural de cosas”, Stabili (2003, 113) propone una perspectiva en la que ese orden se encuentra intrínsecamente ligado a la percepción que la clase dirigente sostiene con respecto a los “otros”, con quienes se construye una identificación distintiva. La focalización de esta diferenciación no se dirige hacia los campesinos ni las clases bajas, quienes son contemplados paternalistamente como entidades subalternas, sino que se orienta hacia la clase media, los “nuevos ricos”, los “siúticos”; aquellos individuos que expresan aspiraciones de integración a la élite y, simultáneamente, manifiestan inquietudes acerca de la preservación de las distinciones sociales.

Estas distinciones, sustentadas en elementos como los apellidos, el tipo de educación y una peculiar relación con la tierra, adquieren particular relevancia en virtud de un ethos que remite a dos conceptos fundamentales: aristocracia e hidalguía. Dichos conceptos encuentran sus raíces en la aristocracia castellano-vasca, de la cual las élites oligárquicas se consideran descendientes exclusivos, invistiendo así su autoridad con un derecho natural inherente al ejercicio del poder gubernamental. En consecuencia, la auto-percepción aristocratizante de la élite chilena contribuye a la construcción de una jerarquía social, en la cual aquellos que no forman parte de la élite son conceptualizados como los “niños” de la sociedad.

Este enfoque autoatribuido de superioridad impulsa a la élite a asumir la responsabilidad de tomar decisiones cruciales para la configuración de la vida social. Esa autorreflexión, fundamentada en la creencia de que la élite posee un conocimiento inherente y superior sobre los asuntos relevantes para la colectividad, contribuye a consolidar su posición preeminente en la toma de decisiones sociopolíticas. En este sentido, la percepción de los “otros” como “niños” refleja la visión paternalista de la élite, la cual se erige como la entidad adulta y competente destinada a guiar y dirigir la trayectoria de la sociedad en su conjunto.

De todas formas, el cambio debía ser paulatino y controlado para evitar cualquier forma de descontrol social o anarquía, cuestión que atemorizaba a la clase dirigente. En otras palabras, el ejercicio pleno de la ciudadanía no estaba en la mente de la élite dirigente, a pesar de que estaban presentes conceptos como el de soberanía popular. Tal como plantea Stuven, “el proyecto debe estar en condiciones de controlar el cambio, de manera de mantener la hegemonía de la clase dirigente, heredera natural de la autoridad colonial” (Stuven, 2000, 45).

El otro elemento de consenso social atañe a la religiosidad católica, que fue expresión de fe común por parte de la élite para mantener una sociedad unida. Durante gran parte del siglo decimonónico, la simbiosis entre catolicismo y estado chileno contribuyó a la identificación de que ser católico era también ser chileno, de modo que la religión fue un elemento de cohesión social para que la élite pudiera conservar la tranquilidad y así imponer su hegemonía. En palabras de Ana María Stuven, “ello concordaba plenamente con la formación intelectual y espiritual de la clase dirigente”, de manera que “constituye también una importante clave de lectura para interpretar tanto los estilos de vida como estos mismos valores” (Stuven, 2000,96).

Durante gran parte del siglo decimonónico, la simbiosis entre catolicismo y estado chileno contribuyó a la identificación de que ser católico era también ser chileno, de modo que la religión fue un elemento de cohesión social para que la élite pudiera conservar la tranquilidad y así imponer su hegemonía.

En suma, esta preocupación por el orden y la tranquilidad se manifestó disciplinando, controlando y excluyendo de la participación política a otros sectores de la sociedad chilena debido a su temor al bajo pueblo, por lo que la clase dirigente “no necesitó imponer su autoridad frente a grupos rivales. Era el grupo llamado naturalmente a gobernar” (Stuven, 2000, 61), y dentro de ella lo integraron fundamentalmente aquellas personas de la llamada generación de 1842: Andrés Bello, José Victorino Lastarria, Francisco Bilbao, José Joaquín Vallejo, Jacinto Chacón, Pedro Félix Vicuña; el grupo de argentinos que se avecindó en Chile por esos mismos años huyendo precisamente de la “falta de consenso” de la élite de su país, entre los que se cuentan Domingo Faustino Sarmiento, Vicente Fidel López y Juan Alberdi, y de la voz de la Iglesia expresada especialmente por el Arzobispo de Santiago, Rafael Valentín Valdivieso. A pesar de discutir y exponer sus ideas en público, estaban, a su vez, muy cercanos al poder (Stuven, 2000, 67).

En última instancia, ante la aprensión hacia el “desorden social”, la élite se embarcó en la edificación de un proyecto republicano. Este proyecto, que congrega una comunidad impregnada de sentimientos y valores, se erige como la piedra angular en la gestación de la identidad nacional moderna chilena. Aunque priorizando la noción de orden, también acentúa su confianza en el progreso, considerándolo una manifestación del “espíritu del tiempo” en su encomienda de estructurar y forjar la entidad nacional. No obstante, en esta empresa se recurrió a una amalgama de elementos que se combinaron en un discurso integral y excluyente. Este discurso, meticulosamente diseñado, persigue configurar una república que se ajuste a los intereses de las clases dirigentes, eximiéndola de cualquier manifestación de vulnerabilidad, exaltando su magnificencia y conceptualizando el presente como un instante de libertad y progresión que inaugura una nueva era.

BIBLIOGRAFÍA

— Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas: reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
— Stabili, María Rosaria. El sentimiento aristocrático. Elites chilenas frente al espejo (1860-1960), Editorial Andrés Bello, Santiago, 2003.
— Stuven, Ana María. La seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 2000.


Imagen: Pexels.

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