Revista Mensaje N° 695: «Cambio de guardia en Washington»

La reciente elección presidencial registró la más alta cota de votación de los últimos 120 años. La alta afluencia a las urnas es, sin embargo, la expresión de una creciente polarización política.

Estados Unidos eligió a Joe Biden como su 46avo presidente. Los sondeos de opinión vaticinaban una cómoda victoria para el candidato demócrata. Pero, en definitiva, fue un resultado bastante más estrecho que lo anticipado por las encuestas. Ambos candidatos batieron récores en cuanto al volumen de votos logrados: Biden con algo más de 80 millones, más de lo que ningún otro aspirante a la Casa Blanca ha alcanzado. Donald Trump, por su parte, obtuvo un macizo resultado con casi 74 millones de preferencias. Si la participación fuese el indicador de la robustez del sistema político estadounidense, cabría extenderle un certificado de óptima salud. Con casi 67 por ciento de los votantes inscritos en el padrón electoral, fue la más alta cota de votación de los últimos 120 años. La alta afluencia a las urnas es, sin embargo, la expresión de una creciente polarización política.

En términos prácticos, lo que cuenta es el número de delegados conseguidos en el colegio electoral, donde el demócrata logró 306 miembros, superando los 270 requeridos para asegurar la presidencia. Fue una victoria inapelable, pese a una serie de infructuosos recursos de los partidarios de Trump ante diversos tribunales estaduales. Pese a su derrota, a nadie escapa la sólida votación lograda por los republicanos, quienes aumentaron en diez millones su caudal en relación con la anterior votación presidencial.

En los comicios de 2016, Trump perdió por casi tres millones de votos frente a Hillary Clinton. Pese a ello, logró la mayoría necesaria en el colegio electoral. En esta oportunidad perdió por seis millones de votos, pero por márgenes estrechos en una serie de swing states, estados pendulares, como los denominan en Estados Unidos. Son estados también llamados “de batalla” por sus resultados impredecibles, como Arizona, Georgia, Pennsylvania o Wisconsin. La desconocida Jo Jorgensen, candidata del Partido Libertario, obtuvo una votación mayor a la diferencia entre Biden y Trump. En Chile, los trumpistas habrían caracterizado a Jorgensen como la encarnación del “cura de Catapilco”, que restó votos claves a Salvador Allende en la elección presidencial de 1958. Se especula que si los votos de Jorgensen, que atrajeron a los enemigos de la intervención económica del Estado, hubiesen favorecido a Trump, éste pudo haber asegurado la reelección para un segundo período de cuatro años.

En lo que toca a los resultados del Congreso, los republicanos siguen en minoría, aunque amentaron su representación. En el Senado está aún por definirse cuál será su composición con los resultados de los comicios del estado de Georgia, que tendrán lugar el 5 de enero venidero. Allí están juego dos sillones que determinarán quién tendrá la mayoría de la cámara alta. Un resultado que gravitará en la capacidad de Biden para nombrar a colaboradores que requieren de la aprobación del Senado, así como para aprobar legislación. En la actualidad los demócratas cuentan con 48 senadores. En caso de lograr los dos curules en disputa en Georgia, se producirá un empate entre ambos partidos, con 50 senadores cada bando, y le corresponderá a Kamala Harris, la Vice Presidenta electa, cargar la balanza hacia los demócratas con el voto dirimente.

EL TRUMPISMO

Dada la aguda pugna política en Estados Unidos, es previsible un complejo cuadro en el balance de los poderes del Estado. Los republicanos cuentan además con una mayoría absoluta en la Corte Suprema, con seis jueces contra tres, instancia que juega un rol de árbitro final en una serie de temas sociales. Pese perder la presidencia, el balance para el Grand Old Party (GOP, como suelen llamar al Partido Republicano) es alentador. Porque, si bien Trump perdió los comicios, el volumen de votos logrado anticipa que el trumpismo se consolida como un fenómeno político gravitante. No solo por el número de votantes que concitó, sino porque logró captar adherentes entre minorías que se le suponían hostiles. Así logró incrementar su voto entre los latinos, especialmente en Florida y Texas. Ganó preferencias entre sectores de mujeres blancas y también aumentó entre mujeres negras, más de un tercio de mujeres asiático-americanas le dieron su voto. También incrementó sus seguidores en la comunidad LGBTQ, donde pasó del 14 por ciento de las preferencias en 2016 a 28 por ciento. Se tiende a asumir que los miembros de minorías discriminadas votan por las candidaturas progresistas. En efecto, lo hacen, pero no en su totalidad. En el caso de los latinos o hispánicos, como los llaman en Estados Unidos, gravitan con fuerza convicciones religiosas conservadoras. Y, claro, las consideraciones económicas están siempre presentes. Bajo el gobierno de Trump, el desempleo bajó en forma considerable, especialmente entre quienes no cuentan con diplomas.

Un elemento central en las contiendas políticas es la demonización del adversario o las campañas que destacan sus aspectos negativos. Los demócratas buscaron imponer la idea de que los que votaban por Trump eran racistas. Los republicanos acusaron a los votantes de Biden de buscar imponer un régimen socialista en el país. Según algunos estudios, las acusaciones ideológicas no gravitaron en demasía. En cambio, las denuncias sobre una creciente desigualdad económica habrían tenido mayor impacto. La empresa General Motors (GM) suele usarse como un ejemplo de lo que ocurre en el país. De allí el dicho que lo que es bueno para GM es bueno para Estados Unidos. Un ejemplo de cómo han cambiado las cosas: en los años sesenta, un miembro del directorio de la empresa ganaba, en promedio, veinte veces más que un trabajador de planta. Hoy, el diferencial entre un ejecutivo en la misma posición y el mismo empleado es de trescientas veces.

El desastre sanitario que vive Estados Unidos a causa del Covid-19 gravitó fuerte contra las aspiraciones de Trump. Estados Unidos, con sus enormes recursos, muestra un cuadro alarmante: 13,2 millones de contagios con 265 mil muertes a finales de noviembre. La actitud errática de la Casa Blanca, que optó por polemizar con las autoridades sanitarias en vez de asumir sus recomendaciones, tuvo, según las encuestas, un impacto negativo para la campaña republicana.

CRISIS DE CREDIBILIDAD

Estados Unidos, en materia de sistema político, se ha presentado como la vara de la virtud. Algo que lo ha llevado a publicar informes regulares sobre los avances y retrocesos del sistema democrático en el mundo. Una suerte de certificados de buena conducta democrática. En este plano, más allá del debate entre ganadores y perdedores, el gran perjudicado del proceso electoral es el prestigio político de los Estados Unidos. Ese capital intangible que algunos han caracterizado como el “poder blando”. Cabe preguntar cómo quienes han juzgado al resto del mundo se evalúan a sí mismos. Está a la vista que el sistema político democrático estadounidense es claramente disfuncional. No cabe compararlo con sistemas autoritarios donde, además de la arbitrariedad, impera una notoria falta de transparencia. En Estados Unidos las falencias están a la vista. La circulación masiva y generalizada de teorías conspirativas a través de redes sociales llevó al expresidente Barack Obama a denunciar el “decaimiento de la verdad” y una cultura de división que “lleva a nuestra a democracia a tambalear al borde de una crisis… Nunca hemos vivido bajo una presidencia que ha ignorado una serie de normas institucionales”. Es una alusión a las acusaciones infundadas de fraude electoral apoyadas por el grueso del Partido Republicano. Las encuestas señalan que la mitad de republicanos consultados creen que Trump fue el ganador legítimo de los comicios y que se le escamoteó la victoria. Es una señal de gravedad extrema, pues los sistemas políticos democráticos, e incluso los autoritarios, descansan en la legitimidad. En el caso de Estados Unidos, el centro de estudios Fund for Peace analiza los “indicadores de cohesión” que consideran varios factores, como el descontento popular, confianza en los organismos de seguridad pública y nivel de antagonismo entre las corrientes y facciones políticas. Estados Unidos registró la mayor caída en cuanto a su cohesión social. Dicho sea de pasada, en 2019, ¿cuál fue el país con la mayor caída? No es necesario buscar en latitudes lejanas, pues Chile ocupó el primer puesto con una abrupta caída en su nivel de cohesión. De vuelta a Washington, ¿qué ha gatillado la profunda crisis de confianza que permite la proliferación de descabelladas teorías conspirativas? Ejemplo: QAnon o Q postula desde la extrema derecha, entre otras teorías, una supuesta trama secreta organizada contra Trump y sus seguidores.​ El propio Presidente saliente es señalado como el autor de unas 20.000 mentiras o imprecisiones deliberadas en sus tuiteos cotidianos.

QUÉ ESPERA AL MUNDO

A lo largo de su campaña electoral, Biden asumió el compromiso de volver al multilateralismo. Claro que con los viejos reflejos de un Washington dominante: “Nos sentaremos nuevamente a la cabeza de la mesa” de los asuntos internacionales, ha adelantado el presidente electo que planea reincorporar a Estados Unidos al Acuerdo sobre Cambio Climático de París del 2015 que fue abandonado por Trump en 2017. Volverá a cooperar con la Organización Mundial de la Salud de Naciones Unidas. Levantará el bloqueo de nombramientos al organismo de apelaciones de la Organización Mundial de Comercio. Antes del asesinato del científico nuclear iraní Mohsen Fakhrizadeh, el 27 de noviembre, se anticipaba que Washington podría reconsiderar un retorno al acuerdo en el que participan la Unión Europea, Rusia y China. Ahora reina la incertidumbre sobre el futuro de las relaciones con Teherán.

Bajo la consigna de “Estados Unidos primero”, el gobierno de Trump inició un repliegue de su presencia mundial. En cierta forma fue postular que, si no puedo dictar las normas, prefiero retirarme. Washington ha buscado salir de Siria y Afganistán, donde ha librado la guerra más larga de su historia, por 18 años. Estas guerras, como las fricciones con otras potencias, han convencido a la elite gobernante estadounidense de que si bien dispone de un considerable poder militar y económico ya no ejerce la hegemonía que gozó durante buena parte del siglo pasado, caracterizado como el “siglo americano”. El previsto retorno a una postura más afín al multilateralismo tradicional será, en estas circunstancias, más una expresión de necesidad que de una vocación. Washington ha podido condicionar a China y Rusia, pero no puede dictarles la conducta que deben seguir. Algo que ha intentado con Irán una potencia media sin lograrlo.

Sin duda las relaciones con la Unión Europea (UE) serán restauradas, pero probablemente no al nivel que alcanzaron bajo el gobierno del presidente Obama. La salida de Gran Bretaña de la UE priva a Washington de un aliado clave en el seno del viejo continente. Es probable que el antiguo sueño europeo de alcanzar un grado de “autonomía estratégica” tenga mejores probabilidades de avanzar. En todo caso, los europeos deben luchar por controlar sus propios demonios, como lo son la falta de unidad política, así como nacionalismos resurgentes que impiden acuerdos que aseguren una conducción coherente largo plazo.

La ausencia de un liderazgo internacional está a la vista de todos con las respuestas descoordinadas ante la pandemia en curso. La urgente movilización ante el avance de los efectos del calentamiento global queda postergada una vez más. Biden tiene la oportunidad de convocar al resto del mundo a una cooperación tras intereses compartidos. Ello exige un genuino multilateralismo y no solo exigencias y amenazas de sanciones. En todo caso, el primer reto para Biden es recuperar la gobernabilidad de su país superando la profunda brecha que divide a los estadounidenses. MSJ

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Fuente: Comentario internacional publicado en Revista Mensaje N° 695, diciembre de 2020.

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