Revista Mensaje N° 705. «Crisis hídrica: Un desafío ambiental y de justicia»

Se requiere una nueva institucionalidad del agua, que considere a los diversos usuarios, planifique oportunamente, acote los mecanismos de mercado a objetivos específicos, y permita una gestión por cuencas y de manera integral.

Los registros históricos de los últimos cien años muestran una significativa y recurrente variación en el nivel de precipitaciones anuales en Chile, con algunos períodos particularmente extremos. Entre estos últimos se cuentan las intensas sequías ocurridas en 1924, de 1968-1969 y de 1998-1999 en la zona central, en las cuales las precipitaciones cayeron a cerca de un 50% de un año normal, aunque sin alterar significativamente la tendencia general.

En contraste, desde comienzo del presente siglo, en particular en la última década, se ha producido una situación algo distinta: una prolongada reducción en las precipitaciones que, aunque menos intensa en años particulares, tiene un impacto mucho mayor en el largo plazo. Si se toma la media de las precipitaciones en Santiago en el periodo 1991-2020 comparándola con el período 1981-2010, según datos de la DGA, hay del orden de 16% menos de lluvia por año, promedio determinado fundamentalmente por el período entre 2010 y 2020.

Esta sequía persistente coincide con un aumento relevante en las temperaturas medias de la zona central de Chile. Según el análisis del Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR2) usando datos de la Dirección Meteorológica de Chile, en el período 2010-2014 la mayoría de las estaciones meteorológicas en el valle central y la precordillera presentaron temperaturas medias y máximas entre 0,5 y 1,5°C por encima de la normal del período entre 1970 y 2000.

La prolongación en el tiempo de las bajas precipitaciones, junto con el aumento sostenido en la temperatura, sugiere que estos cambios en las condiciones climatológicas se enmarcan en el fenómeno mayor del cambio climático global, confirmando las proyecciones que científicos chilenos realizaron hace más de una década apoyados en modelos climáticos. Situaciones similares se han observado en otras zonas de mundo, agudizando la aparición de fenómenos climáticos extremos.

A esta reducción en la disponibilidad de agua se suma un problema de distribución entre territorios, usos y comunidades. Según un trabajo del Centro de Producción del Espacio de la UDLA, el 1% de los titulares de derecho de aguas consuntivos concentra alrededor del 80% del volumen total disponible en el sistema. Se estima también que más de doscientas mil personas son abastecidas en Chile por camiones aljibe. En zonas como la provincia de Petorca, mientras una parte importante de la población debe abastecerse con camiones aljibe, se produce cerca de un 30% de las paltas del país. En Chile, datos de la FAO del 2015 muestran que aproximadamente el 70% del consumo de agua es para agricultura, el 10% es para minería e industria, y del orden de 12% para agua potable. El mayor uso de las actividades productivas en algunas localidades ha afectado algunos usos humanos más inmediatos.

UN DESAFÍO DOBLE

El desafío del agua es, por lo tanto, doble. No solo nos enfrentamos (especialmente, en la zona central) a una reducción en la disponibilidad total de agua, sino que además estamos viviendo un problema importante de distribución que conlleva crisis y conflicto.

Si consideramos que las últimas proyecciones elaboradas por el Panel Internacional para el Cambio Climático (IPCC) muestran que los cambios experimentados se mantendrán y probablemente se agudizarán, no se debe tener esperanza de encontrar la solución por medio de una mayor disponibilidad del recurso. Más aún, de no haber cambios sustantivos en las emisiones globales, la situación podría ser aún peor en la medida que no se logre limitar el aumento medio de la temperatura de la tierra a 1,5°C. En ese caso, se espera que las alteraciones climáticas sean aún mayores. Es poco, sin embargo, lo que Chile puede hacer en términos de esfuerzos por mitigar el cambio climático, aportando en la reducción global de emisiones, dado que las emisiones nacionales son menos del 0,3% de las emisiones globales.

La realidad de la transformación en los patrones climáticos habituales en Chile es, por lo tanto, ineludible: no hay alternativa sino hacer frente a los efectos concretos que traerá y adaptarse lo mejor posible a ellos. Las opciones para enfrentar el desafío del agua son múltiples y diversas, pero se puede distinguir dos dimensiones fundamentales: por una parte, las políticas públicas y la gestión y, por otra, las soluciones tecnológicas. Aunque distinguibles, estas dimensiones están estrechamente relacionadas.

DESALAR, EMBALSAR, DISTRIBUIR

En términos de desarrollo técnico, la solución más recurrente en Chile ha sido capturar agua desde diversas fuentes directamente para los usos requeridos.

La minería se ha destacado por usar la desalación como solución a sus requerimientos de agua. Hoy en día, hay cerca de una decena de desaladoras operando para el sector minero y también algunas plantas impulsoras de agua de mar, las que proveen más de 20% del agua usada en la minería. Hay también desaladoras para otros usos, con lo que el número total en el país es del orden de veinticinco unidades en funcionamiento y de cerca de veinte proyectos en diversas fases de desarrollo.

Los embalses han sido la solución técnica tradicional para la demanda agrícola (la más significativa en cantidad) y también para consumo humano, pero su desarrollo no ha ido a la misma velocidad que el cambio en los requerimientos. Un reciente plan anunció la construcción de veintiséis nuevos embalses, sumándose a los sesenta embalses existentes. Sin embargo, la realidad del cambio climático aminora el beneficio que estos representan, pues actualmente están, en general, muy por debajo del 50% de su capacidad.

También han surgido alternativas tecnológicas enfocadas básicamente en la distribución del agua: las carreteras hídricas que traerían agua desde la zona sur, ya sea tomando el agua directamente del río o desde las desembocaduras de estos. Si bien los acueductos como solución tecnológica para traslado de agua a larga distancia son una tecnología tradicional usada desde hace miles de años en el mundo y con amplia experiencia en Chile, el traslado desde cuencas distantes y en cantidades muy grandes es aún algo nuevo que requerirá estudios y análisis.

Por último, las tecnologías de eficiencia en el uso del agua también juegan un papel importante y se ha avanzado mucho en Chile, aunque aún hay mucho avance posible. En agricultura, la utilización del riego tecnificado ha permitido un uso mucho más eficiente del recurso y la minería también ha hecho esfuerzos considerables, reduciendo su consumo unitario. A nivel del consumo humano, también ha habido avances con la incorporación en el mercado de equipos que ahorran agua en los usos domésticos o por la reutilización de las aguas residuales tratadas.

ASUMIR LOS IMPACTOS DE LAS SOLUCIONES

La breve revisión anterior muestra que en Chile se han hecho esfuerzos para incorporar tecnologías y prácticas que permitan una mayor disponibilidad y un mejor uso del agua, y que múltiples actores buscan avanzar aún más en esa dirección. Sin embargo, ninguna de estas soluciones está exenta de dificultades ya sea en las dimensiones económicas, sociales o ambientales. En el caso de la desalación, por tomar un ejemplo, la generación de salmuera (agua con muy alta concentración de sales) ha sido cuestionada por sus impactos ambientales. De igual forma, se argumenta contra el uso de carreteras hídricas o incluso de embalses, sobre todo, de los grandes. Tomar en cuenta y hacerse cargo de la variedad de impactos, positivos o negativos, es imperativo para el largo plazo.

Dado lo anterior, se releva la importancia de las políticas públicas y la gestión para lograr los resultados que se busca en términos de acceso, seguridad y asequibilidad del agua. La política pública en Chile ha sido en general reactiva con poca anticipación a la evolución de las condiciones sociales, económicas o ambientales y, en buena medida, orientada a las soluciones a situaciones específicas con poca visión de conjunto.

En parte importante esto surge porque el agua opera como un bien que en la práctica es “privado” y que funciona con reglas de cualquier mercado, por lo que no son integradas todas las dimensiones ni se dispone de criterios generales que permitan tomar decisiones orientadas al mayor beneficio para los habitantes. Si bien hay varias instancias de decisión colectiva en el manejo del agua (asociaciones de canalistas, por ejemplo), no hay una gestión integrada para todos los usos y fuentes, ni para el desarrollo el recurso.

Si bien el Código de Aguas define al agua como un bien nacional de uso público, establece el derecho como un bien privado, lo que promueve que la regulación se enfoque en “mercado del agua”, aunque hay algunos mecanismos que tratan de mejorar su funcionamiento, como el pago por “no uso”. Además, la institucionalidad que afecta la gestión del agua no está bien articulada, lo que dificulta la gestión integral y la fiscalización.

La presión por otro tipo de enfoque de las políticas ha ido creciendo, al punto de que en el debate constitucional uno de los temas más recurrentes ha sido el marco para la gestión del agua. En un contexto cada vez más incierto dado el cambio climático, es necesario pensar una institucionalidad capaz de ser integral a la vez que flexible.

Si bien las modificaciones específicas serán complejas y probablemente serán parte de un proceso de largo aliento, hay ciertas indicaciones más o menos claras de los tipos de cambio que son necesarios y que nos obligan a salir del paradigma actual.

Es necesario hacer una gestión integrada de los recursos hídricos —por cuenca, como es en la mayor parte de los países— con autoridades capaces de tomar decisiones de asignación, basándose no solo en consideraciones económicas, sino que considerando a los diversos usos y usuarios, y de planificar de manera integrada, buscando las soluciones que sean las más efectivas y consideren todas las dimensiones. Esto no es solamente un desafío sectorial, pues es una forma de hacer políticas y de gestionar que no es común en la práctica nacional. El uso del mecanismo de mercado debe acotarse a ciertos objetivos específicos y se debe desarrollar los mercados de un modo que evite situaciones de concentración como las que han sido observadas en Chile.

Estas orientaciones se deberían convertir en transformaciones profundas en el largo plazo y en ese proceso no se puede olvidar que la participación de la ciudadanía es esencial. No solo se deberá contar con participación para dar sostenibilidad a los cambios y para que se recoja sus inquietudes y experiencias, sino porque el comportamiento de las personas es parte también del desafío, pues gran parte de los impactos surgen de millones de decisiones individuales que se toman cotidianamente.

El desafío del agua es complejo y no se puede enfrentar con soluciones simplistas, pero avanzar lo antes posible hacia estas soluciones es un imperativo que no ya no se puede postergar. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 705, diciembre de 2021.

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