Revista Mensaje N° 705. «San José en la teología cristiana»

Él es testigo de que el Hijo se ha vuelto verdaderamente hombre, con su historia de crecimiento y su arraigo en una cultura y familia concretas. Y, con María, ambos son signo de que mujer y varón son ayuda mutua. José es, por último, modelo para todos quienes hemos sido llamados a participar de la familia de Dios.

Afines de 2020, el papa Francisco convocó a un “Año de San José” con ocasión del 150° aniversario de la declaración del Papa Pío IX que hizo al esposo de María Patrono de la Iglesia universal. Este año celebrativo se extendió hasta este 8 de diciembre. Sobre su figura, ofrezco algunas reflexiones personales a partir de las valiosas ponencias presentadas en la X Semana Teológica realizada recientemente por la Arquidiócesis de Antofagasta, la Universidad Católica del Norte y la Conferencia de Religiosos y Religiosas de esa ciudad (1).

Una primera cuestión es destacar que, pese a las pocas palabras que la Escritura le dedica, la figura de san José es enormemente significativa para la fe de la Iglesia, como lo muestra su presencia en la religiosidad popular y en la espiritualidad de muchos creyentes. En los evangelios se le presenta primero como prometido y luego como esposo de María. Es de la familia de David. Es de profesión carpintero, esto es, alguien que trabaja en la construcción. Parece que Jesús heredó de él su oficio. En el evangelio de Mateo, recibe mensajes de Dios en sueños para que acepte a María como esposa, para huir a Egipto y luego para volver a Israel. El nacimiento de Jesús en Belén se debe a que era la ciudad de José.

San José es una figura relevante en los desplazamientos de la Sagrada Familia en sus primeros años (también es suya, según Mateo, la decisión de instalarse en Nazareth a la vuelta de Egipto; cf. Mt 2, 22-23). Lucas lo sitúa en la visita al Templo de Jerusalén, cuando él y María encuentran a Jesús entre los maestros (cf. Lc 2, 48). Para el segundo sumario del crecimiento de Jesús en Nazareth, sin embargo, se menciona solo a su madre, que “conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lc 2, 51). En las narraciones de la vida adulta de Jesús, José ya no aparece más: a Jesús se le tiene por hijo del carpintero, pero, cuando lo buscan sus parientes, Marcos únicamente menciona a su madre y sus hermanos (cf. Mc 3, 31).

En estas breves alusiones bíblicas a su figura, san José aparece asociado a algunas características que luego serán relevantes también en el ministerio público de Jesús. José es imagen del cuidado de la frágil existencia de María y Jesús recién nacido. También Jesús, más tarde, estará particularmente atento al cuidado de sus discípulos (cf. Mc. 6, 31), de la mujer viuda (cf. Lc 7, 12-13), de los niños indefensos (cf. Mt 18, 5-6) y de la mujer condenada a muerte (cf. Jn 8, 1-11). Como se ha dicho, a José se asocian también los desplazamientos de la Sagrada Familia en sus primeros años: a Belén, a Egipto, a Nazareth, la peregrinación a Jerusalén. La itinerancia será también característica del ministerio de Jesús, pues “el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20).

La devoción cristiana intentó desde muy temprano, mediante escritos y leyendas, completar estas escasas informaciones de la Escritura acerca de san José. Al mismo tiempo, consideró esta concisión de noticias como reflejo de su carácter: hombre silencioso y humilde. Aquí, sin pretender decir más que los evangelios, presentamos algunos aspectos de la figura de san José que parecen importantes para la reflexión teológica cristiana. El primero, sin duda el más relevante, atañe a la cristología. Los siguientes, más pequeños, podrían situarse en la antropología y en la eclesiología.

LA HOMINIZACIÓN DEL HIJO

En comparación con los demás seres vivos, el ser humano requiere un largo tiempo de desarrollo hasta llegar a ser un individuo autovalente y adulto. Es cierto que el cristianismo reconoce la plena dignidad de cada ser humano ya desde el primer momento de su existencia. Pero esto no niega que la persona se va manifestando como tal y va creciendo por su desarrollo espiritual e intelectual, por la maduración de su conciencia moral, por su incorporación a redes familiares y sociales, entre otros factores. No queda absolutamente determinada por su “naturaleza”: entabla una cierta relación con esa su naturaleza, de la que no puede distanciarse absolutamente, pero que tampoco lo hace mero ejecutor de instintos y reflejos. Su propia historia va forjando a la persona. El ser humano, digno de respeto y cuidado desde el primer momento, tiene que llegar a ser humano. Y lo llega a ser de una forma particular, no solo dependiendo de su herencia genética, sino también de su historia y, en especial, de su historia temprana.

El Credo de Nicea-Constantinopla proclama que el Hijo “por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre [et homo factus est]” (2). Pareciera que no basta asumir la carne humana; hay que llegar a ser humano. Y esto acontece no solo por la concepción, sino por medio de una historia y de una familia. El  de María, preservada del pecado original en virtud de los méritos de su Hijo, es fundamental para la Encarnación de la Palabra eterna del Padre. Pero es la Sagrada Familia completa la que introduce al Hijo —por la sangre, pero también por la cultura— en el pueblo de Israel y le da arraigo en él. Según las genealogías de Mateo y Lucas, de José le viene a Jesús el título “hijo de David”. Jesús ora con las oraciones de su pueblo, conoce sus Escrituras y practica su religión, aprendida en familia. Jesús, en su vida pública, es reconocido como galileo y nazareno.

Por su parte, las parábolas de Jesús hablan de su conocimiento del mundo del trabajo. Conoce las labores usuales de las mujeres al interior del hogar, como limpiar (cf. Lc 15, 8) o hacer pan (cf. Mt 13, 33). Utiliza también imágenes propias de la profesión que se atribuye a él y a José: conoce la importancia de poner atención al terreno en que se construye (cf. Lc 6, 46-49) o de calcular previamente los costos de la construcción (cf. Lc 14, 28-30). Pero conoce también el trabajo agrícola (cf. Mt 13, 3-32; 20, 1-16), la pesca (cf. Mt 13, 47-50), el pastoreo (cf. Mt 18, 12-14) y la administración de bienes ajenos (cf. Mt 25, 14-30; Lc 16, 1-15). Seguramente, Jesús no habrá tenido experiencia propia de todos estos trabajos, pero es probable que algunos los haya conocido bien, sea por María y José, sea por otros familiares y amigos.

Por todo esto, san José participa de ese largo crecimiento de Jesús, que lo incorpora a su pueblo y cultura y, así, al género humano. José es parte fundamental del entorno que permite que un recién nacido crezca y se desarrolle humanamente. El Hijo eterno del Padre se hizo humano —esto es, se hominizó—, respetando la ley de la gradualidad propia de nuestro ser histórico. La teología cristiana notó temprano la relevancia de esto. Así, en el siglo II, escribe Ireneo que el Hijo de Dios “no rechazó ni reprobó al ser humano, ni abolió en sí la ley del género humano, sino que santificó todas las edades al asumirlas en sí a semejanza de ellos. Porque vino a salvar a todos: y digo a todos, es decir, a cuantos por él renacen para Dios, sean bebés, niños, adolescentes, jóvenes o adultos. Por eso quiso pasar por todas las edades: para hacerse bebé con los bebés, a fin de santificar a los bebés; niño con los niños, a fin de santificar a los de su edad, dándoles ejemplo de piedad, y siendo para ellos modelo de justicia y obediencia; se hizo joven con los jóvenes, para dar a los jóvenes ejemplo y santificarlos para el Señor; y creció con los adultos hasta la edad adulta, para ser el Maestro perfecto de todos, no solo mediante la enseñanza de la verdad, sino también asumiendo su edad para santificar también a los adultos y convertirse en ejemplo para ellos. Enseguida, asumió también la muerte, para ser ‘el primogénito de los muertos, y tener el primado sobre todos’ (Col 1,18), el iniciador de la vida (Hech 3,15), siendo el primero de todos y yendo adelante de ellos” (3). José participa de esta hominización progresiva que nos ha traído la salvación. Nos revela que el Hijo de Dios, al encarnarse y tomar nuestra humanidad, ha querido hacer el camino completo que significa nuestra existencia.

LA «AYUDA ADECUADA» PARA MARÍA

Un segundo aporte de la figura de san José a la teología, ciertamente más pequeño que el anterior, podría vislumbrarse en la antropología. Mientras el primer relato de creación del Génesis presenta el surgimiento de varón y mujer en estricta simetría (cf. Gen 1, 27), del segundo relato podría interpretarse una cierta prioridad del varón, para quien Dios crea en la mujer una “ayuda adecuada” (Gen 2,18). Evidentemente, los contextos socioculturales en el origen de estos relatos han dejado aquí su huella.

Los evangelios destacan, mediante el nacimiento virginal de Jesús, que aquí hay un verdadero nuevo comienzo. Pablo presenta a Cristo como un nuevo Adán o un Adán final (cf. Rom 5, 12; 1Cor 15, 45). Al hilo de lo anterior, los Padres de la Iglesia presentarán a María como una nueva Eva: a la desobediencia de la primera se opone la obediencia de la segunda. Por eso es interesante que en este nuevo comienzo sea María quien requiera una “ayuda adecuada” para su misión.

Según Mateo, José también parece desconcertado con la noticia del embarazo de María y duda acerca de si debiera dejarla en privado (cf. Mt 1, 19). Sin embargo, la palabra que recibe en sueños, más que imponerle una dirección, parece querer disipar sus miedos (“José, hijo de David, no temas tomar contigo a María…”; Mt 1, 20). Y tal palabra no encuentra en José incomprensión, sino presteza para acogerla.

Dios da a María la “ayuda adecuada” por medio de José. No es que solo la mujer sea ayuda para el varón, sino que ambos se ayudan mutuamente. Jesús igualará las responsabilidades del varón y la mujer en cuanto al matrimonio (cf. Mt 19, 1-9). Pablo —aunque en otros textos reflejará las concepciones tradicionales de su tiempo— destacará que, entre los bautizados, ya no hay diferencia entre varón y mujer, pues “todos ustedes son uno en Cristo” (Gal 3,28). La disposición de José muestra que, en el nuevo orden que Cristo inaugura, la relación entre los sexos no está dada por la dominación de uno sobre otro, sino por el amor y la colaboración.

HAY VÍNCULOS MÁS FUERTES QUE LA CARNE Y LA SANGRE

Distintos textos del Nuevo Testamento dan a entender que Jesús era tenido por hijo de José, si bien, en realidad, no lo era según la carne (cf. Mt 1, 16.18-20; Lc 1, 34; 2, 48-49; 3, 23). Así también, en el relato de la subida a Jerusalén cuando Jesús tenía 12 años, su madre le reprocha: “Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 1, 48). Pero Jesús rebate: “¿No sabían que debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 1, 49) Parece así que el rol paternal de José queda aminorado.

No es que Jesús haya despreciado los vínculos familiares. Antes bien, los recuerda entre los mandamientos a cumplir. Además, María parece haber acompañado la itinerancia de su hijo durante su vida pública (en Juan, por ejemplo, desde el primer signo hasta la cruz). Y, sin embargo, Jesús ha relativizado en su enseñanza algunos deberes respecto a los padres, sobre todo cuando dificultan su seguimiento (cf. Lc 9, 59-62). Cuando una mujer, al parecer maravillada por la predicación de Jesús, exclama “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27), Jesús rebatirá que escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica es más importante. Una respuesta similar aparece en los tres sinópticos cuando le dicen que lo buscan su madre y sus hermanos. En otro lugar, felicita a Pedro por su confesión de fe que no le ha revelado “la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt 16, 17). Juan Bautista ridiculiza el orgullo de fariseos y saduceos por ser de la descendencia de Abraham, pues Dios puede sacar de las piedras hijos del patriarca (cf. Mt 3, 9). El Resucitado, a su vez, llama hermanos suyos a sus discípulos (cf. Mt 28, 10; Jn 20, 17). Como se ve, hay para Jesús vínculos que son más fuertes que la carne y la sangre. Este es el tipo de vínculo que Jesús tuvo en lo más íntimo de su familia con José. En José, Jesús conoció a uno que quiso hacerse padre del que no era su hijo. Tal vez, de él aprendió que la pregunta no es quién es mi prójimo, sino de quién me vuelvo prójimo con mi comportamiento (cf. Lc 10, 29-37).

Este tipo de vínculo, que no procede de los genes, sino de la fe, se volvió constitutivo de la comunidad de los discípulos de Jesús. El bautismo es el nuevo nacimiento para quienes recibieron la Palabra, los que “no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1, 13). Por eso, entre los cristianos ya no hay “extraños ni forasteros”, sino solo “conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2, 19). En esa familia, Cristo es el “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29). MSJ

(1) Se efectuó entre el 4 y el 8 de octubre. El padre Eduardo Pérez-Cotapos ss.cc. presentó “El hombre justo: San José en la Sagrada Escritura”. El padre Luis Migone profundizó en la carta del papa Francisco, Patris corde, publicada al comenzar este Año de san José. La hermana española Margarita Saldaña profundizó en el significado espiritual de san José, mientras que el padre asuncionista Juan Carlos Marzolla abordó aspectos de la Doctrina Social de la Iglesia. Finalmente, el profesor Federico Aguirre expuso acerca de la presencia de san José en la religiosidad popular.
(2) DH 150; cf. DH 125. La palabra latina homo evidencia que el punto aquí no es que el Hijo se hizo varón, sino humano.
(3) Ireneo de Lyon, Adversus haereses II, 22, 4. Traducción de Carlos Ignacio González: Contra los Herejes. Exposición y refutación de la falsa gnosis, Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima (Lima 2000), 181.

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 705, diciembre de 2021.

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