Revista Mensaje N° 706. «El legado y liderazgo de Desmond Tutu»

Uno de sus aspectos notables fue su capacidad para reinventarse una y otra vez, y entender que, tras una nueva Sudáfrica, no se detenía la lucha por una sociedad más justa tanto en su patria como en el resto del mundo.

Nos ha dejado Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz, quien fuese Arzobispo de Ciudad del Cabo y máxima autoridad de la Iglesia anglicana de Sudáfrica. Un gigante entre gigantes, su partida deja un enorme vacío en un mundo convulsionado, en que figuras de su autoridad moral y espiritual no abundan. Así como Nelson Mandela fue el ícono de la lucha contra el apartheid desde su celda en la prisión en Robben Island, primero, y como arquitecto de la nueva Sudáfrica, después, Tutu fue el campeón de esa lucha en los limitados espacios de libertad en la vida pública sudafricana que el régimen de la minoría blanca le permitía, dada su investidura. Después, como presidente de la Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR) de Sudáfrica (1996-1998), inspirada en parte en la experiencia chilena, jugaría también un papel decisivo en confrontar los abusos cometidos por el apartheid, así como en promover la reconciliación en la llamada “nación del arcoíris” (término acuñado por él), por su enorme diversidad étnica, lingüística y religiosa.

Aún recuerdo la imponente ceremonia religiosa en la Catedral de San Jorge en Ciudad del Cabo en un soleado día de 1996 en que se oficializó su retiro como arzobispo, para dedicarse a la labor de la CVR. Ante las numerosas personalidades sudafricanas e internacionales que llenaban la nave de esa majestuosa iglesia, comenzó sus palabras, como acostumbraba, con su habitual sentido del humor: “Camino acá, esta mañana, alguien me gritó: ‘Ahí va la Pantera Rosa’”, apelativo que se había ganado por su colorida indumentaria eclesiástica y la inconfundible figura que proyectaba dondequiera que fuera.

A muchos les chocaba esta informalidad y sentido del humor, las más de las veces dirigido en contra de sí mismo, por parte de una autoridad de la Iglesia anglicana y figura mundial de esa envergadura. Sin embargo, en buena parte el secreto del éxito de Tutu radicaba en esa capacidad para conectarse con el público y con sus interlocutores, al reírse de sí mismo y de otros. Se mofaba hasta del apartheid, diciendo: “Los blancos dicen que aquellos que combatimos la discriminación racial los queremos echar todos al mar. Se olvidan que el apartheid no nos permite ni siquiera usar las playas. ¿Cómo llegaríamos al mar?”.

En mis años en Sudáfrica durante la presidencia de Nelson Mandela (1994-1999), tuve el privilegio de conocer de cerca al arzobispo Tutu y nunca cesó de asombrarme su personalidad, espontaneidad y encanto, que le abrieron las puertas de presidentes y monarcas del mundo entero, no digamos ya del corazón de la abrumadora mayoría de los sudafricanos. Al saludar a mi esposa Norma, a quien él le tenía mucho afecto, siempre le exigía un segundo beso, diciéndole: “Como se estila en Europa”. Campeón de los derechos humanos dondequiera que fuese, tenía un sentido innato para identificar ese punto de encuentro de los valores del cristianismo, de la democracia y de la tolerancia mutua, algo clave en todas partes, pero especialmente en sociedades tan diversas y heterogéneas como la sudafricana. En un mundo en que el fundamentalismo en muchas creencias religiosas aparece como antitético al “otro”, esta actitud ecuménica de Tutu es especialmente rescatable. Lo mismo vale para su capacidad innata para expresar en forma sucinta verdades profundas: “No levantes la voz; mejora tu argumento”; “Ser neutral en situaciones de injusticia, significa tomar el lado del opresor”, están entre muchos de los decires que acuñó, como comunicador innato que fue.

NUEVOS PARÁMETROS EN JUSTICIA TRANSICIONAL

Dado que la mayoría de los dirigentes del Congreso Nacional Africano y otros partidos de oposición estaban presos en esos años, Mandela dijo alguna vez, y no sin razón, que Tutu era “el enemigo número uno de los poderes establecidos”. Y poca duda cabe de que fue la lucha por democratizar Sudáfrica y terminar con el régimen de la minoría blanca lo que definiría su vida y trayectoria. La culminación de ello sería su labor a cargo de la CVR de Sudáfrica, que abriría brecha y establecería nuevos parámetros en materia de justicia transicional, dándole un nuevo impulso a toda una disciplina que ha florecido desde entonces.

Dicho esto, y más allá de esta causa primordial, un aspecto notable de Tutu fue su capacidad para reinventarse una y otra vez, adaptarse a nuevas circunstancias, y entender que, lejos de haber terminado con el establecimiento de la nueva Sudáfrica, con todo lo importante que ello era, la lucha por una sociedad más justa tanto en su patria como en el resto del mundo no se detenía. Aún recuerdo habérmelo encontrado en Nueva Delhi en una conferencia en el año 2006, y él comentarme la gran batalla que estaba dando al interior del Congreso Nacional Africano por evitar que Jacob Zuma, a quien consideraba un político corrupto sin remedio, fuese el próximo presidente de Sudáfrica, batalla que perdió, con las consecuencias de todos sabidas (Zuma está preso hoy, condenado por múltiples acusaciones de fraude al fisco).

La trayectoria de Tutu ofrece importantes lecciones sobre lo que constituye una vida bien vivida. De padre xhosa (la misma etnia de Mandela y Mbeki) y madre motswana, era de origen modesto y se hizo a pulso. De hecho, el apartheid lo marcó a tal punto que lo llevó a cambiar de profesión. Sus estudios superiores iniciales los hizo en Pedagogía, recibiéndose de profesor, y ejerciendo como tal por varios años. Sin embargo, la aprobación de la Ley de Educación Bantu en 1953, que consagró la discriminación en materia educativa, creando, en efecto, dos sistemas educacionales, uno para los blancos y otro —mucho más rudimentario— para todos los demás, lo llevó a poco andar a dejar la enseñanza y a estudiar Teología. Fue así que inició una carrera notable que lo llevaría a ocupar los cargos más altos en la jerarquía de la Iglesia anglicana en Sudáfrica, en muchos casos siendo el primer no blanco en hacerlo. Incluso, en 1986, el ser investido como Arzobispo de Ciudad del Cabo y mudarse a la residencia arzobispal en Bishopscourt, uno de los barrios residenciales mas exclusivos de la ciudad, en los faldeos de la Montaña de la Mesa, lo hizo técnicamente en violación de la ley, ya que se trataba de una zona exclusivamente para blancos, y lo hizo sin pedir el permiso correspondiente.

Y la razón por la cual le fue conferido el Premio Nobel de la Paz en 1984 fue por su auspicio de la resistencia pacífica como la mejor manera de combatir el apartheid, pero sin por ello dejar de defender a aquellos que escogían otro camino. En 1976 le envió una carta pública al gobierno en Pretoria, advirtiendo que, de no terminar con el sistema del apartheid, la violencia se entronizaría en el país. Pocas semanas después se produciría el estallido de Soweto, el barrio negro en el Sur de Johannesburgo, que marcaría todo un hito en la resistencia al régimen y que sería violentamente reprimido.

Tutu tuvo un enfoque propio para realizar oposición a lo que consideraba una situación insostenible. Creó un espacio que incluía tanto cumplir sus deberes con sus feligreses, como aquellos con Sudáfrica como un todo; funciones en la Iglesia anglicana en su país y en su ministerio universal, alternando estudios en King’s College, Londres, y en Sudáfrica, así como ocupando cargos internacionales y otros de carácter nacional. Desarrolló un interés especial en la teología negra surgida en los Estados Unidos y la teología africana, no sin tener muy claro lo que había ocurrido en África bajo el colonialismo. Como lo puso alguna vez: “Cuando los misioneros llegaron a África, ellos tenían la Biblia, y nosotros teníamos la tierra. Ellos dijeron: ‘Recemos’. Cerramos nuestros ojos. Cuando los abrimos, nosotros teníamos la Biblia, y ellos tenían la tierra”.

ESTIRANDO LA CUERDA AL LÍMITE

En varias ocasiones, el gobierno sudafricano le quitó su pasaporte, pero ya a esa altura el perfil internacional de Tutu era tal que los costos de privarlo de viajar eran mayores que el no hacerlo, y fue por períodos cortos. Nunca se dio por vencido y, aunque siempre calibró bien sus intervenciones, llegó a compartir podios en eventos públicos con Winnie Mandela y a ofrecer las exequias en el funeral de Steve Biko, padre de la noción de “Conciencia Negra”, asesinado brutalmente por la policía, pasos que algunos liberales consideraban demasiado osados. Pero así demostró su liderazgo, “estirando la cuerda” al límite y probando hasta dónde podía llegar. Fue un abierto partidario del boicot económico internacional a Sudáfrica (que muchos creen que fue efectivo), pero siempre estuvo dispuesto al diálogo con aquellos que pensaban en forma distinta, sin por ello dejar de llamar “al pan, pan, y al vino, vino”. En 1984 fue recibido por el presidente Ronald Reagan en la Casa Blanca, en lo que terminó siendo una reunión infructuosa; Tutu después describiría a Reagan como “un racista puro y duro”.

Y una vez liberado Nelson Mandela en 1990, Tutu, quien lo recibió de inmediato en su residencia en Ciudad del Cabo, haría de mediador entre las numerosas facciones que se disputaban la primacía y luchaban por representar a la mayoría negra en lo que sería el primer gobierno democrático electo en 1994. Su principal labor, sin embargo, la vendría a realizar con Mandela ya de presidente.

UNA COMISIÓN PARA LA VERDAD Y LA RECONCILIACIÓN

Aún antes de la elección de Mandela en abril de 1994, el qué hacer respecto de las violaciones de derechos humanos cometidas bajo el apartheid estaba sobre la mesa. Para algunos, lo mejor era un “borrón y cuenta nueva”. Otros entendían que ello no era posible. Alex Boraine, un ministro metodista que dirigía IDASA, una oenegé en Ciudad del Cabo, era partidario de establecer una Comisión de Verdad y Reconciliación, como lo había hecho Chile, y había organizado un seminario sobre el tema en febrero de ese año, al que asistió el jurista chileno, integrante de la Comisión Rettig, José Zalaquett. El Ministro de Justicia del nuevo gobierno sudafricano, Dullah Omar, era partidario de ello, pero ni el gobierno ni el partido de Mandela, el Congreso Nacional Africano (que veía esto con cierto recelo), se habían pronunciado al respecto.

Al presentar mis credenciales a Mandela, sin embargo (el primer embajador en hacerlo), tuve ocasión de conversar in extenso con él sobre la utilidad de una CVR, lo importante que esta instancia había sido en Chile en ayudar a superar los traumas dejados por la dictadura, y el grado al cual una Comisión de ese tipo representaba una solución intermedia entre la amnistía total (a la uruguaya) y tribunales especiales tipo Nuremberg (a la argentina). Tanto le interesó el tema a Mandela que me pidió antecedentes por escrito al respecto, los que le hice llegar por medio de un detallado resumen ejecutivo de ochenta páginas en inglés del informe de la Comisión Rettig.

En junio de ese año, Boraine organizó otro seminario de IDASA sobre el tema en Ciudad del Cabo, en el que participó el expresidente Patricio Aylwin, compartiendo sus perspectivas sobre la experiencia chilena en la materia, así como el Ministro de Justicia Omar. Poco después, se presentaría un proyecto de ley para establecer una CVR en Sudáfrica. Este se aprobaría a fines de 1995 y la Comisión comenzaría a funcionar en 1996. El vicepresidente de la misma sería Boraine y su presidente, Desmond Tutu.

Y debo confesar que, al comienzo, no dejé de sorprenderme por la mise en scene de las vistas públicas de la Comisión (la realización de ellas marcó una importante diferencia con la CVR chilena, que no las tuvo). Muchas de ellas se realizaban en iglesias, y Tutu las inauguraba con rezos y oraciones. Para alguien como yo, criado y educado de acuerdo con los principios del Estado laico y la separación entre la Iglesia y el Estado, ello me chocó. Me pareció que Tutu estaba imponiendo sus creencias religiosas en un contexto en el cual ello no correspondía. Sin embargo, a poco andar, entendí lo que ocurría.

Para muchos de los llamados a testificar en estas vistas, víctimas o parientes de las víctimas de las violaciones de derechos humanos, el hablar en público sobre hechos tan personales y dolorosos no era fácil. Menos aún lo era en un país en que para la población de color denunciar hechos cometidos por blancos había sido tabú. Dada la profunda religiosidad de la población africana, el marco religioso de las vistas de la CVR cumplía un propósito apaciguador: los testigos se sentían cómodos en un ambiente familiar, que les recordaba sus misas dominicales. La presencia de Tutu en muchas de estas vistas también era reconfortante.

Con un vasto equipo de trescientas personas, sedes en cuatro ciudades (Johannesburgo, Ciudad del Cabo, Durban y Port Elizabeth), un presupuesto de 35 millones de dólares, vistas públicas, con poder de citación a testigos (algo de lo cual la CVR chilena carecía) y amplia cobertura mediática (las actividades de la CVR muchas veces encabezaban los principales noticieros de la radio y la televisión), la CVR sudafricana, que llevó a cabo su labor en dos años y medio, y entregó un informe de cinco tomos a fines de 1998, fijó un nuevo standard en la materia. A comienzos de los 2000, la CVR peruana no tomó como referencia la experiencia chilena, sino que la sudafricana, plasmada en parte en un libro del propio Tutu, No hay futuro sin perdón (1999), en que plantea una visión muy cristiana sobre el proceso de reconciliación. Ello implica un reconocimiento de los abusos cometidos por parte de quienes los perpetraron, una disposición a perdonar lo cometido por parte de las víctimas, así como un deber de restitución a las víctimas por el daño causado por parte del Estado.

Nada de eso significa que Sudáfrica haya superado todos sus problemas, ni que no enfrente enormes desafíos hoy. Pero el trágico peso de los abusos del apartheid fue al menos en parte aligerado gracias a la gran tarea llevada a cabo por Tutu a cargo de la CVR. Y, lejos de retirarse a sus cuarteles de invierno, como podría haber hecho en ese momento, en una edad en que muchos lo hacen, durante las siguientes dos décadas se mantuvo tan activo como siempre. En Sudáfrica, denunciando las falaces políticas del gobierno de Thabo Mbeki, quien sucedió a Mandela, los estragos que causó el sida en el país y luego la corrupción rampante bajo la presidencia de Jacob Zuma. En política internacional, oponiéndose a la invasión de Irak en 2003 y defendiendo los derechos del pueblo palestino. En materia de derechos humanos, continuando su tradicional defensa de la causa femenina y de las disidencias sexuales, algo que siempre había hecho al interior de la Iglesia anglicana. Hay una lección de vida plena en Desmond Mpilo Tutu, para todos aquellos que quieran verla. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 706, enero-febrero de 2022.

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