Revista Mensaje N° 706. «Se dieron cuenta de que eran seres con creatividad»

A los 90 años de edad, la educadora Alicia Vega recuerda a los miles de niños que participaron en los talleres de cine que realizó por tres décadas en poblaciones. Una muestra que presenta el Museo de Bellas Artes, dentro de la Bienal de Artes Mediales, recorre la historia de esa experiencia.

“Esto es fantástico, me gustaría hacer un documental”, le dijo Ignacio Agüero a Alicia Vega cuando fue invitado por la educadora a presenciar, en la población Huamachuco de Renca, la exposición de cierre de la primera versión de su taller de cine para niños, proyecto que inauguró en esa comuna de Santiago en 1985.

Dos años después, el deseo de Agüero empezó a tomar cuerpo: el realizador filmó en Lo Hermida la tercera experiencia del programa que había concebido Alicia Vega para fomentar en menores de escasos recursos la afición por el lenguaje cinematográfico, y con ese material elaboró Cien niños esperando un tren, película que estrenó en 1988 y que se cuenta entre las más conocidas de su producción.

El documental refleja el espíritu de los talleres, que se realizaban a lo largo de varios sábados y comprometían a sus asistentes en un aprendizaje sobre el cine a través de la práctica, la teoría y la visión de películas. “Los cortos de Chaplin, que duran 17 minutos, eran los que más les gustaban. Me di cuenta de que su capacidad de atención era breve, se distraían con las proyecciones más largas. Agradecían, al mismo tiempo, ver películas sin cortes por primera vez en su vida, y en la oscuridad absoluta. Así podían apreciar mejor las sutilezas”, recuerda la impulsora de esa icónica iniciativa.

Alicia Vega fue recientemente condecorada con la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda por su aporte a la educación a través del séptimo arte. Tiene 90 años (nació en 1931) y terminó no hace mucho (en 2015) esa labor, que se extendió por tres décadas e involucró a más de treinta comunas de la zona metropolitana y provincias. “Mis manos no son tan hábiles como antes. Yo preparaba durante la semana todo el material de trabajo para los niños y ya no podía hacerlo. Había entregado, además, una buena cantidad de años de mi experiencia”, comenta sobre el término del programa, cuyos contenidos se encuentran en tres volúmenes que escribió durante la primera cuarentena y que tituló “Cuadernos de Alicia”.

Qué significó, a quiénes benefició, cómo se desarrolló y qué resultó de la aplicación de esta idea son inquietudes que pueden resolverse también visitando una exposición que presenta el Museo de Bellas Artes dentro de la decimoquinta Bienal de Artes Mediales.

SU VOCACIÓN, EN LA ENSEÑANZA

La muestra recorre la historia de los talleres a través de documentos, fotografías y artefactos, entre ellos, cámaras y juegos como el taumatropo, el fantascopio y el zootropo, que les permitían a los alumnos internarse en el mundo de las herramientas precursoras del cine. Algunas fueron fabricadas por los mismos menores. También hay objetos, como unos sombreros hongo, característicos del personaje que encarnaba Chaplin, que junto a sus respectivas fotos dan cuenta de cómo los aprendices se familiarizaban con los conceptos de imagen y representación.

Alicia Vega señala sin titubear la cifra de los niños que participaron en su proyecto: 6.842. A medida que ha pasado el tiempo y se han convertido en adultos, un buen número de ellos intenta mantener el contacto con la educadora escribiéndole a Ignacio Agüero, quien fue su alumno cuando ella enseñaba apreciación cinematográfica en la universidad y es parte ahora de la Fundación Cultural Alicia Vega, que desde 2017 conserva su legado.

“Yo no tengo mail, no tengo cuenta en el banco ni tengo celular. Así, vivo tranquila y puedo hacer mi trabajo. Si necesitan ubicarme, le escriben a Ignacio o se contactan con Eduardo, mi marido (el artista Eduardo Vilches)”, cuenta. Alicia Vega estudió cine, pero solo tuvo una experiencia como realizadora (fue asistente de dirección en el documental “Las callampas” —sobre los orígenes de la población La Victoria— de Rafael Sánchez, su profesor en el Instituto Fílmico de la Universidad Católica). La razón es que muy temprano —desde siempre, mejor dicho— supo con claridad que su vocación estaba en la enseñanza. De ese modo, se dedicó a la docencia universitaria, a la investigación en historia del cine y, al mismo tiempo, emprendió planes de difusión de esa disciplina entre niños. El primero estuvo dirigido a escolares “ricos y pobres”, como dice, que asistían a funciones que organizaba en el antiguo Normandie.

Mientras desarrollaba ese programa —que duró cinco años y atrajo a cuarenta mil futuros espectadores— fue que Alicia Vega ideó los talleres. “Ahí me di cuenta de que había una diferencia absoluta entre los escolares, porque los pobres aplaudían en cualquier escena donde apareciera comida. Era una época muy dura. Estábamos en dictadura y había hambre en las poblaciones. Los niños venían en micros que pagábamos nosotros. Era tan feroz esa realidad, que decidí dedicar el resto mi vida a los niños pobres”, recuerda.

La educadora se fue “directo a las poblaciones”, según relata, y entre 1985 y 2015 realizó 33 talleres. Cada uno duraba alrededor de cinco meses y convocaba a cientos de menores. Rara vez había deserciones. Alicia Vega adoptó una metodología que consideraba a los participantes casi al mismo nivel de los estudiantes universitarios —“nunca los traté como niñitos que no iban a entender nada, aunque adecué las palabras”— y que, además de las sesiones teóricas y prácticas (los alumnos hasta craneaban su propia película), incluía una ida a un cine céntrico (en el caso de Santiago) para que vieran un filme, sentados en butacas.

“De paso, conocían La Moneda”, cuenta Alicia Vega.

Los talleres beneficiaron a familias completas. Los padres le comentaban cómo la experiencia ayudaba a mejorar el rendimiento escolar de sus hijos y ella misma cree que el programa hizo que muchas generaciones fortalecieran su autoestima, además de aprender el valor de las manifestaciones artísticas.

“Se dieron cuenta de que eran seres con creatividad y que sus vidas no eran vulgares. Cada uno es un ser humano distinto a otro. Tiene sensibilidades, capacidad de apreciación, y eso es único. Eso logramos despertar en ellos con el taller y es invaluable para una persona que no tiene nada, que está en una situación tremenda, sin un pedacito de agrado siquiera. Sabían que eso no se los podía quitar nadie. Por eso el taller los marcó y los hizo abrirse a la cultura, a mirar la comunidad y sentirse parte de algo”, afirma. MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 706, enero-febrero de 2022.

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