«Estos últimos dos años han mostrado que el debate ‘ciencia v/s fe’ no es una discusión ideológica abstracta, sino una falsa contraposición, que tiene consecuencias desastrosas en el mundo real», escribía Tish Harrison Warren en un artículo del New York Times (1). La columnista llegaba a estas conclusiones a partir de los resultados de una investigación que muestra que en Estados Unidos la comunidad de cristianos evangélicos es una de las menos vacunadas contra el Covid-19. Es como si dijera que la falta de confianza frente a la ciencia presente en esa comunidad, que se traduce desconfianza en las vacunas, obedece a la percepción de tener que elegir entre ciencia y fe.
Pero la oposición entre fe en la ciencia y fe en la religión tiene implicancias que van más allá de la desconfianza en las vacunas. Es la prueba de una visión falaz de lo que es la ciencia y de lo que ella puede prometer. Se trata de un malentendido muy difundido, no solo entre los que son escépticos frente a la ciencia, sino también, y quizá de manera más peligrosa, entre los que la abrazan demasiado precipitadamente. Cuando la ciencia no logra estar a la altura de su exagerada fiabilidad, este fracaso no hace más que alimentar el escepticismo frente a ella. Así, por ejemplo, si la aceptación de la vacuna está demasiado ligada a la ciencia, puede ocurrir que la desconfianza hacia aquella, originalmente surgida de causas sociales o políticas, termine por aumentar el escepticismo de la gente frente a la ciencia como tal.
Cuando nos damos cuenta de que este malentendido es posible, captamos implicancias que nos pueden llevar a reconsiderar el modo en que argumentamos en favor de la ciencia, por ejemplo, cuando defendemos el uso de las vacunas. Pero también puede obligarnos a considerar con mayor atención la tentación de hacer de la ciencia, o de la fe, un baluarte erigido contra nuestro fundamental, y humano, temor a la incertidumbre.
¿CONFIAR EN LA CIENCIA?
En la lucha contra la pandemia del Covid-19, las pruebas científicas a favor de la vacunación son aplastantes. Quien lo sabe y cifra en la vacunación universal el único modo para poner fin a la pandemia a menudo usa el mantra «confía en la ciencia». A primera vista, la expresión no deja de ser atractiva, entre otras cosas porque remite a esa confianza en la ciencia como camino a la verdad que nuestra sociedad aprendió a aceptar desde la Ilustración. Pero la evidencia de los hechos que nos rodean nos sugiere que este eslogan no es tan motivante. Amplios sectores de la población —incluidos muchos cristianos evangélicos— continúan rechazando la vacuna.
Escribo este artículo y soy el director del Observatorio Vaticano: soy, al mismo tiempo, un científico y un miembro de la Iglesia católica. Conozco tanto la autoridad científica como la eclesiástica, y a quienes miran a ambas con desconfianza. Tratar a los científicos como miembros de una suerte de sacerdocio de la verdad es una táctica cuestionable, sobre todo en una sociedad que mira con recelo a los verdaderos sacerdotes. E incluso estando totalmente a favor de la vacunación, una frase como «confía en la ciencia» me incomoda. Encarna una concepción popular de la ciencia que no solo es engañosa, sino que la hace vulnerable.
El lema «confía en la ciencia» no propone simplemente la idea de que la ciencia es una guía confiable hacia la verdad, sino que sugiere que es la única guía a seguir. La misma expresión suena como la respuesta a una pregunta no formulada: ¿en qué o en quién deberíamos confiar? En cierto modo, recuerda la frase que Pedro dirige a Jesús en Juan 6,68: «Señor, ¿a quién iremos?». Y tal vez estos ecos son perceptibles por quien, como los cristianos evangélicos, está familiarizado con ese pasaje de las Escrituras, pero que no lo está igualmente con la ciencia, y por lo tanto percibe este «confiar en la ciencia» como una sustitución del confiar en el Señor. A una persona así este eslogan puede hacerle, inconscientemente, más mal que bien.
Peor aún: la idea de que la ciencia es la única guía fiable implica que su autoridad es infalible. Pero cualquiera que tenga una familiaridad real con la ciencia sabe que esto no es así en absoluto. Sí, la vacuna previene la enfermedad en la inmensa mayoría de los vacunados y reduce la gravedad de la enfermedad incluso en los casos de infecciones posvacunación. Pero las vacunas no son perfectas.
Como científico, puedo nombrar un gran número de artículos científicos que he escrito y que han resultado ser embarazosamente erróneos. Pero, más allá de los errores ocasionales, hasta los progresos más notables de la ciencia estuvieron acompañados por errores fundamentales que al final debieron corregirse, por hipótesis que resultaron falsas o al menos incompletas, por resultados que luego debieron afinarse y perfeccionarse.
La teoría de Galileo sobre el movimiento de la Tierra era correcta, pero los argumentos en los que la sostenía estaban lejos de descansar en pruebas convincentes, y en algunos casos —como las afirmaciones basadas en los movimientos de las mareas— eran totalmente incorrectas. Cuando James Clerk Maxwell presentó su brillante teoría del campo electromagnético, afirmó que las ondas electromagnéticas eran transportadas por un «éter» comprimible: al final, uno de los frutos de su trabajo fue demostrar que ese éter en realidad no existía. Edwin Hubble observó los movimientos de las nebulosas, que permitieron confirmar la cosmología del «Big Bang», pero él nunca aceptó esa cosmología.
La medicina nunca es perfecta, y menos lo son los médicos. Los incentivos financieros que rigen la aprobación de nuevos fármacos pueden alterar incluso el más escrupuloso de los sistemas de control destinados a garantizar la seguridad.
También la historia de las vacunas ha tenido sus defectos. Como decíamos, las vacunas contra el Covid-19 no eliminan totalmente las infecciones posvacunación. El proceso de vacunación tiene efectos colaterales comunes, cuya gravedad puede variar caso a caso. Tanto la seguridad como la eficiencia de las vacunas son aspectos que requieren un período largo de estudio antes de que se alcance la aprobación para su uso generalizado. Y, sin embargo, pueden producirse errores, y de hecho se producen, incluso después de ese largo proceso. No es inconcebible un escenario en el que se concreten los peores temores de la comunidad antivacunas.
Pero, sobre todo, ha habido momentos en la historia en que la ciencia —o, al menos, el modo en que esta fue presentada al público en general— resultó no solo imperfecta, sino terriblemente equivocada. Entre finales del siglo XIX y principios del XX, algunos promotores científicos como Herbert George Wells y Alexander Graham Bell, y expertos juristas, como el Presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos, Oliver Wendell Holmes, propusieron la idea de la eugenesia. Sostenían la tesis según la cual habríamos podido perfeccionar la raza humana eliminando a las personas «inferiores». La tenían por una idea tan evidente que consideraban peligrosos retrógradas a quienes se oponían —como la Iglesia— aduciendo razones morales.
Las estimaciones dicen que en el curso del siglo XX unas 70.000 mujeres, en su mayoría pertenecientes a minorías, fueron esterilizadas a la fuerza en Estados Unidos como resultado de la aceptación popular de la eugenesia. Estos programas estuvieron vigentes hasta los años setenta. Y fue la eugenesia, por supuesto, lo que animó la lógica detrás de los campos de concentración nazis.
Si la divulgación científica se equivocó hasta ese punto, ¿podemos concluir acaso, como consecuencia lógica, que no deberíamos confiar nunca en la ciencia? Por supuesto que no. En primer lugar, la ciencia finalmente acertó: en efecto, la eugenesia fue ampliamente desacreditada en los ambientes científicos décadas antes de que la política de esterilización se interrumpiera de forma definitiva. E incluso en el caso de que la ciencia la hubiera defendido, habría sido de todas formas inmoral.
FIABILIDAD EN LA AUTORIDAD
La cuestión tiene aspectos más profundos. La batalla del «confiar en la ciencia» basa, en efecto, su fiabilidad en la autoridad en general. A fin de cuentas, tanto quienes exaltan la ciencia como quienes la desprecian buscan la certeza en un universo incierto. Los anima una intolerancia casi calvinista frente a los errores: querrían un mundo hecho de distinciones netas entre blanco y negro, en el que la posibilidad de equivocarse no esté contemplada.
Ironía del destino: la ciencia en realidad se basa precisamente en la duda y el error… y en el análisis de nuestros errores para aprender de ellos. Para nosotros es esencial saber que no sabemos; precisamente el hecho de conocer nuestra ignorancia nos impulsa a esforzarnos para conocer mejor, sin contentarnos con lo que ya conocemos. En ciencia, fallar no es una opción, es un requisito.
La ciencia no es incompleta solo a veces: lo es siempre, por naturaleza. En el instante en que la actividad científica se desarrolla correctamente y se hacen progresos en el sector, entonces ese trabajo queda superado. La marca del verdadero progreso científico está en el hecho de que empuja hacia delante la comprensión de su campo, más allá del umbral desde el que tomó impulso. Una vez que el conocimiento científico progresa, el trabajo original que lo permitió deja de ser actual. La ciencia tiene la tarea de volverse obsoleta. En este sentido, la ciencia es muy distinta de la filosofía o la teología: se puede estudiar filosofía leyendo la versión de las obras de Aristóteles que pertenecía al abuelo, pero no se puede estudiar biología con el manual que usó el abuelo.
Por cierto, la necesidad de estar abiertos a los errores es una lección que no se limita al mundo de la ciencia.
Aprender a equivocarse es difícil. Es necesario captar el difícil equilibrio entre decidir continuar y defender una idea que podría resultar acertada si se trabajara todavía un poco más y saber cuándo es el momento de admitir que te estás equivocando y debes buscar una solución diferente. Edwin Hubble se cuadró de manera inflexible contra la idea de un universo en expansión: estaba equivocado. Ludwig Boltzmann se opuso a las fascinantes y apreciadas nuevas intuiciones de Mach y continuó defendiendo la teoría atómica tradicional de la materia: al final nos dimos cuenta que tenía razón Boltzmann. «Nuevo» no equivale necesariamente a correcto ni a incorrecto. Pero, como todo jugador de póker sabe, no hay cálculo alguno que pueda reemplazarte en la decisión sobre cuándo ver y cuándo pasar.
El problema tampoco tiene una solución simple, como buscar otros datos para resolverlo. Quizá la idea que se tiene en mente requiera de un cambio total en el modo de interpretar los datos que se tienen. La ciencia no es una mera descripción, por precisa que sea, de lo que ocurre en el mundo natural: es también una indagación dirigida a comprender por qué las cosas se comportan de un cierto modo. En sí mismo, el objetivo no consiste en ser capaces de predecir qué sucederá, o de obtener la respuesta correcta: en el mejor de los casos es una forma de juzgar cuán preciso es nuestro actual nivel de comprensión.
Uno se convierte en científico solo cuando es capaz de ver algo que creía comprender y llega a decir: «¡No es correcto!». Hasta que no se es capaz de hacerlo, no se sabe ni siquiera cómo empezar a buscar los errores.
Aceptar esta incertidumbre, sin embargo, obliga también a asumir el riesgo que conlleva intentar algo que es incierto. No puedes ganar una regata sin correr el riesgo de volcarte. Pero la posibilidad de volcarse es un riesgo real, desagradable y no despreciable.
DUDA Y FE
En la fe, la duda juega un papel paralelo. En Plan B: Further Thoughts on Faiht, la popular escritora Anne Lamott observa que «lo contrario de la fe no es la duda: lo contrario es la certeza». Si no tuviéramos dudas, no necesitaríamos de la fe. Pero, como sucede con la ciencia, la duda es el motor esencial que nos hace continuar nuestra búsqueda de Dios, sin contentarnos con aceptar, o rechazar, lo que aprendimos cuando niños. En Dinámica de la fe, Paul Tillich escribió: «La duda implícita en cada acto de fe no es ni la duda metódica ni la escéptica. Es la duda que conlleva todo riesgo. No es la duda permanente del científico, ni la duda transitoria del escéptico, sino la duda del que está fuertemente interesado en un contenido concreto. Se le podría dar el nombre de duda existencial. […] No rechaza las verdades concretas, pero no ignora que en toda verdad existencial está presente el elemento de inseguridad» (2). Tillich observa también que: «la duda seria es confirmación de la fe. Ella indica la seriedad del interés, su carácter incondicional» (3).
La religión no provee de una fórmula cierta que garantice la salvación. Un formalismo como ese implicaría que podemos ganárnosla con nuestro comportamiento, en lugar de recibirla como el don inmerecido de un Dios amoroso. Pero la religión nos puede revelar el don que se nos hizo y enseñarnos el modo para expresar nuestra acogida.
La ciencia no nos da la verdad perfecta. Experimentos o teorías más refinadas podrán aportar descripciones cada vez más precisas de la naturaleza, pero una lección esencial que todo estudiante de ciencia debería hacer suya es conocer la diferencia entre «precisión» y «exactitud». Una medición altamente precisa puede estar sujeta a un error sistemático significativo. Y, por buena que sea, nuestra ciencia siempre estará sujeta no solo a las imprecisiones sistémicas de los instrumentos, sino también a nuestra tendencia humana a exigir a los datos que se adapten a nuestros prejuicios. Cualquier comprensión que se considere perfecta está muerta; nunca buscará comprender nada adicional.
A pesar de todo, la ciencia puede darnos luces sobre la manera de ver y reconocer la verdad. Y puede decirnos la probabilidad de éxito de una determinada formulación de esa verdad. No confiamos en la vacuna porque sea perfecta, sino porque aumenta considerablemente las probabilidades de no enfermar.
Cuando reconocemos la función esencial que la duda tiene tanto en la ciencia como en la fe, podemos apreciar que el aparente conflicto entre ciencia y religión se da cuando se descuida el papel que la incertidumbre juega en cada una de ellas. En el momento en que ambas se consideran como códigos de reglas intangibles, como textos inmutables, se está exigiendo una credulidad infalible. La certeza no es religión, sino fanatismo; no es ciencia, sino cientificismo.
ESCEPTICISMO Y GNOSTICISMO
Galileo es un héroe de la ciencia moderna y del método científico, con pleno derecho. En El ensayador, su tratado sobre la filosofía de la ciencia, expresa el célebre principio según el cual la evidencia de la observación y la evidencia experimental cuentan más que cualquier autorizado juicio de sabiduría secular. Sin embargo, John L. Heilbron, en la biografía que le dedica, se pregunta, con una pizca de sarcasmo, por qué para el ilustre científico era tan insufrible la autoridad. Afirma que Galileo la rechazaba precisamente por la de su padre y de sus maestros: se rebelaba contra lo que le enseñaban, porque le habían enseñado a hacerlo.
En la sociedad occidental, la rebelión contra la autoridad va a la par con el deseo de certezas que hemos descrito más arriba. Es claro que son dos sentimientos antitéticos: no se puede pretender alcanzar una verdad perfecta y, al mismo tiempo, rechazar a cualquier persona que afirme poder guiarnos hacia esa verdad. Se termina por rechazar la autoridad «oficialmente reconocida» a favor de una fuente secreta de conocimientos disponible solo para unos pocos iniciados.
Aunque una idea encontrada en una página web está, por definición, disponible para todo el universo de Internet, la experiencia de descubrirla por sí mismo, en el propio computador, dentro de los límites de nuestra propia casa, crea la ilusión de que se trata de un descubrimiento privado y escondido, lo que la dota de un valor que trasciende la información obtenida a través de medios públicos. Es una tentación que deberíamos poder reconocer. Tiene la atracción del «gnosticismo», el deseo de abrazar el «conocimiento secreto». Este anhelo existe desde los tiempos de los Padres de la Iglesia. En los siglos II y III, había surgido ya en la época de los ritos esotéricos eleusinos de la Antigua Grecia. Se trata, a fin de cuentas, de la tentación de la serpiente en el Jardín del Edén.
Este deseo de conocimiento secreto se manifiesta incluso entre personas muy cultas. Científicos —yo soy uno de ellos— y técnicos sufren especialmente la tentación de considerarse más inteligentes que los demás. Como están muy preparados en su propio sector, a veces ocurre que su experiencia se traduce en un sentimiento de superioridad, que se extiende a todas las materias. Basta observar cómo el físico de Cambridge Stephen Hawking filosofaba sobre Dios y el origen del universo, aun insistiendo que no era un filósofo, destacando que, como científico, estaba más capacitado que un simple filósofo. Algo similar puede pensarse del astrofísico Neil deGrasse Tyson, del American Museum of Natural History, que tiene una opinión sobre casi todo el saber humano y padece el irrefrenable deseo de compartir su opinión en las redes sociales, independientemente de cuan alejado esté el tema de su área de competencia.
CONOCIMIENTO, VALOR Y AMOR
En lugar de cultivar el rencor hacia los que ceden a semejantes impulsos, sería más útil para nosotros considerar de dónde vienen esas ideas. Si asumimos que hay que escuchar a los científicos —o a los autores de las páginas web «secretas»— porque son más inteligentes que nosotros, estamos implícitamente equiparando «más inteligentes» con «mejores». Esta es la raíz de la tentación del gnosticismo, en el que el sentimiento de autoestima proviene de pensar que tú eres más despierto que la media, que tú eres «la persona más inteligente en la sala».
Pero en esta valoración hay un implícito no considerado: la idea de que ser más inteligente es un índice de superioridad individual. Este criterio es antitético a la fe cristiana. En Mateo 11,25 Jesús afirma: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado esto a los pequeños y lo has ocultado a los sabios y a los astutos». Y Pablo, en 1 Cor 1,17-2,7, destaca que la sabiduría del Evangelio es muy distinta de la del mundo. Podríamos pensar en los que hoy son reconocidos como santos y héroes. Había muchos sabios teólogos en Bélgica y en Francia en el siglo XIX —en su mayoría, eran enemigos acérrimos entre sí— pero los santos de la época eran personas como Bernardette y Teresa de Lisieux.
No pretendo menospreciar la teología o la inteligencia: después de todo, el que escribe es un astrónomo profesional. Pero la inteligencia no puede ser un correlato del «valor». También en este caso mi experiencia con mis colegas me lo confirma.
Sea cual fuere la inteligencia, educación o incluso la sabiduría que tengamos, estas no encuentran su valor en sus mismos atributos. Cualquier cosa que hagamos tiene valor solo en la medida en que es una forma de alabanza a nuestro Creador. Todos nuestros talentos nos fueron dados por Él: cuando intentamos dar fruto con ellos, buscamos corresponder a nuestra vocación, para así poder encontrar a Dios de manera más plena, cada uno a su manera. Para mí, la astronomía es el terreno en el que me fue dada la oportunidad de conocer a Dios. Otros lo encuentran en lugares que yo no puedo alcanzar. Así todos encontramos a Dios en todas las cosas y hacemos todas las cosas para mayor gloria de Dios.
CONCLUSIÓN
La expresión «confía en la ciencia» no convence a quienes más necesidad tienen de ser convencidos, especialmente si se refuerza el temor de que la ciencia está desafiando la autoridad de la fe religiosa. Por otra parte, si se espera que la ciencia sea un camino seguro hacia la verdad, los fallos científicos pueden provocar escepticismo hacia ella, olvidando, en realidad, que los errores son un elemento esencial del progreso científico. Y cuando el deseo de certezas, que va más allá de lo que la ciencia puede ofrecer, se pone en tensión con una cultura que promueve la sospecha frente a la autoridad, el correcto aprecio hacia esta puede dar paso a un deseo gnóstico de conocimiento secreto.
Recordemos la respuesta que se dio a otra pandemia que afectó antes a nuestra sociedad, la del VIH. La transmisión del virus se asociaba generalmente a la actividad sexual; por eso el eslogan para prevenirla era: «Ten sexo seguro». La lógica que animaba esta frase era sensata en el contexto de la enfermedad, pero, como sucede con todos los eslóganes —y también con «confía en la ciencia»—, la realidad era mucho más compleja. Por dar un ejemplo obvio, la actividad sexual no era el único modo de transmisión de la enfermedad. Pero había más: el eslogan tendía a reducir la naturaleza de la relación sexual al mero vehículo de transmisión de la enfermedad, descuidando las vulnerabilidades psicológicas y emotivas que, en realidad, son los componentes principales de ese acto. La enfermedad no es el único riesgo vinculado a la actividad sexual.
En sí mismo, el sexo es un acto de amor, y el amor nunca es seguro. Más aun, es bueno que no lo sea. Amar a otra persona implica abrirse al riesgo del rechazo y la infidelidad. Pero sin este riesgo, el acto de amor pierde todo significado. El mismo Jesús fue un modelo del verdadero modo de amar, pero nos demostró también que amar nos expone al riesgo de la traición.
El esfuerzo por comprender el universo, desde la astronomía a la medicina, solo es posible cuando se realiza como una respuesta al amor. Hacer ciencia es amar incluso el tedio del estudio minucioso: es confiar incluso cuando la confianza en nuestro progreso científico vacila; es estar dispuestos a perdonar y a aprender incluso de quienes en el pasado se equivocaron. Amar significa vivir en la incertidumbre, aprender a confiar.
Pero ¿cómo podemos convivir con la incertidumbre de la enfermedad, con la falibilidad de la ciencia, con el miedo a perder la autonomía personal, que está relacionada con la confianza en el trabajo de los otros? Respondemos como lo hacemos siempre a la propuesta de amor de nuestros semejantes: con cautela y audacia. Cuando se nos da la oportunidad de amar, sabemos que ese amor se encontrará inevitablemente con algún fracaso; y, de hecho, nosotros tampoco estaremos siempre a la altura de nuestra capacidad de amar, porque todos somos seres humanos frágiles. Sin embargo, sabemos que el amor imperfecto sigue siendo preferible a una vida sin amor.
Pero sabemos, también, tomar precauciones razonables. No rechazamos el amor, pero tampoco nos arrojamos ciegamente a él. Incluso cuando disfrutamos el amor especial proveniente de una relación monógama seria, seguimos confiando en una comunidad de amigos y familiares, incluida la Iglesia, que estará lista para ayudarnos en los momentos de crisis que podrían sobrevenir al interior de nuestra relación fundamental. Por eso son tan importantes las ceremonias públicas, como el compromiso matrimonial delante de nuestros amigos y familiares. Y, por otra parte, reconocemos que los momentos de crisis a menudo pueden traducirse en pasos hacia un amor más profundo y perfecto.
Análogamente, sabemos que confiar en la ciencia significa posar nuestra confianza en una sabiduría bella, pero no infalible. No concedemos una confianza total e incondicional a ningún fragmento de «ciencia» porque sí (incluidos aquellos que encontramos en internet o en otro lugar). Aceptamos la vacuna, sí, pero manteniendo el distanciamiento social y una higiene adecuada, y llevando la mascarilla.
La realidad de la falibilidad humana, que es una consecuencia del pecado original, es al mismo tiempo un motivo de temor y una ocasión de alegría. Nos alegramos de que la ciencia, a pesar de todos sus defectos, aumente nuestras probabilidades de vivir una vida sana. Nos alegra que Dios nos haya dado la capacidad de comprender y apreciar su creación desde la ciencia, de manera cada vez más profunda. Estamos felices de que el amor pueda triunfar incluso frente a los desafíos y ante las tentaciones más serias. Y este ejercicio nos puede ayudar también a reconocer las mismas dinámicas en nuestra Iglesia. En ella el Espíritu puede guiarnos, pero nosotros, que no somos perfectos, demasiadas veces no hacemos caso a su guía. Cada fracaso está acompañado por una oportunidad de aprender. Y con cada éxito se reconoce que Dios puede actuar en nosotros. Precisamente porque ningún éxito está asegurado, con mayor razón podemos gloriarnos cada vez que lo obtenemos. Después de todo, lo único seguro en la vida es el amor y la misericordia de Dios, y la necesidad que tenemos de ellos. MSJ
(*) Este artículo fue publicado en La Civilta Cattolica N° 4118, enero de 2022.
(1) H. Warren, “How Covid raises the stakes of the war between faith and Science”, New York Times, 7 de noviembre de 2021.
(2) Traducido de la versión italiana: P. Tillich, Dinamica della fede. Religione e morale, Roma, Astrolabio, Ubaldini, 1967, 2 (Nota del traductor de La Civilta Cattolica).
(3) Ibid., 30.
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 707, marzo-abril de 2022.