La caridad comienza por casa. Es una reflexión clásica en tiempos de crisis. Desde hace mucho, el mundo enfrenta, en forma incremental, el reto del calentamiento global con sus vastas repercusiones. Hace un par de años irrumpió el Covid-19, alcanzando al conjunto del planeta. Ahora se suma la guerra localizada entre Rusia y Ucrania, un conflicto con consecuencias imprevisibles, Pero, desde ya, dada la condición de grandes productores trigueros de ambos países, se anticipan hambrunas en ciertas regiones, en particular en el Medio Oriente.
En un mundo en proceso de globalización una respuesta para proteger los intereses nacionales, o la “casa”, es el denominado soberanismo. Es decir, hacer prevalecer las políticas que favorecen a un país por encima de las normas establecidas a nivel internacional. Es un enfoque tentador para los políticos de las grandes potencias y países con economías autárquicas. En el largo plazo, sin embargo, conspira contra una gobernabilidad internacional. Si cada capital antepone sus intereses nacionales, será inalcanzable una gobernanza mundial razonable. Ella es una condición necesaria para enfrentar con eficacia los tres desafíos enunciados al inicio de este artículo.
Ante el mayor reto colectivo actual para la humanidad, que es el calentamiento global, la respuesta del conjunto de los países se expresa a través de las Conferencia de las Partes —más conocidas como las COP— convocadas por la Organización de Naciones Unidas (ONU). A estas alturas muy pocos discuten el impacto devastador del aumento de las temperaturas y sus consecuencias. Pese a ello, año tras año, en un triste ritual, una gran cantidad de países busca eludir una responsabilidad colectiva para la disminución de las emisiones de gases de efecto invernadero y limitar la deforestación, entre otros factores que alteran la vida planetaria.
Desde la fundación de la ONU, tras la Segunda Guerra Mundial, primó entre las naciones occidentales hegemónicas la Teoría de la Modernización que, en pocas palabras, estipula que a medida que los países alcanzaban un mayor desarrollo se asimilarían, más y más, al patrón económico y social de las potencias capitalistas. Esta visión se vio reforzada por el vertiginoso proceso de globalización que arrancó con fuerza a finales del siglo pasado. Algunos estimaron que se vivía un proceso de convergencia, atendiendo a los enormes flujos comerciales, financieros y las transferencias tecnológicas con el reposicionamiento de decenas de millares de empresas. Esto, desde los centros hegemónicos, a países periféricos, con China a la cabeza. A tal punto primaba la confianza que el cambio era estructural y permanente, que algunos autores, como el estadounidense Thomas Friedman, llegaron a vaticinar que “La tierra es plana”. La planicie no aludía a la realidad geográfica sino a que, desde cualquier punto, fuese desde el hemisferio Norte o Sur, o del Este u Oeste, era posible integrarse a la competencia económica internacional en relativa igualdad de condiciones.
LA DESIGUALDAD MATA
En los hechos, en vez de emparejarse la cancha, crece el abismo entre los que tienen y los que no. Más allá de ejemplos puntuales de éxitos refulgentes de algunos unicornios, la sobria realidad de las grandes mayorías era otra: una acelerada y masiva concentración de la riqueza en pocas manos. Oxfam International, en su informe titulado “La desigualdad mata”, señala que los diez individuos más ricos del mundo “más que duplicaron su riqueza colectiva (de 700 mil millones de dólares a 1.500 mil millones de dólares) desde el inicio de la pandemia del Covid-19. En tanto que el 99 por ciento de la humanidad vio caer sus ingresos, más de 160 millones de personas se sumergieron bajo la línea de la pobreza… La desigualdad global contribuyó a la muerte de veintiuna mil personas diarias. A razón de una persona cada cuatro segundos”.
En las últimas décadas variadas políticas económicas globales han agudizado la desigualdad en casi el conjunto de los países. Los beneficiarios son un puñado de grandes empresarios acompañados por núcleos de profesionales altamente calificados. Merced a sus fortunas, han conquistado posiciones clave para proyectar, desde universidades, la prensa y, por cierto, desde estructuras de poder político, una ideología y valores que justifican sus beneficios. Frente a una elite de súper privilegiados han surgido numerosos movimientos contestatarios, como Ocupa Wall Street en Estados Unidos o los “chalecos amarillos” en Francia o los Indignados en España, que protestaban contra el desempleo masivo y la corrupción. Estas movilizaciones, aunque lograron cierto impacto, fueron de corta vida.
Frente a las abundantes tormentas sociales, los grandes centros de poder económico estimaron que estaban ante estallidos episódicos y que, a la larga, el grueso de los países se ordenaría tras el modelo de democracias occidentales y sus economías de libre mercado. Semejante pronóstico descansa sobre la creencia de que la modernización de los países conlleva bienestar, y orienta las aspiraciones de las personas hacia el consumo y el ocio. En cuanto a las sociedades teocráticas, una mejor calidad de vida terminaría por abrir paso a una creciente secularización. Una mayor capacidad de consumo garantizaría una vida más digna y cómoda, que llevaría al rechazo de ideologías preñadas de fanatismo.
La desigualdad, con su creciente masa de postergados e insatisfechos, es el caldo de cultivo de poderosos movimientos contestatarios de los modelos globalizadores. En Estados Unidos, el presidente Donald Trump encapsuló el sentimiento antiglobalizador en la consigna “America first”. En India, Nerendra Modi lanzó la campaña “Made in India”. En Brasil, Jair Bolsonaro proclamó el lema “Brasil por encima de todo” con claras reminiscencias del Tercer Reich con su “Deutschland über alles”. En tanto, en Gran Bretaña Boris Johnson venció en las elecciones con la promesa del Brexit: “Let’s Take Back Control” (“Recuperemos el control”). En Turquía, Recep Tayyip Erdogan proclamó una “Nueva Turquía”. Así, en realidades muy dispares, emergió una propuesta con gran convocatoria popular que tenía un rasgo común: el soberanismo.
El discurso globalizante que prometía equiparar las regiones del mundo, emparejando la cancha, se cumplió en forma parcial. Los mayores beneficiarios fueron China y los “tigres asiáticos” (Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong (éste último fue durante décadas una salida clave para el comercio chino). Sin embargo, para el grueso de las naciones siguió vigente el esquema de naciones globalizadoras que se llevan la parte del león, frente a naciones globalizadas que aportan materias primas y mano de obra a bajo costo.
Es importante tener presente que no solo de comercio e industria viven los humanos. La cultura, los valores, las creencias religiosas y las ideologías tienen dinámicas que no reflejan en forma directa las variantes del llamado poder duro. Los temas identitarios han cobrado una fuerza creciente. La condición gregaria de los humanos busca la identificación colectiva. Pero, a la par, requiere establecer los rasgos particulares de agrupaciones menores. La identidad individual existe en contraste con el colectivo. De este delicado balance surge un poderoso sentimiento de pertenencia colectiva, que contribuye a enfrentar las incertidumbres del cambio social. Así, el soberanismo, que subraya las fronteras y las particularidades nacionales, aporta una sensación de seguridad y de propósito colectivo. La existencia de amenazas, reales o imaginarias, contribuye a cementar la unidad de las sociedades. Las derivas autoritarias son justificadas para enfrentar las disidencias o los elementos ajenos (inmigrantes, determinadas corrientes políticas, los musulmanes u otras minorías religiosas). Trump justificó la construcción de un oneroso muro para contener la migración desde el sur de Rio Grande. En Francia, sectores de la extrema derecha hablan del “gran reemplazo”, aludiendo a la amenaza del “islamo-izquierdismo” (el judeo-comunismo en tiempos de Hitler). El discurso identitario xenófobo tiende a una narrativa que ensalza el mito de la nacionalidad, su pureza, y valores superiores versus lo extraño, contaminado y elementos corruptores de las virtudes originales.
EL DESACOPLE
Los promotores de la globalización postularon que el sistema democrático liberal occidental era una condición tan importante como la libre competencia para lograr el mayor éxito. De hecho, proclamaron que la libertad económica era precursora, y condición necesaria para procesos de liberalización política.
En los hechos, el progreso económico en China y en India, entre otros Estados, no ha asegurado mayores libertades a sus habitantes. La gente vive en países y no en empresas transnacionales. Su lealtad es con la nación y no con grandes corporaciones. Aunque a finales del siglo pasado las mega compañías parecían avasallar a los Estados más débiles. Aunque Estados y corporaciones transnacionales tienen dinámicas distintas en la mayoría de los casos, sus intereses suelen coincidir. Fue Trump quien, en definitiva, inició una campaña para subordinar a las grandes corporaciones exigiéndoles el fin de las relocalizaciones e instándolas a volver a Estados Unidos, con la consiguiente generación de empleos locales, A algunos de sus competidores les aplicó aranceles y a otros, como a la telefónica china Huawei, les negó el acceso a contratos estadounidenses e hizo lo que estuvo a su alcance para marginarlos de otros mercados. El gobierno de Joe Biden ha continuado con la política de “Buy American” de su predecesor.
Hay quienes ya hablan de una nueva Guerra Fría. Está a la vista que hay un enfriamiento palpable en las relaciones entre los grandes bloques internacionales. La Unión Estropea es empujada a cerrar filas tras Estados Unidos. Rusia, agobiada por sanciones económicas, se vuelca hacia China para conseguir los insumos y mercados que Occidente le niega.
Washington y sus aliados optan por un lente ideológico para describir la guerra entre Rusia y Ucrania como un enfrentamiento entre dos polos. En las palabras de Biden: “Entre democracia y autocracia, las democracias están a la altura del momento, y el mundo escoge con claridad el bando de la paz y la seguridad”.
Desde la vereda de Moscú y Beijing —entre otros—, lo que está en juego es el rechazo a un mundo hegemonizado por Occidente. Una salida al conflicto, más allá de lo que ocurra en los campos de batallas ucranianos, es la consolidación de un mundo bipolar con zonas de influencia relativamente exclusivas. En todo caso, más allá de las opciones políticas, la globalización y el comercio internacional mantendrán cierta dinámica que será dictada por las necesidades de los diversos países, aunque, con toda probabilidad, con una vitalidad disminuida. Ello implica que los grandes poderes buscarán asentar su presencia sobre sus respectivas áreas de influencia.
En lo que toca a América Latina, ello tiene consecuencias previsibles. Como parte del hemisferio occidental, la región es reivindica como su zona de influencia relativamente exclusiva por Estados Unidos. Ello, expresado históricamente a través de la doctrina Monroe, acuñada a través de la sentencia “América para los americanos”, que data de 1823. En su tiempo fue una advertencia a las potencias coloniales europeas. Washington avisaba que consideraría como una agresión cualquier interferencia en lo que definió como su patio trasero. La doctrina fue evocada durante el gobierno de Trump.
Son tiempos inciertos. Cómo se estructurará el mundo dependerá en alguna medida de la resolución del conflicto ruso-ucraniano y de los diversos alineamientos tras uno u otro bando. La globalización seguirá su camino, aunque sus pasos serán más cautos. Las interferencias provenientes de las posturas soberanistas son proporcionales al debilitamiento de los centros de poder hegemónicos. Es una tensión que cruzará los diversos proyectos políticos que compiten en la arena internacional. MSJ
Fuente: Comentario internacional publicado en Revista Mensaje N° 708, mayo de 2022.