Salvar la proposición del prójimo

Una invitación absolutamente radical a recuperar nuestra inocencia, es decir, a estar más inclinados contemplar lo bueno, lo bello y lo verdadero en los demás.

La Cuaresma es un tiempo privilegiado para examinar nuestro corazón, nuestro modo de vivir y nuestras relaciones. Es un tiempo para darnos cuenta de cómo está siendo nuestro seguimiento a Jesús; qué tanto hemos podido poner el amor más en las obras que en las palabras; cómo hemos amado a nuestros hermanos; cómo nos hemos vuelto más solidarios y fraternos con quienes padecen cualquier necesidad. En fin, en una sola palabra, a estos intentos nuestros, impulsados por la gracia de Dios, se les llama: conversión.

La liturgia, que suele ser como una maestra que nos va marcado el ritmo de los tiempos, en las lecturas de las Misas de estos días nos ha estado insistiendo en la importancia de la reconciliación con los hermanos “si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano” (Cf. Mt 5,20-26). Asimismo, nos ha recordado la esencia de nuestra fe cristiana: el amor. No solo a quienes nos aman sino, especialmente, a quienes no nos aman, pues “si amas a los que te aman ¿qué mérito tienes?” (Cf. Mt 5,43-18). Ese mismo amor que necesita ejercitarse en una actitud compasiva y misericordiosa, un corazón abierto y flexible que sabe que ninguno de nosotros somos perfectos y, por lo tanto, no podemos erigirnos como jueces y señores ni de nosotros mismos, ni mucho menos de nuestros hermanos, pues “la medida que usen, la usarán con ustedes” (Cf. Lc 6,36-38).

Así pues, la invitación es una y clara: amar. No hay atajos, ni engaños, ni falsas interpretaciones. Pienso que, ante tanta crispación y polarización, tanto en lo político como en lo religioso, tanto dentro como fuera de la Iglesia, el buen Jesús nos está haciendo una invitación contundente a practicar el arte del amor, cuidando la manera en la que nos miramos, el cómo nos escuchamos, la forma en la que nos hablamos (o nos cerramos al diálogo) y todo el modo de relacionarnos entre nosotros. ¿Qué tanto hay de fraternidad? ¿Qué tanto hay de conveniencia? ¿De olvido? ¿De descuido? ¿Simpatías o antipatías? ¿Filias o fobias? ¿Es realmente la caridad el corazón de nuestra cristiana identidad? Aquí me viene bien recordar aquello que tanto me repite mi acompañante espiritual: “La actitud más cercana al Reino no es la amistad, sino la fraternidad”.

La invitación es una y clara: amar. No hay atajos, ni engaños, ni falsas interpretaciones.

Ante esta realidad, me resulta imprescindible el consejo que San Ignacio de Loyola nos comparte en la anotación 22 de los Ejercicios Espirituales: “Todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla”. No se trata de una invitación a la ingenuidad que no sabe identificar entre el bien y el mal; sino una invitación absolutamente radical a recuperar nuestra inocencia, es decir, a estar más inclinados contemplar lo bueno, lo bello y lo verdadero en los demás. Sin juzgar y sin idealizar. No cargar a nuestros hermanos con nuestras expectativas. Tratar de pensar siempre bien de los demás; hablar siempre bien de los demás, y cuando esto no sea posible, siempre será mejor callar. Desterrar la sospecha de nuestros corazones; dar muerte a los juicios inquisidores; privilegiar la recta intención en nuestras relaciones y siempre estar abiertos al diálogo para evitar malentendidos y falsas concepciones.

Ruego al buen Dios, padre de todos nosotros, que en lo que queda de esta Cuaresma y siempre, nos libre de la tentación farisaica de sentarnos en la cátedra de Moisés para cargar con fardos pesados e insoportables a nuestros hermanos (Cf. Mt 23,1-12). No normalicemos ni justifiquemos la indiferencia, ni el chisme, ni la maledicencia. Pensar mal y hablar mal de los otros, aunque sea cierto, es pecado. Pidamos perdón a Dios por comer la carne de nuestros hermanos y, con humilde insistencia, roguémosle que nos conceda la gracia de la santidad de vida, la cual no es otra cosa sino amar: encontrar una adecuada armonía y sintonía entre lo que decimos creer y en lo que deseamos, sentimos, pensamos, decimos y hacemos.


Imagen: Pexels.

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