Sr. Director:
Un cambio constitucional no es una operación meramente intelectual o normativa. Es un proceso político y cultural, que parte con la elaboración de una nueva Constitución y concluye cuando esta encuentra aceptación en la ciudadanía, impregna de su nueva mirada el orden jurídico y encauza la vida social. Para lograrlo, debe hacerse costumbre tanto en el funcionamiento del aparato estatal como en el comportamiento ciudadano. Se trata de procesos que toman su tiempo. Lo demuestra la historia de nuestro país.
La Constitución de 1980 rompió con la tradición política del siglo xx. Elaborada por un grupo restringido de juristas, impuesta mediante el fraude y la fuerza de la dictadura, fue férreamente resistida por la sociedad. En realidad, nunca entró en vigor. La que tenemos hoy es bien diferente al propósito refundacional de los constituyentes de la dictadura. Sin embargo, lleva consigo el estigma de su ilegitimidad de origen y en sus disposiciones todavía subsisten sedimentos autoritarios.
Resulta, por tanto, equivocado pensar el actual proceso constituyente como un período simple, de corta duración y de fácil gestión política. Lo dicho vale para cualquiera que sea el resultado del plebiscito. Ganen unos u otros, el proceso constituyente seguiría su curso.
El Gobierno ha hecho ver la importancia de asumir la necesidad de la gradualidad en la reconfiguración del orden jurídico, político y social, mientras la Convención se encuentra debatiendo las llamadas normas transitorias que debieran formar parte del texto que se plebiscitará. Sus deliberaciones han sacado a luz la complejidad de la transición constitucional. Y también la transición supone la dictación de numerosas leyes habilitantes que la hagan posible, sin las cuales muchos preceptos constitucionales quedarían suspendidos en el aire. Queda en relieve la importancia de determinar qué quórum de aprobación serían pertinentes y cuándo.
Calculo que al menos cincuenta leyes deberían ser transformadas, algunas de manera sustancial. El derecho vigente seguiría en pie en materias tan sensibles como la salud, el medio ambiente, la educación y la seguridad social. Se podrían multiplicar litigios judiciales porque los abogados alegarían que muchas de las normas legales actuales serían contrarias a los nuevos principios constitucionales (que sí estarían vigentes), pero no sería conveniente ni lógico que la transición constitucional fuera piloteada por los jueces. El poder político no puede abdicar su responsabilidad.
Guste a no, todas las miradas se volverán sobre el Parlamento actual, que debería sumir la ingente tarea de dictar las nuevas leyes que la Constitución requiere para poder funcionar, tanto en lo relativo a los órganos estatales como en la implementación de las políticas públicas en el campo económico y social. Ello supone un proceso deliberativo, que probablemente tome un tiempo mayor que el actual Congreso y cuyo desarrolló influirá en las elecciones políticas futuras.
El problema político mayor es que el Parlamento actual tiene una composición diferente a la de la Convención Constitucional y ningún conglomerado tiene mayoría por sí solo. Ni siquiera las dos alianzas que sustentan al actual gobierno. Eso significa que la implementación del cambio constitucional va a ser sometido a un nuevo escrutinio y que no se puede descartar que en esa instancia se introduzcan modificaciones al texto ratificado en el plebiscito.
Cabe recordar las exhortaciones del presidente Gabriel Boric a que la propuesta constitucional fuera amplia y no partidista, y con el mayor consenso posible. Con un plebiscito de resultado incierto, esa intuición presidencial cobra más valor. La posible implementación de la nueva Constitución debe ser tarea de todos, acompañada de un proceso de deliberación política amplio, sin exclusiones, cuyo escenario decisivo debe ser el Parlamento actual y futuro.
El proceso constituyente no termina el 4 de septiembre y, si triunfara el Apruebo, cubrirá este gobierno y probablemente el próximo. Cabe, entonces, descartar la idea de que el tránsito constitucional pudiera hacerse a punta de decretos leyes, como recientemente se ha sugerido. Tal idea, además de inconducente, es contraproducente para los partidarios del Apruebo. Si se llegara a proponer que la Moneda tuviera ese poder omnímodo, es probable que muchas personas se inclinaran por el Rechazo, recelosas de que un sector pudiera imponer su visión.
Otro planteamiento cuestionable es la formación de una Comisión de Implementación de la Nueva Constitución designada por el Ejecutivo. Su competencia queda poco clara. Si fuese necesaria una instancia de esa naturaleza, su composición debería ser definida por el Gobierno y el Congreso en conjunto. Así se evitaría la preeminencia de un enfoque unilateral en su funcionamiento.
El transito efectivo a un nuevo orden constitucional supone no menos sino más democracia, y es enemigo de la impaciencia y la precipitación. Cada sector tiene derecho a decir su palabra y a participar en su diseño.
José Antonio Viera-Gallo