Todos los hombres estamos llamados a ser hijos de Dios, pero es la fe, el Espíritu de Jesús y la justicia y el amor lo que hace que de hecho lo seamos.
Es habitual escuchar que todos somos hijos de Dios. Quizá sea conveniente clarificar el significado de esta expresión. Obviamente no significa que seamos criaturas de Dios, pues si ese fuera su significado sería innegable que todos somos hijos de Dios, pero lo serían también los animales, ya que también son creaturas. Tengo la sospecha de que a veces bajo la expresión “todos somos hijos de Dios”, lo que se quiere expresar es que todos somos iguales, en un momento en que la igualdad se ha convertido en un eslogan del discurso dominante, cuando lo que es evidente es que todos somos distintos. Hemos de ser iguales ante la ley y en oportunidades, pero la verdad es que de hecho los seres humanos somos diversos en muchos aspectos: cualidades, capacidades, posibilidades, aficiones, riqueza y tantas otras cosas.
Ahora bien, cuando los cristianos decimos que somos hijos de Dios nos estamos refiriendo a que nuestra relación con Dios es la propia de Jesús, en quien Dios Padre nos ha adoptado como hijos. ¿Tenemos todos esa relación? Veamos cómo responde el Nuevo Testamento. Todos estamos llamados a ser hijos de Dios, como indica la primera carta a Timoteo cuando afirma: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (Tim 2, 4). Pero la cuestión es si de hecho lo somos.
Cuando los cristianos decimos que somos hijos de Dios nos estamos refiriendo a que nuestra relación con Dios es la propia de Jesús, en quien Dios Padre nos ha adoptado como hijos.
Empecemos por las cartas paulinas. En la carta a los Gálatas Pablo afirma que “todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gál 3, 26), con lo que vincula ser hijos de Dios con la fe. En la misma carta dice que “Dios envió a su Hijo… para rescatar a los que están bajo la ley para que recibiéramos la adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre” (Gál 4, 4-6), donde vincula ser hijo de Dios a la acción de Jesucristo y a la recepción de su Espíritu. Repite la misma idea en la carta a los Romanos (Rom 8, 14-16).
Vamos ahora al evangelio de Mateo, donde ser hijos de Dios es una posibilidad, pero no algo ya dado de hecho. Así en Mt 5, 9: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”. De modo que alcanzar el título de hijo de Dios resulta vinculado a trabajar por la paz. En Mt 5, 44-45 se dice: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial”; aquí ser hijo de Dios se vincula con la misericordia y el amor gratuito y universal.
Finalmente, los escritos joánicos; en el evangelio de Juan se dice: “Pero a cuantos lo recibieron [a Jesucristo, el Verbo encarnado] les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 12). Y en 1Jn 3, 9-10 podemos leer: “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él, y no puede pecar, porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios ni tampoco el que no ama a su hermano”.
Así, pues, para la teología joánica ser hijo de Dios es un don divino, pero también una tarea para el hombre vinculada a la fe y al amor. Incluso la primera carta joánica llega a distinguir entre hijos de Dios e hijos del diablo, siendo la justicia el criterio que discrimina unos de otros.
En una palabra: todos los hombres estamos llamados a ser hijos de Dios, pero es la fe, el Espíritu de Jesús y la justicia y el amor lo que hace que de hecho lo seamos.
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels