Quizás nos toca ahora, ante la Pasión, volver a recordarnos que no todo ha pasado y que no todo hay que vivirlo desde la inconsciencia de «no pasa nada».
El fracaso siempre tiene el mismo efecto: nos rompe por dentro. Paraliza nuestras capacidades, hace como que la película de la vida se detenga y uno no sepa muy bien hacia dónde caminar.
Con las lágrimas de nuestros ojos se nos lava el alma y queda liberada de todo lo que no puede, ni debe, ni quiere cargar más. Casi siempre, después de llorar, nuestra alma se siente más ligera.
La humanidad otoñal es un canto al tiempo, a la paciencia, al aprender a desprenderse de cosas que nos atan, a entrar en contacto con el suelo, con el humus, con nuestra propia humanidad, interna y externa.
El problema de la pereza como actitud vital es que termina haciendo que algunas cosas que son importantes —acaso imprescindibles— se pierdan y queden sin hacer.