En medio de la confusión que provocan las diferentes apreciaciones de los acontecimientos y la maldad de los rumores que se propagan, hay que buscar insistentemente la verdad, no simplemente una salida que deje tranquilo.
Faltaban escasas semanas para finalizar el año 1537. Ignacio de Loyola había cumplido, hacía poco, 46 años de edad.
Lo vemos entrar decidido a Roma junto a sus compañeros, todos ya confirmados en un proyecto de vida común al servicio de los demás y colocando a Jesús en el centro de todo. Se ha esfumado la posibilidad de viajar a Tierra Santa y, según lo acordado previamente, se disponen a ofrecerse al Papa para ser enviados a donde estime que sea más necesario. Acababa Ignacio de tener una visión en el cruce de la Storta, cerca de la vía Cassia, a 16 kilómetros de la ciudad, en que se siente recibido debajo de la bandera de Cristo.
Ignacio intuye, sin embargo, que en Roma hallará «las ventanas cerradas, queriendo decir que iban a encontrar allí muchas contradicciones»(1). Efectivamente, así fue. De partida se da cuenta de que han hecho correr el rumor de que él y sus amigos eran fugitivos de la Inquisición; de que eran «alumbrados» (personas que propugnaban la experiencia religiosa personal inmediata por encima de la autoridad de la Iglesia y de la misma Escritura, con desviaciones sexuales bajo el pretexto de que ya estaban entregados a Dios). También se decía que podían ser luteranos disfrazados. Se acusó además a Francisco Javier de que había dejado embarazada a una acompañante espiritual.
Ignacio ante estos hechos da muestra de que no le asustan las contradicciones. Estaba convencido de que «tanto se servirá más Cristo nuestro Señor en esa ciudad, cuanto más estorbos pone el que procura siempre impedir su servicio»(2). En Roma Ignacio exige que se investiguen a fondo las acusaciones, no permitiendo que se den largas al asunto, o que se lleguen a componendas fáciles. Insiste en que se dicte sentencia final. Incluso para lograrlo recurre hasta al Papa. Reacciona así porque piensa que, para hacer el bien a los demás, es necesario «tener buen olor, no solamente delante de Dios nuestro Señor, más aún delante de las gentes, y no ser sospechosos de nuestra doctrina y costumbres»(3). «Porque, ¿cómo podemos creer que nuestro óptimo Dios conservará en nosotros la verdad de la fe santa, si de la bondad huimos? De temer es que la causa principal de los errores de doctrina provenga de errores de vida; y si estos no son corregidos, no se quitarán aquellos de en medio»(4).
Un año después se dictó sentencia absolutoria para Ignacio y los compañeros.
VIVIR EN DESCONFIANZA
Presenciamos en estos tiempos que nos toca vivir una gran desconfianza entre las personas e instituciones. Un expresidente de la República decía recientemente que hay una crispación tan grande en Chile que cualquier tema que se ponga tiene asegurada una opinión tajante.
Cuesta mucho escucharnos y nos estamos haciendo daño. El estilo de «encarnizamiento», término que algunos usan, en la medida que la tecnología se hace más sofisticada permite una mayor crueldad en los efectos, no obstante que en la modalidad sea más políticamente correcta. Parece como que vivimos en una nube tóxica que nos contagia y que va generando efectos nocivos tales como abandono, sentimiento de desconsuelo y desorientación, confusión.
Ante todo esto, no se trata de responder huyendo como desea el salmista: «¡Quién me diera alas de paloma para volar y posarme! Entonces huiría muy lejos, me hospedería en el desierto; me apresuraría a buscar un refugio ante la tormenta y el huracán»(5). Tampoco se trata, como dice el papa Francisco, de «discutir las ideas, no darle la debida importancia al asunto, fijarse demasiado en los perseguidores y quedarse rumiando allí la desolación»(6). No se trata de sentirse víctima de injusticias enormes.
En medio de la confusión que provocan las diferentes apreciaciones de los acontecimientos y la maldad de los rumores que se propagan, hay que buscar insistentemente la verdad, no simplemente una salida que deje tranquilo. La verdad da siempre buen olor. Probablemente toda búsqueda verdadera signifique más tiempo y paciencia y habrá que aprender a esperar aceptando las humillaciones de no poder explicarlo todo. Ignacio pidió en Roma, una y otra vez, en ese año en que vivió el peligro, que se manifestara en forma contundente la verdad de Dios. MSJ
(1) Autobiografía, 97.
(2) Carta de Ignacio de Loyola a Pedro Camps, 29 de agosto de 1555.
(3) Carta de Ignacio de Loyola a Isabel Roser, 19 de diciembre de 1538.
(4) Carta de Ignacio de Loyola a Diego de Gouvea, 23 de noviembre de 1538.
(5) Salmo 55(54) 7-9.
(6) Jorge María Bergoglio, «Cartas de la tribulación», pág. 9.
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Fuente: Artículo publicado en Revista Mensaje N° 673, octubre de 2018.