Solo la humildad que reconoce el daño permite que las heridas sanen y que retomemos nuestra vocación inicial.
Domingo 4 de mayo de 2025
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 21, 1-19.
Jesús resucitado se apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Sucedió así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros».
Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: «Muchachos, ¿tienen algo para comer?». Ellos respondieron: «No». Él les dijo: «Tiren la red a la derecha de la barca y encontrarán». Ellos la tiraron y se llenó tanto de peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: «¡Es el Señor!».
Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban solo a unos cien metros de la orilla.
Al bajar a tierra vieron que había fuego preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: «Traigan algunos de los pescados que acaban de sacar».
Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: «Vengan a comer».
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: «¿Quién eres?», porque sabían que era el Señor.
Jesús se acercó, tomó el pan y se lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos.
Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le respondió: «Sí, Señor, Tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le respondió: «Sí, Señor, sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas». Le preguntó por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo: «Señor, Tú lo sabes todo; sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos, y otro te atará y te llevará a donde no quieras». De esta manera, indicaba con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo: «Sígueme».
En los colegios y universidades, «avanzamos» si cumplimos, si «pasamos la prueba», si estamos a la altura. En nuestros grupos de amigos y amigas, nos valoran y nos confían si damos el ancho, si logramos sobresalir, si evitamos los fracasos y, en particular, si evitamos decepcionar a los y las demás. Según esta lógica, Pedro habría tenido que irse, esconderse, hubiera reprobado y no hubiera pasado de curso. A pesar de grandilocuentes promesas, había negado a Jesús tres veces, en la noche del juicio. Consumido por el miedo, recién se dio cuenta cuando cantó el gallo, de madrugada. Y lloró amargamente.
Igualmente, se quedó con los y las demás. Se encerró con ellos, y volvió a Galilea con ellos, donde el Resucitado había dicho que iba a encontrarlos. No se escondió ante los demás, siguió con la esperanza que podía ser parte. Tal vez es la característica más bella que el Evangelio nos muestra de Pedro: esa humildad de permanecer a pesar de fracasar, a pesar de equivocarse, a pesar de sobreestimar su valentía rotundamente, al meterse en casa del sumo sacerdote y allí, entre espada y pared, perdió la valentía y negó tres veces que era parte de este grupito de galileos que consideraban a Jesús el rabí, el Mesías.
¿No es que también nosotras, nosotros podemos nombrar estas tres veces que negamos a Jesús? Y si no lo escondemos bajo la alfombra, sabemos cuán difícil es seguir después, en vez de «mandarnos a cambiar» a una comunidad donde nadie nos conoce, en vez de volver a casa con frustración. Cuántas ganas tenemos, de cara a estas situaciones, de decir: «Ya no hago nunca nada más, así por lo menos, no hago daño». Es allí donde Jesús nos invita a volver a reconocerlo en el primer amor, en el primer entusiasmo.
¿No es que también nosotras, nosotros podemos nombrar estas tres veces que negamos a Jesús?
Cuando volvieron a Galilea, a su antigua vida, a pescar, se repite, de repente, la primera noche en la que Pedro conoció a Jesús. No habían pescado nada, tal como ahora, y a una sugerencia de Jesús, cambiaron de estrategia y la abundancia casi les hunde, tal como ahora. Lo reconocen. Incluso antes de que comparta pan y pescados con ellos.
Pedro carga con la negación, aunque en ese momento, la alegría le había hecho olvidar. Pero Jesús sabe que, sin reparar el daño causado, más tarde seguramente le iba a costar seguir. Tres veces dijo Pedro «no, no lo conozco», y tres veces Jesús le pide responder que sí le ama. Y la Ruaj habla en las respuestas de Pedro. El amor repara. El amor no simplemente olvida. Y el amor nos envía también tres veces. Escuchemos este mensaje del Resucitado. Dejemos que sane las heridas. Que nos vuelva a invitar. Y también, a ser parte de la reparación.
No se trata de olvidar. Solo la humildad que reconoce el daño permite que las heridas sanen y que retomemos nuestra vocación inicial. Tres veces enviadas también nosotras: «apacienta mis ovejas».
Fuente: Mujeres Iglesia Chile / Imagen: Pexels.