Trump/Netanyahu: La paz como extorsión

Para que un plan de paz fuese creíble, la erradicación del fundamentalismo islámico y de su brazo armado contemplado por el plan de «paz» debería ser acompañado por un proceso análogo en la sociedad y la política israelí.

El plan de «paz», valgan las comillas, dado a conocer en días recientes por Trump y Netanyahu es, antes que nada, una maniobra para eximir a Israel de su responsabilidad por el genocidio en Gaza, así como para asegurar que los palestinos serán, en el mejor de los casos, ciudadanos de segunda clase en su territorio. Una lectura de los puntos principales de dicho plan lo pone en evidencia. 

Parto por observar el contexto: si bien el plan ha sido anunciado como solución a una guerra (la «guerra en Gaza»: así gran parte de la prensa internacional la ha llamado), se trata del producto exclusivo de uno de los contendientes: los EE.UU. de América e Israel, con Trump y un extremista de ultraderecha como Netanyahu a la cabeza. Y el otro de los contendientes, ¿por qué no ha sido considerado? 

Que no lo haya sido pone en evidencia que en realidad nunca hubo tal guerra. Pues después de los acontecimientos del 7 de octubre del 2023 —una explosión de odio por parte de los recluidos en la Franja de Gaza, la mayor cárcel al aire libre del planeta, similar al odio con que los mismos judíos, cada vez que pudieron rebelarse, arremetieron contra sus carceleros nazis— Israel lanzó una descomunal campaña de exterminio, limpieza étnica, terror y destrucción material contra la población palestina. Con su sofisticación tecnológica, demostrada en sus ataques a Hezbolah y a Irán, Israel bien podría haber apuntado con precisión a Hamas, sus dirigentes y militantes. En cambio, optó por aplanar Gaza con bombas de enorme poder. Y lo hizo en pos del objetivo que sus gobernantes han proclamado a los cuatro vientos: apoderarse del territorio que los palestinos aún conservan, en consonancia con el proyecto de un «Gran Israel». No hubo guerra entonces, sino genocidio, bajo el pretexto de derrotar a Hamas y liberar a los rehenes.

Este genocidio es reconocido hoy tanto por la ONU como por gran parte de las naciones del planeta. No obstante, el plan de «paz» lo desconoce totalmente. Con esto, pretende que no haya juicio a los culpables; tampoco reconocimiento, ni reparación simbólica. Pero entonces no habrá paz. Por cierto, en tanto dicho plan ofrece poner fin de inmediato a la guerra, proporcionar ayuda humanitaria y rehabilitar infraestructuras, hospitales y panaderías, mal podrían los gazatíes desaprobarlo. Pero tales promesas contienen implícitamente aquello que Israel, su gobierno y una parte no menor de su población hasta ahora han querido negar: la destrucción generalizada, la realidad de la muerte por inanición. De este modo, completan la tarea. Se trata entonces de una extorsión a gran escala: a cambio de recuperar solo lo mínimo necesario para una existencia civilizada —nada se dice, por ejemplo, de escuelas y universidades—, los gazatíes habrían de aceptar que sus sufrimientos, sus muertos, pasen al olvido.

Por cierto, la experiencia histórica dice otra cosa. Niños y jóvenes sobrevivientes, portadores de la traumática experiencia de la muerte y el hambre al por mayor, no podrán evitar tomar venganza. En el plazo de una o dos décadas, no solamente Israel, sino también los países árabes que apoyan este plan, así como las democracias liberales de Europa y los EE.UU. verán surgir una ola de terrorismo sin parangón. Pues esta es la lección que los EE.UU. e Israel han venido impartiendo a los árabes por décadas, y que ahora han reforzado con una suerte de curso intensivo: las ofertas de paz, pasadas y presentes, no son ni han sido más que maniobras distractivas (ya Netanyahu ha dejado en claro la falsedad de la vaga promesa de un estado palestino incluida en el plan que, junto a Trump, él mismo suscribió). En suma: la única verdad ha sido y será la violencia y la guerra. Enorme potencial bélico, por un lado, terrorismo, por el otro: eso depara el futuro.

El plan de «paz» incluye lo que llama A Trump economic development plan. Este promete hacer surgir en Gaza «ciudades milagro modernas [estilo] Oriente Medio», así como poner en práctica «muchas propuestas de inversión bien pensadas e ideas de desarrollo apasionantes […] que crearán empleo, oportunidades y esperanza para la Gaza del futuro». Pero además de autor de este «plan de desarrollo», Trump será presidente de la «Junta de Paz» encargada del «control y la supervisión» del «comité […] tecnocrático y apolítico» que, plan de «paz» de por medio, habrá de regir los destinos de Gaza durante un periodo supuestamente transitorio. Basta entonces con un poco de imaginación para inferir en qué consisten estas «ideas de desarrollo apasionantes». Pues, como Trump lo ha manifestado públicamente ya en más de una ocasión, se trata de hacer de Gaza, con sus magníficas playas, un resort de lujo para los billonarios del mundo entero. Y los gazatíes —¡aleluya!— ya no serán expulsados: «Animaremos a la gente a quedarse», dice el plan de «paz». Y, en efecto, el buen criterio imperial —el ejercido por Persia y Roma cuando en su momento conquistaron Palestina— aconseja mantener al grueso de la población, menos las élites políticas e intelectuales, en su suelo. De lo contrario, ¿quién va a trabajar mientras los billonarios se divierten? Con su antigua y refinada cultura, las y los palestinos podrán ser intachables e invisibles sirvientes, ocultos en la penumbra de cocinas, garages y pasillos traseros, mientras Trump, Netanyahu y Cía. retozan alegremente sobre la arena y las olas.

Trump será presidente de la «Junta de Paz» encargada del «control y la supervisión» del «comité […] tecnocrático y apolítico» que, plan de «paz» de por medio, habrá de regir los destinos de Gaza durante un periodo supuestamente transitorio.

En uno de sus puntos, el plan establece: «En un plazo de 72 horas desde que Israel acepte públicamente este acuerdo, todos los rehenes, vivos y fallecidos, serán devueltos». Y en el punto siguiente se establece la liberación de presos: «1.700 gazatíes detenidos después del 7 de octubre de 2023, incluidas todas las mujeres y niños detenidos en ese contexto». Por un lado, rehenes; por el otro, presos, incluyendo niños. Pero surge la pregunta, ¿acaso no son estos últimos también rehenes? En otras palabras, ¿será acaso la toma de rehenes una práctica exclusiva de esos «animales» —los palestinos, en general, según, entre otros, el exministro de defensa israelí Yoav Gallant—? ¿O ha venido siendo practicada durante ya largo tiempo por Israel, en consonancia con su política expansionista, que requiere rehenes para infundir el terror sobre los habitantes de los territorios ocupados? 

Dos puntos del acuerdo se refieren a la entrega por parte de los militantes de Hamas de sus armas. En uno de ellos, a cambio de comprometerse «a la coexistencia pacífica y a retirar sus armas», se les ofrece amnistía (pero no se les garantiza no ser asesinados por los servicios secretos israelíes, como bien sabemos suele ocurrir). El otro anuncia «un proceso de desmilitarización de Gaza bajo la supervisión de observadores independientes». Pero ¿qué ocurre con Israel? Para que un plan de paz fuese creíble, la erradicación del fundamentalismo islámico y de su brazo armado contemplado por el plan de «paz» debería ser acompañado por un proceso análogo en la sociedad y la política israelí, empezando por el reconocimiento por parte de Israel de las atribuciones del Tribunal Internacional de Justicia para juzgar y castigar a los autores intelectuales e instigadores del genocidio en Gaza, y a sus principales ejecutores.

Pero esto sería solo el inicio: se trataría también de erradicar los asentamientos israelíes en la Cisjordania (de ello el plan de «paz» guarda absoluto silencio) y del desarme de los colonos, de modo que Israel retorne a sus fronteras anteriores a la guerra de 1967 —estas son hoy por hoy reconocidas incluso por Hamas— y se comprometa a abandonar todo ulterior proyecto expansionista. A la vez, los movimientos etno y teonacionalistas deberían ser puestos fuera de la ley, de la misma manera como sucedió con el nazismo y el fascismo en Europa al fin de la II Guerra Mundial. Asimismo, el ejército israelí que, según fuentes confiables, como el diario Ha’aretz, ha sido infiltrado por dichos movimientos, debería ser sometido a una rigurosa restructuración. Lo mismo debería suceder con el sistema educacional, la policía, los servicios secretos, la industria tecnoarmamentista.

Por sobre todo esto, Israel debería dotarse de la Constitución de la cual hasta hoy carece, no obstante haber sido prometida para octubre de ese mismo año, en el mismo momento en que declaró su independencia, el 14 de mayo de 1948. Esa tan postergada Constitución debería asegurar a todos sus habitantes idénticos derechos, al margen de creencias religiosas y procedencia étnica. Asimismo, todo el dispositivo del apartheid instalado por Israel en los territorios ocupados debería ser desmontado. En suma, se trataría, nada más y nada menos, de hacer de Israel lo que hasta ahora solo pretende ser: una genuina democracia liberal.

Todo esto parece meramente utópico. Pero dejaría de serlo de inmediato si los EE.UU. decidieran poner fin al apoyo incondicional que le han prestado a Israel. Pues este ha hecho posible que el fundamentalismo religioso y etnonacionalista se expanda sin control, hasta llegar hoy, de la mano de Donald Trump, a pretender, bajo el manto de la «paz», borrar el genocidio en Gaza. Y que esto suceda depende en parte de la opinión pública norteamericana: esta, según encuesta reciente del New York Times, está abandonando aceleradamente su tradicional apoyo a Israel y transfiriéndolo a los palestinos. Es razonable pensar que este es el factor que habría llevado a Trump a pasar del ultimatum a la negociación con Hamas en los días posteriores al anuncio del plan de «paz». Por cierto, con esto Trump y Netanyahu están lejos de haber renunciado a la concepción de fondo que anima el plan. Por ello, todo lo que hasta ahora ha resultado de tal negociación ha de ser visto con sospecha: un cambio transitorio que, si bien trae alivio a la población de Gaza, pretende que nada cambie.

Todo lo que hasta ahora ha resultado de tal negociación ha de ser visto con sospecha.

El prestigio de todo lo relacionado con lo judío ya venía en alza con esa legión de intelectuales, artistas, científicos y humanistas de origen judío —Sigmund Freud, Albert Einstein, Franz Kafka, Marc Chagal, Hannah Arendt, Leonard Bernstein, Promo Levi, por solo nombrar algunos— que tanto ha influido en la cultura contemporánea. Con el Holocausto, ese prestigio se elevó: el sufrimiento de los judíos bajo el nazismo era el de la humanidad entera; su memoria parecía hacer de los judíos los aliados naturales del resto de la humanidad sufriente. Y así sucedió, por ejemplo, con la lucha por los derechos civiles en los EE.UU. de los años 1950 y 60, que los judíos norteamericanos en su gran mayoría apoyaron, y por la cual más de alguno dio su vida junto a sus compañeros de piel obscura.

No obstante, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el etnonacionalismo israelí inició la apropiación de esa memoria. Así, con la colaboración, consciente o no, de algunos intelectuales europeos, surgió en torno al Holocausto una ideología que hizo de este acontecimiento algo único, e inconmensurable con las experiencias dolorosas de otros pueblos. Tal ideología contribuyó a insensibilizar a muchos judíos, tanto en Israel como fuera de él, de cara a los sufrimientos del resto de la humanidad. Y así se forjó la más nociva versión del tópico del «pueblo elegido». Y con ella como blindaje de las conciencias, Israel terminó por precipitarse al abismo moral y político del genocidio.

Durante décadas de hegemonía liberal, los EE.UU han ignorado las permanentes violaciones cometidas por Israel contra los derechos del pueblo palestino, la ley internacional y los derechos humanos. Y han intentado justificar ese tácito apoyo presentándolo como lucha contra el antisemitismo. Ahora el gobierno de Trump, en su afán de legitimar su autoritarismo antiliberal, recurre al mismo argumento. Las universidades, por ejemplo, han de ser intervenidas pues serían nidos de antisemitas. Así, ironías de la historia, Trump se apropia del argumento y lo vuelve en contra de quienes lo usaron en el pasado; una vez más, las agresiones de los EE.UU. y sus aliados no solo en el plano planetario, sino también en contra de sus propias poblaciones, recurren a una supuesta protección de los judíos para legitimarse. Con esto, los judíos aparecen —aparecemos— ante el mundo entero como responsables finales de las tropelías de los EE.UU. en su empresa imperial. Y la opinión pública poco a poco va asimilando el mensaje. Si el antisemitismo aumenta, como al parecer está sucediendo, la responsabilidad le cabe a Israel y muy particularmente a su protector, la potencia imperial de nuestro tiempo.

No somos pocos los judíos que ante todo esto hemos dicho «no en nuestro nombre». Pero ¿alguien nos escucha? Y ¿tiene la cultura judía, secular o religiosa, algún porvenir? ¿O está destinada ella misma a quedar sepultada en el abismo moral y político abierto por un genocidio carente de expiación?


* El autor de este artículo escribió el libro Israel en Gaza: la encrucijada histórica del judaísmo, publicado a inicios del 2025 por la editorial Paidós. / Imagen: OMAR AL-QATTAA / AFP.

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