Recuerdo que mi abuela Carmen, a una edad ya bastante avanzada, seguía diciendo que “alguien se tenía que quedar en este mundo”. Como si no pudiera imaginar una tierra que no fuese mirada por nadie: alguien se tenía que quedar. Por supuesto, mi abuela pensaba que sería ella la elegida. Mientras tenía salud suficiente, no acababa de creerse su propia muerte. Albergaba la esperanza de ser ese par de ojos que permitirían que siguiera habiendo mundo.
Por supuesto, mi abuela acabó falleciendo, como lo haremos algún día todos. Pero la sensación que tenía no me parece fruto simplemente de la ignorancia o de la fantasía humana. En realidad, sabemos de la muerte porque la experimentamos ya en nuestro cuerpo, con intensidades distintas. También la vemos en el cuerpo sin vida de los demás, prolongada después en su ausencia. De modo que es razonable mantener una cierta duda sobre nuestra propia muerte hasta que no se hace muy presente, hasta sentir en el cuerpo que aquella podría ser inminente o cercana. Mientras no se hace una experiencia de este tipo, lo juicioso —permítaseme la ironía— sería suspender el juicio, como hacía mi abuela.
Sabemos de la muerte porque la experimentamos ya en nuestro cuerpo, con intensidades distintas.
En estos días la liturgia de la Iglesia nos invita a releer y volver a rezar con el libro del Génesis. Uno de sus pasajes más conocidos es el del llamado diluvio universal. Dios ordena a Noé construir un arca: su familia, junto a parejas de animales y aves, servirán para repoblar la tierra, pero todo lo demás perece. Sin embargo, cuando la calamidad termina, Yahvé dice: “No exterminaré ya más toda carne con aguas de diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra”. Nada volverá a destruir completamente la vida.
Qué experiencia tan maravillosa de Dios ha tenido que hacer el autor bíblico para escribir estas palabras. ¿No tendrá que ver esta fe con esa nostalgia que experimentamos ya, cuando pensamos que un día no estaremos, que no estarán nuestros seres queridos? Echamos ya de menos los ojos que no tendremos y las personas que se habrán ido, y desearíamos que su carne sobreviviera para seguir generando mundo. Si, como le pasaba a mi abuela, no acabamos de creer nuestra muerte, ¿no puede ser que esté actuando en nosotros ese Espíritu de Dios que habla de una vida indestructible?
Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.