Sr. Director:
Hace unos días, en la esquina de calles Cochrane y Angol, pleno centro de Concepción, pasados unos minutos de las 4 de la tarde, vi a un hombre desnudo con gran parte de su cuerpo tiznado de negro, solo con restos de ropa en sus tobillos, caminando con decisión y con su piel muy roja. No podía entender qué le pasaba. Quiero ser así de concreto, porque esta no es una conversación sobre la pobreza, sobre la justicia, sobre el individualismo, sobre la inequidad de oportunidades, ni es un relato filosófico: es sobre un hombre concreto, que resolvió hablarnos sobre una realidad que no escuchamos. Más tarde, escuché que un hombre en situación de calle se había quemado a lo bonzo en el parque Ecuador, y recién entendí lo que había visto.
Escribo desde el dolor, con mucha humildad y con la sola intención de que la acción de este hombre pueda quedarnos resonando.
No puedo olvidar su rostro. Dibujaba la rabia y el dolor con ojos fijos adelante, probablemente en hacia donde se dirigía. No miraba a nadie. Parecía que no existíamos —sus labios apretados por esto mismo—, pero eran un rostro y un caminar decididos. Fue capaz de caminar ocho o nueve cuadras porque necesitaba hablarnos, lo escribió en su cuerpo y su mirada.
Caminó por la ciudad. Por sus calles símbolo del sistema que hemos construido, en el cual él se encontraba en un margen, quizás fuera de él. Caminó para hablarle a este sistema. Para hacerse visible y mostrarse que existía, porque no basta con que tengamos colchones en las calles de gente que duerme ahí, porque evidentemente nos molestan, huelen mal, tratamos de no verlos, o bien los normalizamos. Quiso escribirlo para que nos fuera inevitable verlo. Decir algo a la sociedad completa y también a esta institucionalidad, a nuestras leyes, a nuestro presupuesto en el Congreso, a nuestra rasgadura de vestiduras sobre los derechos humanos el día anterior.
También le quiso hablar a Dios, a los católicos y a los que nos decimos querer vivir al modo de Jesús, a la Iglesia «en el templo donde nos gusta guardar a Dios», y quiso probablemente reclamarle por su vida, por la vida de muchos en la calle, durmiendo en nuestras veredas, durmiendo en rucos en sitios eriazos, mujeres y hombres. Nos gusta creer que están sepultados por la droga o el alcohol, o que les gusta vivir en la libertad de la calle (lo creemos casi poético). Ellas y ellos están sepultados principalmente por nuestro abandono. ¿De la sociedad? ¿De Dios?
Una amiga me decía que no escuchábamos su dolor, que ese dolor no lo escucha ni Dios ni la sociedad. Pero ¿quién es Dios y quiénes, la sociedad? Mi fe me dice que hoy día Dios actúa a través de las personas y que las sociedades no son algo etéreo, sino la sociedad somos todas y cada persona, desde las autoridades hasta las y los ciudadanos de a pie. Maturana, consultado sobre el amor, decía que para él «el amor es hacer aparecer al otro». Estamos haciendo aparecer en nuestras vidas a estas personas, a estos seres humanos que están sufriendo el abandono, una sociedad que probablemente no tiene todos los recursos para atender sus necesidades, pero la verdad es que no nos importan, al igual que los niños abusados y los niños capturados por la delincuencia, ni tampoco las mujeres que son abusadas y que por estar en la calle nadie les cree.
Hago esta carta con mucho dolor porque es necesario. ¿Qué más se puede decir? ¿Escribiremos la historia de este hombre que ha dado su vida? Hay tanto que decir, tanto panel para hablar sobre la pobreza, tanta ley por tramitar para remediarlo. Pero nada será posible mientras no abramos nuestro corazón, mientras no los hagamos a ellos parte de nuestra vida, mientras no hagamos nuestro su dolor.
El dolor nos moviliza. La carta escrita en su cuerpo por este hombre no es para que nos dé sólo pena y nos inmovilice. Es para que caminemos, como él lo hizo en deplorables condiciones por varias cuadras. Este hombre no le habló a un imaginario institucional o religioso. Nos está hablando al corazón de cada uno y cada una. Tenemos la oportunidad de escucharlo. ¿Qué vamos a hacer con lo que nos está diciendo?
He escrito todo esto con mucho amor y respeto por este hombre que vi caminando en una calle en Concepción.
Augusto Fuentes C.