Una farisea y una publicana habitan en mí

El Evangelio que anunciamos las mujeres. No estamos llamadas a ser “perfectas” sino “completas”, capaces de reconocer, nombrar y aceptar toda nuestra verdad.

Domingo 23 de octubre de 2022
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, según Lucas 18, 9-14

Jesús dijo esta parábola por algunos que estaban convencidos de ser justos y despreciaban a los demás. ‘Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto de pie, oraba en su interior de esta manera: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y doy la décima parte de todas mis entradas». Mientras tanto el publicano se quedaba atrás y no se atrevía a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador.» Yo les digo que este último estaba en gracia de Dios cuando volvió a su casa, pero el fariseo no. Porque el que se hace grande será humillado, y el que se humilla será enaltecido’”.

Los publicanos eran los recaudadores de impuestos. Roma calculaba los impuestos que se podían cobrar en un distrito o una zona y arrendaba o licitaba esa cantidad a algunos judíos importantes. El que conseguía quedarse con el arriendo o la licitación procedía a cobrar los impuestos a la gente. Por su parte, los fariseos eran un grupo político, social y religioso, y una escuela judía de pensamiento en Israel. Multiplicaban sus ayunos y pagaban el diezmo con rigor mientras se alejaban del espíritu de la ley.

En tanto el fariseo se felicita a sí mismo jactándose de no ser como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros… el publicano se acoge a la piedad de Dios sabiéndose pecador. Ambos oran en el templo: uno desde su práctica religiosa formal, el otro desde su oficio de cobrar impuestos para los conquistadores romanos. De este, Jesús asegura que volverá a su casa en gracia de Dios.

El fariseo se felicita a sí mismo jactándose de no ser como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros… el publicano se acoge a la piedad de Dios sabiéndose pecador.

¿Cómo el publicano vuelve en gracia de Dios a la vez que continúa ejerciendo un oficio que le denigra entre los suyos?

El oficio de cobrar impuestos a los judíos favorece el abuso, la corrupción y la impunidad del publicano. Y pagar impuestos es una de las prácticas de poder que ejercen los conquistadores sobre los conquistados, quienes pierden soberanía y dignidad, en especial los empobrecidos. Hoy se ejercen oficios que restan soberanía y dignidad a las personas y a los pueblos. Entre otros, los oficios que nos endeudan con la venta de bienes y servicios superfluos, o, de primera necesidad y de baja calidad; y, el oficio de legisladores, que firman tratados que entregan bienes naturales de nuestro país al capital transnacional.

Orar desde un corazón con la sensibilidad del publicano, desde nuestra frágil naturaleza, clamando piedad a Dios padre/madre y atentas a acoger su gracia en nuestras vidas nos abrirá a modos creativos y nuevos de ejercer nuestros propios oficios, para más soberanía, para más dignidad de nuestros próximos y de nuestro país.

Según el psicoanalista Carl Jung (1875-1961) habitan nuestra psique imágenes y sombras. Para Enrique Martínez (*) la imagen es lo que desde niñas nos esforzamos en construir para lograr el reconocimiento y la aprobación de los otros. Sombra, por el contrario, es el precio que tuvimos que pagar para construir esa imagen: para cada uno de los rasgos de la imagen que queríamos potenciar, tuvimos que esconder —aun sin darnos cuenta— el rasgo opuesto, relegándolo a la zona oscura de nuestro psiquismo.

Sombra es el material psíquico que hemos reprimido, negado, disociado o enajenado, produciendo una fractura o escisión —una neurosis— en nuestro interior. Ese material oculto sigue activo como poderosa energía psíquica. Si no se le permite “vivir” en la propia persona, será forzosa e inconscientemente proyectado en otros. Conocemos ese material atendiendo a la ley: “Todo lo que me crispa del otro, me pertenece”.

Es posible unificarnos saliendo de la mentira personal, en la medida en que logramos reconocer, aceptar e integrar nuestra propia sombra, como parte de nosotras mismas. Integrar la imagen con la sombra hace posible nuestra reconciliación psicológica. Si no se trabaja con la propia sombra, los mejores propósitos (éticos, religiosos, espirituales) pueden verse saboteados por motivos inconscientes y sin darnos cuenta de ello.

El fariseo, después de resumir la “media verdad” que alimentaba su imagen, se compara con aquellos a quienes parece despreciar por ser “ladrones, injustos y adúlteros”. Escondido en lo más profundo de su sombra, habitaba también un yo ladrón, injusto y adúltero, que pugnaba por salir. Cuando el fariseo afirma: “No soy ladrón…”, otra voz en su interior —la voz de la sombra, que él es incapaz de oír— añade: “…pero me encantaría serlo”. En lugar de reconocer esa verdad, trabajarla e integrarla, le resulta más cómodo verla fuera de sí, en los otros, a quienes ve peores que él y condena sin piedad.

En cada una de nosotras convive una “farisea” orgullosa e hipócrita, que busca autoafirmarse falsamente ocultándose parte de su verdad, y, una “publicana” con frecuencia relegada a la oscuridad más completa. Cuando nos abramos a esa doble realidad, aceptándola, “volveremos a nuestra casa justificadas”, es decir, reconciliadas.

No estamos llamadas a ser “perfectas” sino “completas”, capaces de reconocer, nombrar y aceptar toda nuestra verdad. De este modo paradojal, reconocer la sombra al bajarnos del pedestal de nuestra imagen idealizada, nos hace humildes y nos humaniza, volviéndonos “humus”, tierra blanda, receptiva y fértil.

¿Qué hacer para avanzar en esa integración que, unificándonos, nos pacífica y humaniza? Junto al trabajo psicológico, hecho desde la lucidez y la aceptación de la propia verdad, es imprescindible una actitud creciente y sentida de acogida de sí.

Necesitamos —mirándonos con bondad y acogiéndonos con amor— abrazar pacientemente, una y otra vez, toda nuestra debilidad, fragilidad, vulnerabilidad, como si estuviéramos comprendiendo y amando a nuestra mejor amiga. Cada abrazo de nuestra parte débil nos hará crecer, de un modo paradójico, en fortaleza interior. Porque el núcleo de la debilidad, si la aceptamos sin contarnos “historias mentales” sobre ella, es fortaleza. Y al abrazar la vulnerabilidad estamos recorriendo el camino de “vuelta a casa”, donde nos sentiremos cada día más unificadas. Y estaremos en gracia de Dios padre/madre, como afirmara Jesús respecto del publicano.

(*) www.enriquemartinezlozano.com


Imagen: Pexels.

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