Este es un tiempo privilegiado para recuperar la vocación del servicio público, sea mediante un compromiso cívico o una vinculación política, acorde a la inclinación de cada ciudadano.
El Instituto Nacional de la Juventud acaba de publicar los resultados de su Octava Encuesta Nacional (2015). Por primera vez, incluye una muestra de la población adulta de entre 30 y 59 años de edad, lo cual permite tener una mirada de conjunto y, a la vez, comparar los resultados entre dos generaciones. Este sondeo revela que los esquemas tradicionales de participación y representación están en una profunda crisis de legitimidad, y, por tanto, es una llamada de atención sobre la urgencia de modernizar, transparentar e impregnar de sentido ético la actividad política.
DEMOCRACIA Y PARTICIPACIÓN
En el apartado sobre la democracia y la participación sociopolítica de la juventud, el 21% de las personas jóvenes señalan estar interesadas o muy interesadas en la política, mientras que 79% declaran que están poco o nada interesadas en ella. El Informe constata que el bajo interés en la política convencional y la elevada desconfianza hacia los actores políticos afectan también a los adultos. Sin embargo, la desvinculación con los procesos electorales está más presente en la juventud: su participación cívica no se siente representada en el voto.
Las nuevas generaciones están desarrollando una multitud de nuevas formas de comprometerse en lo cívico y lo social. Se alejan de la participación política convencional mientras crece su participación en organizaciones, manifestaciones sociales o en actividades como el voluntariado. Sus acciones representan un reconocimiento de interés en los asuntos públicos y este se desplaza desde el sistema político convencional hacia lo social.
RECUPERAR EL SENTIDO CÍVICO
En el contexto de una cultura que promueve el individualismo asocial, el primer paso ineludible es la formación de un sentido de pertenencia a un grupo, porque vivir es convivir. En otras palabras, la pregunta que un ciudadano tiene que hacerse es qué puede aportar a la sociedad para que sea un lugar digno para toda la ciudadanía, y no lo que el país le puede entregar para satisfacer sus propias necesidades.
En la actualidad se ha instalado el discurso sobre los derechos ciudadanos, pero existe un silencio evidente acerca del valor de la responsabilidad ciudadana. Uno no se entiende sin el otro. La democracia supone la participación en diversas dimensiones de la vida común: lo político, lo social y lo cultural. Es preciso el paso del infantilismo egocéntrico, en el que solo se tenga de referencia a sí mismo, a la madurez adulta en la que uno se comprende como miembro de un grupo. Además, existe la defensa corporativa de derechos que se distribuyen de manera desigual, es decir, está el individualismo de ciertas élites que no dan ejemplo de reparto equitativo de cargas y recompensas, lo cual produce un desencanto con respecto a la acción política democrática como vía para construir una sociedad siempre más justa y fraterna.
La democracia es un gobierno donde la última responsabilidad la tiene la ciudadanía, que, a su vez, la ejerce mediante representantes elegidos. Por ello, el concepto de bien común es clave y prioritario. Trabajar por —y pensar desde— el bien común del país asegura los bienes individuales de todos (¡y no solo de algunos!); mientras cuidar unilateralmente los bienes individuales (de una persona o de un grupo privilegiado) no asegura para nada el bien de todos.
La ética cristiana entiende el bien común como la capacidad de hacerse cargo de los derechos universales de todas las personas y detectar las necesidades individuales y grupales de la sociedad, discernir esas necesidades según el criterio de la dignidad humana (lo que en ética se llama “una discriminación positiva”) y priorizar la acción pública de manera acorde. Por tanto, lo “común” es la opción del Estado y de la ciudadanía, mientras que el “bien” se determina según las necesidades más urgentes (vivienda, educación, trabajo, pensiones…). De esta manera, se asegura la inclusión en la sociedad, es decir, el todo se define por la inclusión de aquellos que están marginados.
Actualmente, la sociedad se encuentra muy desintegrada por el poder omnímodo de una economía financiera que actúa con significativa independencia de los poderes legítimos y debilita las instituciones. Los individuos han multiplicado sus relaciones virtuales con las nuevas tecnologías, pero se sienten impotentes para hacer los cambios necesarios y eso produce la indignación que con mucha dificultad se transforma en efectiva acción política. De ahí la necesidad urgente de ahondar en la formación de los actores que sean verdaderos sujetos sociales, con una conciencia profunda de su responsabilidad en el conjunto.
REIVINDICAR LO POLÍTICO
La política responde a la condición de la sociabilidad del ser humano, y, por ello, dice relación, en su sentido original, con la construcción de la polis (la ciudad). La política es el arte de hacer posible los ideales que conforman una sociedad siempre más fraterna y justa, para que cada ciudadano pueda realizarse como ser humano, asumiendo, a la vez, sus responsabilidades para con la sociedad de la cual forma parte. La historia ha enseñado que las ideas de cambio (revolución) precisan aprovecharse de lo positivo del presente (reforma). La revolución (un cambio profundo) es la meta, pero la reforma es el camino más sólido y duradero.
El papa Francisco, en su primera exhortación apostólica, presenta con claridad el pensamiento cristiano sobre lo político. “¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común. Tenemos que convencernos de que la caridad no es solo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas” (Evangelii Gaudium, 24 de noviembre de 2013, No 205).
RECUPERAR LA VOCACIÓN POLÍTICA
La política es una necesidad, pero algunos han hecho de ella una necedad. La distancia entre la ciudadanía y el mundo político puede ser hoy comprensible. Los casos de corrupción debido al poder político o económico, la ausencia de un verdadero debate de ideas y la preeminencia de los cálculos matemático-electorales, la desmesurada ambición personal de algunos políticos y el ambiente de descalificación, entre otros factores, han contaminado —quizás envenenado— el escenario político. Aún más, en el actual año electoral se prioriza hablar de personas que tendrán que figurar como conductores, pero muy insuficientemente se debate sobre programas concretos, pese a que lo que justifica la búsqueda del poder político es un proyecto de país, unas prioridades, un programa capaz de unir la ciudadanía en torno a un sueño.
Sin embargo, también existen signos positivos. Hoy la ciudadanía exige transparencia, surgen movimientos que exigen cambios y postulan otra manera de hacer política, y se expresa públicamente el descontento.
En este contexto, no hay que ser injusto en la mirada sobre el mundo político, porque “algunos” no es lo mismo que todos y “a veces” no significa siempre. Dentro del mismo mundo político está también la semilla de ir purificando el ambiente. A la vez, no basta la indignación si no es acompañada del compromiso fiel y creativo.
Este es un tiempo privilegiado para recuperar la vocación del servicio público, sea mediante un compromiso cívico o una vinculación política, acorde a la inclinación de cada ciudadano. Criticar es fácil, pero totalmente inútil y dañino si no va acompañado de propuestas concretas. La auténtica indignación implica el compromiso correspondiente para mejorar la situación. Además, la verdadera transformación política supone, por una parte, liderazgos capaces de tomar decisiones escuchando y, por otra, la valentía de tomar decisiones que no necesariamente satisfacen a todos, porque la búsqueda del bien común implica priorizar.
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Editorial Revista Mensaje n° 659, junio de 2017.