Y mándame ir a ti

Al decirle “mándame ir a ti” pedimos que todo lo que hable de nuestra vida sea la expresión del misterio que configura nuestros días.

A veces, deseo. Otras, necesidad. Algunas, huida… ¡qué fácil sería así el seguimiento del cristiano! Ojalá que todas nuestras dudas se resolvieran así: el mismo Dios se encarga de mandarnos ir a Él con todo lujo de detalles, con una programación escrupulosamente pautada y ubicada en nuestro apretado Google calendar (que a veces parece más una paleta de colores que una vida apasionadamente entregada).

Pero no. Le pedimos que nos mande ir a Él porque esto no funciona aguardando instrucciones de una voz enlatada, sino intuyendo su Querer en medio de la vorágine de los días. Más que una planificación temporal, nuestro Señor se nos muestra como una notificación eterna que nos recuerda para qué fuimos creados. Sin embargo, hay que querer recibirla: ¡bendito recordatorio saber que la petición fundamental de nuestra existencia es que nos mande ir a Él, porque ese es nuestro destino!

Nuestro Señor se nos muestra como una notificación eterna que nos recuerda para qué fuimos creados.

Desearlo con insistencia es poner en valor que nuestro fin es llegar a su abrazo. Toda una vida tendida y pendiente de ese abrazo eterno: llegar a Él siendo plenamente aceptados, plenamente acogidos, plenamente amados.

Dios ya se encarga de enviarnos las notificaciones oportunas para no olvidarlo. Porque no se trata de una dictadura de salvación que nos diga qué pasos concretos dar, sino de la aventura de hallar en todos y en todo ese abrazo. Un abrazo que nos espera y que nos da sus primicias aquí en la tierra.

Al decirle “mándame ir a ti” pedimos que todo lo que hable de nuestra vida sea la expresión del misterio que configura nuestros días. Y mientras tanto, que no nos pase como a Pedro que, al dudar, hasta el viento le tambaleó sobre las aguas… ¡ay, hombres de poca fe! Su mano está tendida para sostenernos hasta entonces.


Fuente: https://pastoralsj.org / Imagen: Pexels.

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