Se cumplieron 25 años del genocidio de Ruanda en el que fueron masacradas unas 800 mil personas en medio de un odio delirante e implacable.
En realidad, nunca se sabrá el número cierto de muertos de esa masacre apocalíptica. La cifra de 800 mil víctimas es apenas una estimación, algunos conteos llegan al millón de muertos, y también más. Así como tampoco será posible expresar el horror vivido por adultos, niños, ancianos, mujeres y hombres que pudieron ver el Mal en acción, con mayúscula.
La tensión en Ruanda en ese abril de 1994 iba in crescendo, hacía meses y años que, entre las dos etnias, hutu y tutsi, la violencia estallaba en matanzas. Los hutu son la gran mayoría de la población ruandesa, representan el 80% de los pobladores. Los tutsi, en cambio, son una minoría que reúne al 15% de la población. No hay diferencias idiomáticas o somáticas entre los dos grupos, ambos pertenecen al gran grupo étnico bantú y no eran infrecuentes los matrimonios mixtos o la convivencia en los mismos barrios, como vecinos. Durante la colonización de Bélgica se utilizó el divisionismo entre etnias para gobernar y, cínicamente, se impuso una monarquía conducida por la minoría tutsi que puso en inferioridad a los hutu. El fin del colonialismo supuso una inversión de roles, los hutu como mayoría se apoderaron del gobierno y de la conducción, aunque los tutsi trataron de no quedar relegados socialmente. Francia fue asumiendo un rol más clave en la zona africana de habla francesa y también tejió relaciones con el gobierno de Ruanda, conocido como “el país de las mil colinas”. En 1973 tomó el poder el hutu Juvenal Habyarimana, quien se transformó en dictador, aunque logró cierta convivencia pese a las tensiones latentes y se mantuvo en el poder hasta su muerte, el 6 de abril de 1994, cuando fue abatido el avión en el que viajaba junto al presidente de Burundi, Cyprien Ntaryamira. El magnicidio de los dos presidentes nunca fue aclarado. Ya había surgido hace tiempo el Frente Patriótico Ruandés (FPR), un partido político tutsi y también un verdadero ejército que ocupaba regiones del país, siendo más eficaz que las fuerzas armadas. Otra milicia, integrada por hutu, la Interahamwe, apareció supuestamente defendiendo a su etnia.
El discurso de odio ya había penetrado día tras día. Si bien era previsible que se acercaba un nuevo baño de sangre, en la ONU los juegos de poder entre Francia y Estados Unidos no permitieron que los Cascos Azules se interpusiesen entre los grupos para evitarla. No solo se les ordenó la inactividad y el contingente fue progresivamente reducido. En secreto tropas de elite francesas entrenaron militarmente a los hutu, también en la tortura, mientras año tras año vendían armas al gobierno de Ruanda. El 7 de abril comenzó a desencadenarse la matanza de la que participaron militares, milicianos, ciudadanos comunes. Las localidades fueron barridas literalmente para encontrar enteras familias de tutsi, luego conducidas a estadios de fútbol o a iglesias donde se procedía a asesinarlas, en gran parte con machetes. Cientos de iglesias fueron así utilizadas como lugares de un odio indescriptible: hubo torturas, mutilaciones, los niños asesinados ante sus padres y viceversa, para luego ser masacrados, las mujeres fueron violadas sistemáticamente, prácticamente todas las que sobrevivieron también fueron violadas, unos 5 mil niños nacidos como consecuencia de ello fueron luego muertos al nacer.
En los lugares donde se concentraban las víctimas, al caer la noche, los asesinos caían agotados luego de tanto matar. Para evitar que las víctimas huyeran demasiado lejos, le cortaban los tendones de aquiles para que no pudieran caminar. Por la mañana, volvía a comenzar la delirante faena.
Sería incorrecto afirmar que murieron solo tutsi, porque también fueron asesinados hutu en sectores donde fue posible rebelarse cuando el FPR se reorganizó y emprendió una ofensiva militar, así como fueron asesinados sistemáticamente hutu moderados que se oponían al odio. Hubo familias tutsi salvadas por hutu que las ocultaron en sus casas, arriesgando así su vida.
Mientras en la ONU se hacían esfuerzos para evitar la palabra “genocidio”, las noticias desde Ruanda seguían señalando decenas y decenas de miles de muertos. El FPR ruandés consiguió ocupar la capital, Kigali, el 15 de julio. Se considera esa fecha como el fin de esa sistemática masacre. Cientos de miles de hutu ruandeses huyeron temiendo represalias, se produjo una oleada que ingresó en los países vecinos, en especial la actual República Democrática de Congo, generando nuevas crisis humanitarias y miles de muertos por las epidemias que estallaron en los campos de refugiados. Los 800 mil muertos durante esos tres meses representan el 11% de la población del país, el 75% de los tutsi.
Un cuarto de siglo después son muchas las preguntas a las que no es fácil responder, en un panorama confuso y en el que intervienen muchos factores. La desestabilización de los Grande Lagos, la región de la que es parte también Ruanda, ha continuado con la guerra que desde 1998 interesa a todos los países vecinos. Una inestabilidad de la que Occidente se aprovecha para extraer con poco costo importantes recursos materiales.
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Fuente: https://ciudadnueva.com.ar