El contexto que vivimos requiere aún más diálogo y conversación ciudadana; espacios reales y adecuados de discusión, fundados en la búsqueda de un futuro mejor para todos, en la transparencia y en la evidencia.
En el Chile de los últimos años se vienen sucediendo cambios en múltiples frentes y, muchas veces, de manera simultánea. Es inevitable que eso provoque ansiedad en las personas y explosiones afectivas de la más diversa índole. Los contextos difíciles de leer generan una sensación de amenaza, ponen a las personas en estado de alerta, lo que facilita reacciones agresivas o crispadas.
Una primera ambigüedad ambiental, que trasciende muchos ámbitos, dice relación con la verdad en las comunicaciones. La aparición de noticias falsas en redes sociales, con supuestas fuentes aparentemente fidedignas, hace que las conversaciones sean muy difíciles en sociedad. En muchos conflictos y a todo nivel se ve cómo los interlocutores que intentan llegar a acuerdo cuentan con informaciones distorsionadas, incompletas o derechamente falsas. En las redes sociales eso se reparte velozmente, provocando cancelación de personas o destruyendo instituciones. De ello se sucede que a veces los inocentes quedan bajo una sombra de sospecha permanente. Al desconocerse la fuente, diluida en sucesivos reenvíos de información, nadie se hace responsable de la mentira. Finalmente, para quien recibe información, es agotador estar chequeando todo, múltiples veces. A menudo, los medios de comunicación insisten en las malas noticias y, así, al destacar la amenaza por sobre la bondad, crean mucho miedo e incertidumbre.
También nos encontramos con la ambigüedad en la política. La multiplicidad de partidos hace muy difícil situar a cada uno en un espectro, poner a unos en relación con otros. Pero, además, las múltiples y variables alianzas, a veces motivadas por consideraciones tácticas de muy corto plazo, hacen muy difícil la identificación de las propuestas y programas, que, en último término, constituyen lo medular de la discusión pública y del interés de los ciudadanos. Los partidos se ven sin una ideología clara, lo que facilita que sus miembros naveguen opinando sobre diversos temas, frente a lo cual el ciudadano está desarmado para evaluar la coherencia de sus discursos públicos. Ni siquiera, la de sus votaciones en los distintos temas. Se observan «pasadas de cuenta», enojos, traiciones o jactancias de poder, en lugar de una búsqueda honesta de aquello que coincide con el ideario por el cual la gente votó. A ello se suman los díscolos, los que se hacen independientes o se cambian de partido. Las colectividades con ideas claras y nítidas, con una propuesta consistente a lo largo del tiempo, con miembros disciplinados, son parte del pasado. ¿Deberemos renunciar a ello en el futuro?
Por otra parte, en la Iglesia estamos enfrentando tiempos de cambio importantes, sobre todo en la relación de los laicos con el clero. Al menos en Occidente, vemos que estos están empujando temas que, en principio, estaban zanjados a nivel doctrinal. El clero ya no tiene control respecto de lo que el pueblo de Dios cree. No se trata solo del hecho de que hoy los laicos discuten más y con mayor fundamento la doctrina, sino también de que existe un clero menos confiable como fuente de verdad. En parte, porque la crisis de los abusos ha hecho que los sacerdotes generen menos confianza y hayan perdido cierto halo de sacralidad y, en consecuencia, el respeto del que antes gozaban.
A los procesos de cambio anteriores se puede sumar el modo como se han modificado las relaciones de género. Se han ido fraguando nuevos códigos de trato a las minorías sexuales, con estándares de respeto que pocos años atrás no existían. Tanto los chistes como los comentarios que hacían mofa de ellas son hoy censurados con rapidez y dureza. Se suma también el cambio en las relaciones entre hombres y mujeres. Las generaciones más jóvenes tienen ahora ciertamente una mayor conciencia de la igualdad en la distribución de los roles, pero todavía persisten machismos culturales que colisionan con este movimiento. A las generaciones mayores les cuesta aún asimilar los códigos del nuevo trato y son a menudo censuradas por actuar en base a la cultura que recibieron.
Parte de este fenómeno viene de una cultura globalizada que hace temblar nuestras raíces comunes. Cuando no contamos con referencias compartidas, se hacen muy difíciles los acuerdos y la convivencia. En el fondo, se ha fraguado una sociedad de profunda desconfianza, un entorno amenazante y difícil de leer, ante el cual es muy complejo decidir y, mucho menos, orientar a otros.
A los procesos anteriores, más culturales y profundos, se suman cambios más contingentes. Todavía estamos en camino de contar con una nueva Constitución y es muy incierto hacia dónde se cargará el resultado del proceso en curso. Las votaciones de los últimos tres años han sido desconcertantes por su contundencia y, a la vez, por la oscilación registrada entre resultados progresistas y conservadores. La polarización política y el miedo como arma de campaña han provocado que la decisión ciudadana se mueva «a bandazos» de un punto al otro.
Se puede añadir además la incertidumbre en un aspecto tan central como la definición del sistema de previsión social con el que contaremos, incluyendo aspectos centrales, como los porcentajes de incremento en la cotización y en qué medida ese incremento será asumido por los empleadores, el Estado o los cotizantes. La extensión de la discusión alcanza plazos que ya resultan inmorales. Y, junto a ello, son acuciantes las preguntas sobre cómo subsistirán aquellos cotizantes que quedaron sin fondos después de los retiros hechos durante la pandemia, o aquellos que no han tenido posibilidad efectiva de cotizar y dependerán de la ayuda del Estado.
Por si fuera poco, al mismo tiempo estamos discutiendo cómo reformar el sistema de salud, posiblemente procurando la convivencia de un sistema privado con uno público en pos de mejorar la calidad de atención para la mayoría de los ciudadanos.
Finalmente, en los últimos años se ha avanzado mucho en inteligencia artificial y hemos llegado al punto de no saber si estamos creando una ayuda o, más bien, una amenaza. El impacto que las nuevas tecnologías tendrán en el empleo o en nuestros vínculos sociales podría representar, en algunos casos, una amenaza sobre la que ya han advertido quienes conocen de estas.
Si sumamos la percepción de aumento de la violencia de los delitos y la exigencia de tomar decisiones con rapidez en un mundo que avanza rápido, nos encontramos con una combinación altamente tensionante.
Ante este escenario con pocos puntos de referencia estables, se hace difícil tomar decisiones con tranquilidad y vivir en paz. ¿Cómo enfrentar tiempos turbulentos? ¿Dónde afirmarse para no vivir la sensación de estar a la intemperie, sin un techo o un suelo seguro, sin un futuro claro?
Un punto de partida fundamental es hacernos conscientes de que los cambios son parte de la vida. No se puede aspirar a un mundo estático: la vida tiene sobresaltos. Asumir eso ayuda a resituar las expectativas personales y sociales. Cuando todo parece estar trazado y planificado, sobreviene lo inesperado. La vida, simplemente, es así.
El segundo punto importante es definir lo que está en juego: ¿Qué cosas deben cambiar, porque es necesario un progreso y qué cosas no debieran cambiar, porque son parte de una identidad que queremos conservar? Dicho de otro modo, ¿existen valores, costumbres, arreglos sociales, que nos parezcan intransables? Y, por otra parte, ¿cuáles son aquellas formas, mecanismos u organizaciones que, por fidelidad a lo intransable, debería cambiar? Dado que no existe un consenso natural sobre estos asuntos, ¿cómo adoptar acuerdos que, aunque no satisfagan a todos, gocen de legitimidad y estabilidad?
Una vez establecido lo anterior, debemos decir que es urgente la práctica de la conversación sana y respetuosa para encontrar los caminos de futuro. Urge entrar en esas conversaciones, declarando las intenciones y aspiraciones de cada uno, reconociendo aquellas en las que no podremos estar de acuerdo, pero siempre aceptando que el otro puede tener también razón.
En el contexto, se ha instalado más bien la sospecha radical de que el desconocido o el adversario busca siempre imponer su verdad o, incluso, abusar. Necesitamos espacios de encuentro social que nos ayuden a disminuir la sospecha. Cuando se carece de un horizonte compartido, se cae en la desconfianza respecto de las agendas ocultas que pueda tener el vecino. Requerimos, por tanto, definir nuestros horizontes sociales.
Cuando se carece de un horizonte compartido, se cae en la desconfianza respecto de las agendas ocultas que pueda tener el vecino. Requerimos, por tanto, definir nuestros horizontes sociales.
¿Será una nueva Constitución la que nos mostrará ese horizonte compartido, el lugar de los consensos sociales? No tenemos la seguridad, pero pensamos que, al menos, podría ser una base para ello en la medida que plasme los valores que fundarán nuestra convivencia social y política. Sin duda, puede establecer mecanismos que faciliten el diálogo fluido en el Congreso y entregar algunas certezas a los votantes en relación con sus representantes.
El arte de conversar puede enseñarse en diversas organizaciones de base, tanto barriales como religiosas. Es posible recuperar la esencia del «parlamento», en el sentido esencial de la palabra, como ejercicio de comunicación en nuestras escuelas. El hecho de hablarnos con respeto ayuda a conocernos más profundamente y puede establecer vínculos de afecto entre las personas. La escucha atenta y desprejuiciada colabora, sin duda, al encuentro de mejores decisiones. En este sentido, la conversación debiera ser parte de un currículum de habilidades fundamentales para la convivencia.
Por este motivo celebramos el camino de sinodalidad que ha iniciado la Iglesia en el mundo. En él se nos señala un modo que puede resultar especialmente fecundo. Se trata de un proceso que no ha estado libre de tensiones, como en toda conversación sobre asuntos que nos involucran en nuestra identidad. El punto de partida sinodal (syn-hodós, caminar con) es la conciencia de que caminar juntos es mejor, que la amenaza es preferible sobrellevarla acompañado, que «no es bueno que el ser humano esté solo». Por la misma razón, el contexto que vivimos requiere aún más diálogo y conversación ciudadana; espacios reales y adecuados de discusión, fundados en la búsqueda de un futuro mejor para todos, en la transparencia y en la evidencia.