Si la identidad es una tarea; la pobreza, una prioridad indeclinable, y el cuidado una política, entonces el desafío es nítido: tejer acuerdos que protejan a los más frágiles, que dignifiquen el trabajo, que resguarden la democracia y que hagan de este largo rincón del mundo una casa donde muchos puedan decir, sin miedo y sin permiso, «nosotros». [También disponible en audio]
Septiembre nos invita cada año a revisar los símbolos y las palabras con que nos reconocemos. Esta vez, la pregunta por la identidad nacional se cruza con urgencias que no admiten demora: la pobreza, que vuelve con rostros viejos y nuevos; un escenario político que empieza a ordenarse tras el cierre de inscripciones a candidaturas presidenciales y parlamentarias; y la conciencia de que el cuidado —de las personas, de las instituciones y de la casa común— es una categoría que puede reorientar la vida pública. No se trata de piezas separadas, sino de una sola trama: la de un país que busca sostener la convivencia democrática en medio de la incertidumbre y de cambios acelerados.
La identidad chilena no es una esencia que se hereda, sino una tarea que se elige. En un par de décadas, migraciones internas y externas, transformaciones tecnológicas, culturales y nuevas sensibilidades han ensanchado el «nosotros». El proceso constitucional mostró una tensión real: el país rechazó la fórmula de la plurinacionalidad, pero, al mismo tiempo, no quiere volver a una homogeneidad ficticia. Más bien, demanda un Estado unitario que reconozca diferencias efectivas y sus derechos; un Estado que sea capaz de articular los relatos de quienes llegaron hace generaciones con los de quienes llegaron ayer. Esa tensión entre unidad y pluralidad no es un problema que haya que resolver de una vez, sino una dinámica que hay que gobernar con prudencia y creatividad. Sin ir más lejos, nos recuerda que el problema fundamental del Estado, de todo Estado que se piense «moderno», es conciliar lo justo con lo eficaz.
En Chile, nos modela también una «loca geografía», que se dibuja como un largo rincón del mundo, separado por desierto, cordillera y océano. En ella, la presencia histórica de diversos pueblos originarios, especialmente el mapuche, que resistió tanto al inca como al español, deja inscrita una huella profunda de mestizaje y dignidad. Aprender a convivir con esa herencia exige reconocer deudas y evitar caricaturas: no se trata de negar el conflicto ni de caer en romanticismos que oculten las urgencias de seguridad, tierra y diálogo político.
La identidad chilena no es una esencia que se hereda, sino una tarea que se elige. En un par de décadas, migraciones internas y externas, transformaciones tecnológicas, culturales y nuevas sensibilidades han ensanchado el «nosotros».
En este marco, la pobreza es un problema que debe seguir ocupando el centro. No es solo la falta de ingresos, es déficit de tiempo y de cuidados, es segregación territorial, es vivir lejos de la educación de calidad, de la salud o del trabajo digno. La inflación pasada dejó cicatrices en los hogares populares; la informalidad y la precariedad golpean a mujeres, jóvenes y migrantes; la crisis habitacional erosiona la esperanza. A todo esto se suma un fenómeno particularmente destructivo: la expansión del crimen organizado y del narcotráfico, que encuentra terreno fértil allí donde el Estado se ausenta y las comunidades se sienten abandonadas. La pobreza se convierte así en caldo de cultivo para economías ilegales que reclutan a niños y jóvenes, que instalan la violencia como normalidad y que desestructuran barrios enteros. Una política que ponga primero a los últimos requerirá, ante esto, focos claros y exigentes: primera infancia y salud mental; empleo y formación pertinente para un mercado en cambio; políticas de vivienda que integren barrios, en vez de relegarlos; seguridad, que desactive las economías delictuales y que deje de normalizar el abuso. Conviene recordar, además, que la pobreza se hereda cuando la escuela no equilibra la cancha, cuando la conectividad digital es precaria y cuando la violencia —sea doméstica, barrial o criminal— desordena la vida cotidiana. Si de verdad nos duele, la prioridad se mide en presupuestos, en tiempos de respuesta del Estado y en la simple pregunta por el rostro concreto de cada política pública.
El cierre del plazo de inscripciones ante el SERVEL ordena la competencia, pero no resuelve la fatiga cívica. La ciudadanía no pide milagros, pide seriedad. Quien aspire a gobernar tendrá que ofrecer un pacto anticrisis y una estabilidad fiscal que implique una inversión social estratégica; una agenda de seguridad compatible con los derechos; políticas migratorias claras y ejecutables; y una disposición efectiva a construir mayorías en un Congreso fragmentado y sin incentivos para la cooperación con el gobierno. Se necesita un liderazgo que vuelva a hablar un lenguaje de responsabilidades compartidas, capaz de acordar metas medibles y de rendir cuentas sin excusas. El país no resiste promesas maximalistas; requiere prioridades, calendarios y una comprensión territorial de los problemas. Sería deseable, por ejemplo, un acuerdo básico en torno a cuatro verbos: proteger, integrar, formalizar y educar. Proteger a quienes están expuestos a violencia y hambre, integrar ciudades y servicios, formalizar trabajo e incentivos a la productividad, educar para la ciudadanía y el mundo del trabajo que viene.
El cuidado emerge entonces como un criterio para ordenar la acción pública. Cuidar es reconocer la interdependencia: nadie prospera solo. Necesitamos un sistema de cuidados que valore el trabajo doméstico, que amplíe cobertura y calidad, y que distribuya, de modo más justo, las cargas entre Estado, familias, comunidades y mercado. El cuidado también es una ética de instituciones que protegen lo frágil: independencia de poderes, servicios públicos que funcionan, regulaciones que previenen abusos, medios que informan con rigurosidad. Y es además una pedagogía ciudadana: educar en la empatía, en el desacuerdo civil, en la responsabilidad frente al bien común. Aplicado a la economía, el cuidado exige examinar impactos en tiempo y vínculos: jornadas, transporte, corresponsabilidad parental; aplicado a la seguridad, demanda prevención inteligente y reinserción efectiva; aplicado a la política, pide menos espectáculo y más rendición de cuentas.
Cuidar la casa común es otra dimensión ineludible. La crisis climática no es una abstracción en Chile. Vivimos sequías prolongadas, incendios destructivos, retroceso de glaciares y estrés hídrico en ciudades y zonas rurales. Una identidad que ignora su territorio se vacía de sentido. Políticas de adaptación, uso eficiente del agua, transición energética con criterios de justicia territorial y protección de ecosistemas deben entenderse como la misma prioridad que la seguridad o el empleo, porque sin territorio habitable no hay comunidad que sostener. El cuidado ecológico, bien gestionado, puede ser también una oportunidad de desarrollo con empleos dignos.
La experiencia internacional nos recuerda el costo humano de fracasar en esta ética. En Gaza, las decisiones políticas y militares de los últimos meses han tenido consecuencias devastadoras para la población civil; en especial, para los más vulnerables. Se trata de decisiones que, en no poca medida, aparecen marcadas por la claudicación de la diplomacia y del derecho internacional, instancias llamadas a evitar precisamente que la fuerza se convierta en la única gramática de la política. La distancia no nos autoriza a la indiferencia: el clamor por el respeto efectivo del derecho humanitario, por corredores de ayuda y por un horizonte político creíble es también una forma de cuidado que nos compromete. El dolor ajeno no se instrumentaliza; se acoge y nos obliga a pensar qué significa, aquí y ahora, defender la dignidad humana sin apellidos.
Chile conoce el valor del orden institucional —no exento de sombras— desde los tiempos de Portales y ha aprendido, muchas veces a golpes, que la estabilidad se pierde rápido cuando la política se divorcia de la realidad. Las próximas elecciones deberían ser ocasión para renovar el pacto democrático sobre bases sencillas y exigentes: verdad en el diagnóstico, responsabilidad en el gasto, prioridad por la pobreza, respeto a la diferencia y un compromiso explícito con el cuidado del tejido social. Eso supone una conversación pública menos obsesionada con la identidad como consigna y más atenta a las tareas concretas que permiten reconocernos como comunidad. A fin de cuentas, identidad es aquello que hacemos juntos para que a nadie le falte lo mínimo y para que todos podamos aportar sin miedo.
Creemos que la esperanza no se decreta, sino que se construye. Nuestro aporte es ayudar a mirar el país con memoria y con horizonte, escuchar con atención a quienes suelen quedarse sin voz y proponer caminos realistas que no renuncien a la justicia. Si la identidad es una tarea; la pobreza, una prioridad indeclinable, y el cuidado una política, entonces el desafío es nítido: tejer acuerdos que protejan a los más frágiles, que dignifiquen el trabajo, que resguarden la democracia y que hagan de este largo rincón del mundo una casa donde muchos puedan decir, sin miedo y sin permiso, «nosotros».