En esta sociedad la Iglesia debería ser particularmente cercana a las víctimas de abusos de todo tipo, sanando sus heridas y ayudando a la genuina conversión y arrepentimiento de los victimarios.
En la historia de la humanidad el abuso de poder ha sido una de las lacras sociales que ha producido los mayores males. El avance de la civilización debería estar marcado no solo por una fuerte conciencia de los abusos que se han cometido antes y que hoy se siguen cometiendo, sino por una actitud drástica que contribuya a impedir que tales abusos continúen y a procurar que no vuelvan a repetirse.
Anteriormente, frente a los abusos frecuentemente se imponía el silencio, y muchas situaciones abusivas terminaban considerándose normales. En la actual cultura, los medios de comunicación y redes sociales se han encargado de terminar con ese silencio. Hoy se difunden ampliamente los diferentes tipos de abuso que se cometen. Se denuncian los abusos de la fuerza pública, abusos sexuales, los fraudes masivos de algunas tiendas, la colusión de las farmacias y, de un modo especial, los abusos cometidos por el clero de la Iglesia católica. Esto ha producido mucho malestar porque ante estas experiencias de abuso germina la rabia y estalla la violencia. No hay convivencia posible si pensamos que nuestro convivir está marcado por el abuso en todas sus dimensiones, incluida la religiosa. Esto nos obliga a reflexionar no solo para evitar los abusos sino para que la gente sane sus heridas y temores y, así, mire el futuro con más esperanza.
El poder es la capacidad que tiene un individuo o un grupo para influir en los comportamientos y/o mentalidades de otras personas. Por lo mismo, no es puramente negativo ni represivo; no pertenece solo a fuerzas políticas o sociales; sino que la mayor parte del tiempo se encuentra difuso en el entramado social. Históricamente, la primera fuente de poder ha sido la fuerza física, que hasta estos días sigue utilizándose en la calle, con un rango amplio de manifestaciones agresivas, desde el uso de armas hasta la violencia verbal. Tristemente, a nivel de países, es la misma fuerza física la que tiende a mantener equilibrios políticos, o a decantar en guerras. Pero la evolución en organización social ha generado otras fuentes de poder, tales como el poder político, económico, o religioso, el conocimiento o la información. Recientemente las habilidades informáticas o el uso de redes sociales también son fuentes importantes de poder. Todo ser humano posee estas fuentes de poder en mayor o menor grado y, por tanto, todas las relaciones humanas tienen asimetrías en alguna de estas dimensiones.
El poder en sí mismo es moralmente neutro, puede ser bueno o malo según cómo se lo ejerza. El abuso es el uso injusto o excesivo del poder que alguien tiene frente a otra persona. Esto puede extenderse a grupos, tanto a grupos de abusadores, como a grupos que son víctimas del abuso. Hay abuso cuando se rompe el marco legal o se traspasan normas morales, o cuando el beneficio de una interacción es puramente unilateral para quien detenta el poder.
Al presente, la conciencia de abuso es cada vez más nítida. Por una parte, porque las personas tienen mayor claridad respecto de las asimetrías de poder ilegítimas, aquellas desigualdades o discriminaciones que no corresponde tolerar porque son injustas. Y, por otra, porque hemos visto traicionada nuestra confianza al experimentar usos injustos del poder legítimo. Hoy somos especialmente sensibles a los daños personales a menores abusados sexualmente, a mujeres y homosexuales discriminados por temas de género, a una población que suponía mercados justos y pagaba, sin saberlo, precios excesivos.
Este tipo de situaciones ha develado la verdad y hoy es normal que la gente reclame lo que percibe abusivo. Además, las expectativas son cada vez mayores, especialmente en un país que experimentó crecimiento económico durante décadas y hoy exige un alto estándar de vida y calidad de servicios. También, somos testigos de la creciente y positiva conciencia de dignidad personal, que ha implicado que las personas se reconozcan sujetos de derecho y dignas de respeto. Pero, en un contexto evolutivo donde perduran los más fuertes, ello convive con la tendencia del ser humano a la competencia y al conflicto. Por eso, es esencial apostar con decisión por los esfuerzos civilizatorios, más cooperativos, dialogantes y pacíficos, que son también posibles en la humanidad. Finalmente, una cultura en que las personas se perciben a sí mismas como fruto de sus propias decisiones y de nadie más, hace que cualquier asimetría de poder sea cuestionada y cuestionable por principio. Todos estos elementos han hecho crecer la conciencia de abuso y la suspicacia respecto de las intenciones de los demás. La desconfianza hoy es el punto de partida en las relaciones humanas.
Somos testigos de la creciente y positiva conciencia de dignidad personal, que ha implicado que las personas se reconozcan sujetos de derecho y dignas de respeto.
Para que el poder sea bien utilizado no puede dejarse al arbitrio de las pulsiones de un sujeto, debe ser controlado. En este punto es conveniente hacer una distinción. Hay poderes que son otorgados por un cuerpo social, que son entregados dentro de un marco institucional. En este sentido caben todos aquellos relativos a cargos, rangos, dignidades, títulos y otras formas de asignación de poder. Dentro de ellos están también las jerarquías eclesiásticas con todo su poder religioso, los cargos dentro de los tres poderes públicos con sus facultades, o aquellos estamentos que tienen el privilegio del uso de la fuerza. Todas estas formas de poder requieren tener evaluaciones públicas del cargo, tanto en su desempeño como en su probidad; deben tener contrapesos con otros poderes y se hace necesario que se les controle cualquier conflicto de interés. Se necesita que estos poderes puedan ser quitados con relativa facilidad a quien los mal utiliza.
Sin embargo, hay otros poderes que se dan de manera mucho más natural, por así decirlo. No tienen un otorgamiento público, sino que más bien son recibidos por quien lo detenta y son fruto de mecanismos más bien naturales o del aprendizaje. Son facultades o habilidades, son parte de sí mismo. Sucede así con los talentos cultivados, los conocimientos adquiridos, habilidades físicas, rasgos de carácter que configuran el carisma, entre otras características. Estos talentos deben ser concebidos como un aporte del ciudadano a su sociedad y las personas deben ser formadas con esa conciencia. La autoridad debe velar para que esa diversidad enriquecedora no se convierta en algo abusivo.
Aunque puedan hacerse distinciones, esto puede aplicarse a la riqueza. Algunos tipos de poder, en este caso el económico, requieren maneras socialmente legítimas de control, ya sea distribuyéndolo mejor en la sociedad, de manera que las asimetrías se disminuyan y no faciliten el control desmedido de unos por sobre otros; o bien, poniéndole límites para que el poder en un ámbito como el económico no termine por implicar adquisición de otros poderes en el ámbito político o religioso. Cuando un tipo de poder comienza a concentrar poderes de otros ámbitos, estamos a las puertas del totalitarismo. Ayuda mucho a controlar el poder en una sociedad, que sus miembros sean lúcidos respecto de los mecanismos de concentración, para poner contrapesos.
Los esfuerzos civilizatorios modernos han puesto el derecho como un modo de regular las relaciones entre personas o grupos sociales. Pero, evidentemente, no todas las relaciones se pueden regular. Quien ejerce el poder debe ser lúcido respecto de las fuentes de poder que posee y de las asimetrías que hay en las relaciones sociales. Esa lucidez lo defiende de sí mismo. Mirar los intereses propios que movilizan sus acciones, permite evitar los autoengaños que pretenden hacer pasar por deseos de otros meros anhelos personales. Salta a la luz el hecho de que el poder enceguece, en parte porque, al satisfacer el ego, vuelca sobre sí mismo a quien ejerce poder, dificultando que ponga atención a necesidades o perspectivas de los demás. Un modo de autorregulación, por ejemplo, es que los poderosos tengan «terceros lúcidos» que los aconsejen, problematicen sus decisiones, abran perspectivas, hagan ver el impacto de sus acciones. Se puede formalizar quiénes serán esos terceros lúcidos, o bien definir espacios donde el poderoso pueda ser evaluado, cuestionado o corregido.
La Iglesia católica ha caído en la cuenta las últimas décadas de cómo se gestaron en su interior abusos sexuales de niños, niñas y adolescentes. Hay avances en comisiones de trabajo, desarrollo de procesos penales canónicos y formulación de protocolos. Debe ser nítida su declaración e intención de que estas cosas no sucedan nunca más. Pero todavía el Código de Derecho Canónico está en deuda con la mirada que hace del abuso: si hoy pone el foco en la falta del consagrado a sus votos o promesas, debe más bien poner atención al daño que ha sido provocado en la víctima. Además, debe caer en la cuenta de que no se trata de un simple «pecado» —que lo es—, sino, además, de «delitos» que deben ser sancionados en el ámbito canónico.
En la Iglesia católica el poder es siempre un don entregado para el bien de la comunidad. En el cristianismo la autoridad tiene como fin último el servicio. Es evidente que dentro de la Iglesia hay asimetrías de poder en todas las relaciones y, por lo mismo, son tan graves las utilizaciones de dicho poder en beneficio personal. El propio Jesús, consciente de la seducción que tiene el poder en la psicología humana, da ejemplo poniéndose como esclavo y servidor de sus amigos. En el cristianismo, el buen servidor no se busca a sí mismo, ha purificado sus tendencias egocéntricas y soberbias para buscar el bien de los demás, anunciar a Otro y no a sí mismo. En este sentido, creemos que la Iglesia tiene mucho que mirar sobre el modo como sus miembros y su jerarquía conviven con el poder o caen en prácticas abusivas y, con humildad, tiene mucho que aportar para que la humanidad pueda llevar el poder de manera constructiva y sana.
En esta sociedad, la Iglesia debería ser particularmente cercana a las víctimas de abusos de todo tipo, sanando sus heridas y ayudando a la genuina conversión y arrepentimiento de los victimarios. Del mismo modo, debe colaborar a que se cambien las estructuras sociales que permiten o facilitan abusar.