Creer en el Dios de Jesús

Las imágenes de Dios que se reflejan en nuestras creencias pueden incluso ocasionar daños psicológicos, al dar espacio significativo al tema de la culpabilidad y el pecado. Jesús nos habla de otro Padre: su experiencia de Él pone al hombre en el centro, particularmente a todos y todas aquellos vulnerados en sus derechos, la mayoría de las veces por la propia religión.

Comenzaré este escrito refiriéndome a las imágenes de Dios que acostumbramos a considerar. Una primera cuestión a tener en cuenta es que, por las catequesis, por cultura o por tradición, solemos tener metidas en la cabeza distintas imágenes de Él, generalmente de corte antropomórfico. Podemos observar la imagen de un vigoroso anciano con su corte celestial que crea a un musculoso Adán de la falange del dedo índice, tal como aparece esplendorosamente en la bóveda de la capilla Sixtina(1).

Podemos también tener la de un ojo dentro de un triángulo que nos observa en todo momento, diciendo: «Dios te mira». Otros se quedarán con la de un juez implacable: todo se paga; si no en esta vida, en la otra. Podemos aducir una gran cantidad de imágenes, casi todas más cercanas al Dios del Antiguo Testamento que al Dios de Jesús.

La imagen que solemos tener de Dios es también lo que sustenta la religión y sus prácticas: nuestras observancias devocionales, nuestras impresionantes devociones populares con sus mandas y penitencias, nuestras liturgias: ¡cuántas expresiones antropomórficas que reflejan imágenes de Dios! Ellas suelen tener un profundo impacto en nuestra fe e incluso en nuestra psicología.

Es así que las imágenes de Dios que se reflejan en nuestras creencias pueden ocasionar daños psicológicos y psiquiátricos. Nuestra religión ocupa un gran espacio para el tema de la culpabilidad y el pecado. Son temas que se reflejan de manera insistente y repetitiva en nuestra liturgia. Por otro lado, la práctica del sacramento de la penitencia revela la presencia en muchos penitentes de un profundo sentimiento de culpabilidad, cuyo origen se encuentra frecuentemente en su imagen de Dios.

Por cierto, no es fácil cambiar las imágenes de Dios que animan nuestra fe. Nos resistimos profundamente a cualquier cambio que la interpele, porque es algo tan propio de nuestra intimidad, a veces muy ligada, además, a nuestra tierna infancia y con profundas raíces en nuestro «subconsciente». En este caso la neurociencia explica que interviene también un mecanismo de defensa que se llama la «disonancia cognitiva»(2). El cerebro segrega unas hormonas que vienen a fortalecer la convicción adquirida, de manera de dificultar seriamente cualquier cambio.

Jesús nos invita a que podamos dejar atrás nuestras representaciones y antiguas imágenes de Dios para vivir un «despertar» a un renacimiento. «Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3) le dice a Nicodemo, un «maestro de Israel». ¿No estará aquí el sentido profundo del Bautismo, el sacramente de la iniciación cristiana? El mismo Jesús ha vivido el proceso del bautismo y ha renacido (Mc 1, 10-11). En el proto-evangelio de Marcos, su primera actividad consiste en «proclamar la Buena Nueva de Dios» con estas palabras: «arrepiéntanse y crean en la Buena Noticia» (Mc 1, 15)(3).

LA BUENA NUEVA DEL DIOS DE JESÚS

La palabra griega «euangelion» o Evangelio significa Buena Nueva. A pesar de los innombrables estudios sobre el tema, tal vez todavía no se resalta con suficiente fuerza e insistencia que la novedad de la Buena Nueva consiste precisamente en que nos revela quién y cómo es el Dios de Jesús.

El Concilio Vaticano II ha hecho reiterados llamados a volver a las fuentes. Sin embargo, nos cuesta volver a la fuente, se nos pegan a la piel las catequesis recibidas. Habiendo finalizado el Concilio hace 52 años, me parece que es legítima la pregunta: ¿Cuánto se ha renovado la teología respecto al gran Concilio reformador de Trento (1545-1563)? Dejemos que contesten los teólogos. ¿Hemos progresado en volver a las fuentes, a creer en el Dios de Jesús antes que en el Dios de los dogmas y de los teólogos? ¿Cuánto pesan las costumbres y las tradiciones? ¿Nos atrevemos a «cambiar de mente», a vivir la conversión de lo antiguo a la Buena Nueva del Dios de Jesús?

Precisemos un poco cómo es el Dios de Jesús, según los Evangelios. Me atrevo a formular una premisa: el evangelio de Juan es el que mejor interpreta a los evangelios sinópticos. Escrito a finales del siglo I, está más depurado de todo el bagaje del judaísmo y de la herencia veterotestamentaria. El judaísmo es una religión monoteísta con la creencia en un Dios omnisciente, omnipotente. Dios ha revelado su Ley (Torah), resumida en los Diez Mandamientos a Moisés y las prescripciones rituales del tercer y cuarto libro del Pentateuco: el Levítico y los Números. Pero no es el caso de profundizar más aquí en esa materia. Sí: hay que tener presente al Dios del Antiguo Testamento con todo su complejo culto religioso, sus estrictas observaciones de la Ley, su estructura social y política.

Jesús es un judío piadoso y observante de su religión. No viene a anunciar una nueva religión, sino que la interpreta, «hablando con autoridad» (Mc 1, 21). No habla desde la Ley, desde las normas. Habla desde su profunda experiencia de Dios en sus largos tiempos de oración.

Su experiencia de Dios pone al hombre en el centro, particularmente a todos y todas aquellos vulnerados en sus derechos, la mayoría de las veces por la propia religión. Por eso, para la gente Jesús hablaba con autoridad. Su palabra —«dabar» creador de Dios— brota de su oración y viene a ser palabra de vida para aquellos a quienes se dirige. Su palabra los sana, es decir, les devuelve su plena dignidad humana de hombre y de mujer.

Jesús hablaba de un Dios paternal, acogedor, preocupado de todo lo humano. Su Dios es Abbá, expresión que incluye las dos primeras letras de nuestro alfabeto a y b, y también en hebreo. Indica que Abbá es la fuente originante de toda palabra para dirigirse al Ser, a la Totalidad.

Para Jesús, la única norma y Ley es: «Ámense unos a otros como yo los he amado».

EL REINO DE DIOS

Encontrarse con el Dios de Jesús es una experiencia espiritual transformante.

Jesús no predica doctrina ni una nueva religión, sino anuncia el Reino de Dios. No es un lugar ni un espacio, sino la presencia amorosa, consoladora y unificadora de Todo.

Nuestra tentación de «construir el Reino de Dios» es una tentación que también Jesús sufrió. Pero el Reino de Dios está «entre» ustedes o «dentro» de ustedes, dice Jesús (Lc 17, 21).

Creer en el Dios de Jesús es despertar a la presencia de su Reinado en medio de nosotros. Es mirar a nosotros mismos, a los demás y al mundo con los ojos de Jesús. Es ser libres de prejuicios, formulaciones doctrinales, eventuales culpabilidades para vivir esa presencia del Reinado de Dios como buena nueva universal.

«El Reino de Dios es esa dimensión que hoy llamamos “transpersonal” o mística»(4). Para Juan, esa realidad es «Vida Eterna». En otro lugar, Jesús lo llama «ser hijos de Dios». Estas palabras significan lo más íntimo de nosotros, nuestro núcleo divino, nuestro ser más profundo, nuestro origen y pertenencia divinas. Significan que el ser humano es más que su cuerpo, sus sentidos, sus procesos psíquicos y sus actividades intelectuales(5). «El Reino de Dios es la fuerza viva que nos convierte en seres humanos plenos, a imagen de Dios. Es la fuerza viva de la evolución del universo. Nos ha creado a nosotros y a todo, y permanecerá cuando cambiemos nuestra forma actual para entrar en una nueva forma de ser». «De esa experiencia íntima, que Jesús llama ”reino de Dios”, brota su afirmación: “El Padre y yo somos uno”. Cada uno puede decir lo mismo de sí. Jesús es el unigénito que quiere conducirnos hacia ese conocimiento. Y también a partir de esa experiencia dijo Jesús: “Antes de que fuera Abraham, yo soy”. Esto lo puede decir también cada uno de nosotros. Entonces hablamos a partir del núcleo divino en nosotros, eterno e inmortal, que es nuestra naturaleza más honda…Quién haga realmente la experiencia de su Fondo vital vivirá de acuerdo con él. Primeramente, está la experiencia del Fondo originario divino, y de ahí resulta el comportamiento recto y moral»(6).

La física cuántica, que se ocupa del estudio de las partículas subatómicas, nos demuestra que en ese mundo de realidad se dan todas las posibilidades(7). Pues, mutatis mutandis, podemos decir lo mismo del Reino de Dios que abarca todas las posibilidades del universo, porque se trata de las posibilidades de Dios mismo. «Nos encontramos en un proceso inmenso que se está propagando y cuya meta es la autorrealización del Principio divino en la multitud de formas individuales. Lo universal se realiza en lo individual y lo individual en lo universal»(8).

Entonces vivimos, junto a la evolución, la «cristificación» de la que ha habló Teilhard de Chardin. Es la cristificación de todo el cosmos, de toda la realidad. Es nuestro encaminar hacia la conciencia suprema, el Punto Omega, Dios.

Creer en el Dios de Jesús es creer en él como el sacramento por antonomasia. En Jesús de Nazaret vivimos y contemplamos nuestra cristificación junto a la de todo el universo al orar con las palabras que él mismo nos enseñó: «Venga tu Reino». MSJ

(1) «Incomparable santuario del arte y de la piedad» (Pablo VI en discurso a las Misiones extraordinarias, 7 de diciembre de 1965).
(2) Teoría de León Festinger (1957): A Theory of Cognitive Dissonance, Evanston, IL: Row, Peterson & Company. La teoría de la disonancia cognitiva establece que cuando se tienen dos ideas opuestas al mismo tiempo, se actuará sobre la que causa la menor distorsión al ego.
(3) El imperativo del verbo usado aquí «meta-noeite» significa literalmente «cambien la mente» (M.Zerwick). Las traducciones suelen decir: «arrepiéntanse, conviértanse», lo que agrega ya al tiempo imperativo del verbo una fuerte carga ética, catequética y doctrinal: «voy por mal camino y lo tengo que corregir o cambiar». Y ya estamos embarcados con el pecado y la culpa.
(4) Refiero a mi artículo «La Realidad: Ciencia, Conciencia y Espiritualidad se dan la mano», Mensaje N° 659, junio de 2017, ¿Qué es la Conciencia?, p 33.
(5) Willigis Jäger: Adonde nos lleva nuestro ANHELO. La mística en el siglo XXI DDB 2005 p 124.
(6) Ídem p 125.
(7) Es el principio de incertidumbre de Heisenberg cfr. Mensaje N° 659 p 33.
(8) o.c. p 127 y Mensaje N° 659 p 35.

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