Evidentemente, la polarización en la que nos encontramos no facilita el diálogo. Hemos arrastrado al presente parte importante de las fracturas políticas del pasado.
El próximo 17 de diciembre se hará el plebiscito para decidir cuál será la Constitución que nos acompañará durante los años que vienen. Ha sido un proceso largo, y en la ciudadanía se percibe cansancio y apatía. Por lo mismo, para muchos el mayor valor que tiene esta votación es que con ella el proceso se concluye. Sin embargo, creemos que eso no será así. En las formas tendremos, ya sea la Constitución de 1980 con todas sus reformas ratificadas por el pueblo, o bien una Constitución nueva construida en su base por expertos y completada por el Consejo Constitucional. Pero, en el fondo, la votación parece que será estrecha, con lo cual una proporción amplia de la población tendrá dificultades con la Carta Fundamental que nos rija.
Para profundizar en las razones, si se ratifica la Constitución vigente, por mucho que se diga que ha tenido importantes reformas, continuará con el estigma de haber sido formulada en lo fundamental por una dictadura y, tarde o temprano, la izquierda presionará para abrir un nuevo proceso. Además, así lo han dicho públicamente. Por otro lado, si se aprueba el proyecto del Consejo, se ganará algo de tiempo, pero no sería extraño que tuviera una corta vida dada la creciente polarización del país.
Ahora bien, los dos intentos de elaboración de un proyecto han fracasado en el propósito de presentar una propuesta que interprete el modo como quiere vivir la gran mayoría de los ciudadanos. En este sentido, el proceso planteado durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet estaba mejor encaminado, gracias a las consultas individuales, los encuentros locales y los cabildos que involucraron a una parte importante de la sociedad en la formulación de Bases Ciudadanas para la nueva Constitución. Dicho proceso priorizó valores y principios, derechos y deberes. Al parecer, Chile necesita un proceso más pausado y reflexivo, para formular el país que quiere ser y, a partir de ello, establecer sus mecanismos de convivencia política. La condición para ello es disminuir el grado de agresividad y polarización que vivimos; una mayor comprensión del hecho de que estamos vinculados, querámoslo o no, por habitar este país; un deseo del bien para cada uno antes que su aniquilación y, por último, una mejor capacidad de escucharnos con atención en la diversidad de nuestros legítimos puntos de vista. La conversación, entonces, ha de ser más larga. La sobreabundancia de artículos en cada proyecto —la dificultad para ir a lo fundamental— quizá sea signo de falta de madurez.
A pesar de la desazón que podría provocar en algunos la votación del próximo 17 de diciembre y la impresión de que el proceso queda abierto a pesar de todo, es mucho lo que hemos ganado en este proceso. Pase lo que pase, el país ha hecho un camino importante de reflexión constitucional. No solo en la academia, sino también en el conjunto de la ciudadanía ha habido discusión constitucional, se han instalado preguntas que antes no estaban en el horizonte. Hoy en día nos hemos hecho más conscientes de la complejidad que reviste una Constitución y su facultad para ayudar a mejorar o a empobrecer nuestra vida.
Podemos mencionar algunas tensiones que no son fáciles de armonizar, pero que, gracias a este proceso, hemos podido sacar a la luz. Primero, la tensión entre reconocernos como una sola unidad identitaria frente a otros países y, al mismo tiempo, valorar las diferentes identidades raciales que tenemos internamente. La raza no puede ser un criterio para excluir a nadie de los bienes sociales ni para menoscabar su dignidad humana y, a la vez, debe ser un motivo de orgullo y riqueza para la comunidad nacional.
Segundo, la tensión entre la protección de la naturaleza y el desarrollo económico. Evidentemente, necesitamos crecer económicamente para cubrir las enormes necesidades que tienen los habitantes de esta patria, pero ese crecimiento no puede ser a cualquier costo, presente o futuro, que hipoteque la posibilidad de vida humana sobre el planeta.
Tercero, la urgente igualdad de género que aspira a una participación equitativa de todas las personas en la vida política, social y económica. Esto implica no solo hacerse cargo de la igualdad de oportunidades para postular a cargos, sino también corregir desigualdades históricas que hacen que la igualdad formal no sea tal.
Cuarto, las tensiones de un sistema político que dificulta la cooperación entre el Gobierno y el Congreso, con parlamentarios distanciados de la ciudadanía y con pocos incentivos para proyectar políticas de largo aliento o que no tengan réditos electorales. Esta tensión llega a la irracionalidad cuando se aprecia cuánto ha demorado la reforma del sistema de pensiones, o la dificultad para abordar una reforma a la salud, o enfrentar las correcciones necesarias y urgentes a la educación pública. Quinto, la pluralidad de pequeños partidos políticos que dificulta el diálogo y, sobre todo, formar mayorías estables, coherentes con sus idearios y consistentes en el tiempo.
La lista podría continuar, pero son temas que antes no estaban presentes y, si lo estaban, no se abordaban con toda la complejidad que tienen. En este sentido, este no ha sido un tiempo perdido.
¿CÓMO EVALUAR EL RESULTADO?
Para evaluar y valorar si hemos avanzado o retrocedido durante el proceso, es importante recordar para qué iniciamos este proceso. En una mirada más larga, el objetivo era terminar de eliminar los enclaves antidemocráticos que tenía la actual Constitución, muchos de los cuales se suprimieron en la reforma de 2005. Quedaban todavía los altos quórums para la modificación del texto constitucional, que fueron modificados durante este proceso; las facultades del Tribunal Constitucional, que para algunos se había convertido en una tercera cámara; y la conservación de las leyes orgánicas constitucionales, igualmente con altos quórums de reforma.
Para evaluar y valorar si hemos avanzado o retrocedido durante el proceso, es importante recordar para qué iniciamos este proceso.
Sin embargo, también entramos en este proceso con otros deseos que fueron diagnosticados a partir del estallido social de 2019. En primer lugar, se constató la distancia que existía entre el sistema político y los ciudadanos. Las discusiones al interior del Congreso estaban muy ajenas al sentir de la población, cuyas prioridades eran muy diferentes. En segundo lugar, el mismo sistema político era incapaz de procesar las demandas sociales con agilidad. Estaba virtualmente entrampado en discusiones cuya demora adquiría a esas alturas un carácter de negligencia inmoral. Y, en tercer lugar, la aparición de nuevas temáticas sociales que requerían un acuerdo nacional más profundo y de largo plazo, tales como los temas de género, la valoración de los pueblos originarios y el cuidado de la naturaleza.
Otra demanda que se fue explicitando a lo largo del proceso fue la de cambiar lo que se ha entendido —erradamente en relación al concepto original de la Doctrina Social de la Iglesia— como «Estado subsidiario» para pasar a un «estado social». Las limitaciones a la acción del Estado que tenía la Constitución de 1980 terminaban por transformar la satisfacción de necesidades de la población en un negocio privado. Lo que está de fondo es el anhelo de mayor igualdad en la satisfacción de las necesidades de los habitantes y transformar esas necesidades fundamentales en derechos sociales, de manera de garantizar esa satisfacción, más allá de la capacidad de pago de las personas. Es necesario, entonces, equilibrar entre una actividad estatal que no sea totalitaria y un ejercicio privado, regulado de tal modo que contribuya al bien común y no solo al bien individual.
Finalmente, el reciente proceso del Consejo Constitucional ha hecho también parte de su proyecto la demanda por seguridad, entendida en sentido físico. Con esa perspectiva ha abordado muchos artículos, desde las facultades de los órganos de justicia, las policías, hasta las sanciones para quienes cometen delitos. Queda, sin embargo, la pregunta de si ese nivel de detalle corresponde a una Constitución.
Es evidente que tanto los grupos de izquierda en la Convención, como los de la derecha en el Consejo, han desaprovechado la posibilidad de formular una propuesta de consenso. Es desalentador observar que la rabia y el miedo asuman el rol que debiera tener una verdadera conversación y discusión ciudadana, sin trincheras identitarias ni descalificaciones vacías e irreflexivas. Evidentemente, la polarización en la que nos encontramos no facilita el diálogo. Hemos arrastrado al presente parte importante de las fracturas políticas del pasado. Somos portadores de una herida que ya lleva 50 años y que no hemos sido capaces de sanar. Los vencidos se toman venganza tarde o temprano. Enfrentar este asunto, previo a cualquier discusión constituyente, parece ser mucho más relevante.
Sea cual sea el resultado, es de esperar que el espíritu de Adviento nos ayude a mirar el futuro con esperanza. Si el Hijo de Dios se hace humano, significa que Dios cree en la humanidad, confía en nosotros a tal punto que nos encarga la naturaleza y nuestros prójimos. Si Dios se ha fiado de nosotros, no podemos bajar los brazos en la construcción de una sociedad más justa, libre, verdadera y en paz. Que el nacimiento de Jesús, en la precariedad de un establo y sin lugar en la ciudad, nos ayude a poner la mirada en lo fundamental: que nadie quede fuera de la sociedad, nunca más.