El voto y la palabra

La esperanza que queremos sostener en esta hora política: que la palabra vuelva a ser un lugar de encuentro y no de agresión; que el voto vuelva a ser un acto de esperanza y no de miedo. [También disponible en audio]

Dentro de pocos días volveremos a votar. Será la segunda elección con voto obligatorio desde su restitución. Lo que se decidirá no es solo quién ocupará la Presidencia ni quiénes integrarán el Congreso, sino también —y de manera decisiva— el modo en que seguiremos dialogando como país. La democracia se sostiene en instituciones, pero también —y, quizás, sobre todo— en el lenguaje: sin palabras que reconozcan al otro, la política pierde su alma y el Estado, su legitimidad.

La reinstalación del voto obligatorio ha devuelto además al espacio público a millones de personas que habían permanecido al margen de la participación. Esa ampliación del cuerpo cívico es una buena noticia: no hay democracia sin la experiencia ciudadana de compartir un destino común. Por lo mismo, la obligatoriedad debiera ayudarnos a recuperar la conciencia de que votar no es solo cumplir un deber, sino ejercer un poder: el poder de decidir hacia dónde Chile debe caminar.

Este año, además, al padrón se incorporan nuevos sectores de la población migrante. Son también parte viva del país —trabajan, estudian, crían hijos, contribuyen al progreso— y ahora participan además en su destino político. Su presencia ensancha la democracia y la obliga a reconocerse diversa. Una democracia que se cierra sobre sí misma se empobrece; una que se abre, aunque duela, se renueva.

EL LENGUAJE Y LA POLÍTICA

A lo largo de este año y, particularmente, en los últimos meses, hemos sido testigos de un tipo de lenguaje que no hace bien a la convivencia: palabras que agreden, que convierten al otro en enemigo, que se complacen en la caricatura o en el insulto. En lugar de proponer, descalifican; en vez de persuadir, atacan. El modo en que hoy se habla en política —la desmesura, la ofensa, el grito— no es solo un síntoma, sino un signo preocupante de época.

Quizás sin advertirlo, nos vamos habituando a un tono donde la fuerza predomina sobre la razón, la réplica reemplaza el diálogo verdadero. Esa tendencia debilita la posibilidad del encuentro, porque donde la palabra común se retrae, el espacio político se empobrece. En su origen y en su fin, toda política es un ejercicio del logos: sin palabra, toda comunidad se debilita y se deshace.

En efecto, desde la época de los griegos sabemos que la política surge de la capacidad humana de hablar y escuchar. La mentira repetida, la burla fácil, los epítetos violentos no son simples excesos retóricos: son formas de violencia simbólica que preparan, muchas veces, violencias más concretas.

La historia ofrece advertencias severas. Toda violencia política fue antecedida de una violencia del lenguaje. Antes de excluir cuerpos, se excluyeron voces. Cuando las palabras dejan de reconocer la humanidad del otro, los actos suelen seguir el mismo camino. Los regímenes violentos de los dos últimos siglos nacieron de discursos que transformaron las diferencias en amenazas, que sustituyeron el argumento por el grito y la deliberación por la consigna.

Cuidar el lenguaje, por lo mismo, no es una cuestión estética ni académica; es una forma de cuidar la democracia. En un tiempo saturado de redes y de gestos rápidos, volver a una palabra que escuche y respete es un acto político de primer orden.

EL PARLAMENTO Y LA REPRESENTACIÓN

El Congreso que elegiremos será decisivo para el próximo ciclo político. En él se juega gran parte de la estabilidad del país. Pero la palabra «Parlamento» —del latín parabolare, hablar— ha ido perdiendo su sentido más elemental: el de ser espacio de diálogo y de discusión.

Desde hace años, el sistema político chileno atraviesa una fragmentación profunda que ha dificultado la formación de mayorías y la continuidad de los acuerdos. Muchos perciben el Congreso como un obstáculo, un lugar de bloqueo o de permanente negociación. Pero la deliberación —aunque sea lenta o incómoda— sigue siendo el corazón de la democracia, porque solo a través de la diferencia dialogante se hace posible que cada uno contribuya al bien común.

Gobernar no es imponer, sino persuadir. No es acelerar, sino construir confianza. Un Parlamento plural puede ser complejo, pero también es reflejo de la diversidad real del país. La tentación de saltarse la mediación parlamentaria —ya sea mediante decretos, plebiscitos continuos o liderazgos personalistas— puede parecer eficiente, pero termina debilitando el principio mismo de la representación.

Por eso, más que añorar la época de los grandes bloques, el desafío actual es reaprender el arte de hablar juntos. No se trata de eliminar el conflicto —la política sin conflicto es dictadura—, sino de aprender a enfrentarlo sin destruir al otro. El lenguaje político, en ese sentido, no es un adorno, sino la condición de posibilidad de la convivencia.

Pero ese aprendizaje requiere también liberarnos de la moralización del debate público, porque cuando toda diferencia se convierte en una lucha entre el bien y el mal, desaparece la posibilidad del acuerdo.

EL ESTADO Y SU FUERZA MORAL

En toda elección reaparece la pregunta por el Estado: su tamaño, su eficiencia, su papel. Pero hay una pregunta más honda: ¿tiene el Estado todavía la autoridad moral que necesita para sostener la vida común?

Un Estado fuerte no se define solo por su capacidad administrativa, sino por la confianza que despierta. Un Estado que no inspira respeto ni esperanza deja el campo libre al «sálvese quien pueda», a los poderes fácticos o al crimen organizado. Defender al Estado democrático es defender la posibilidad de un espacio donde la ley valga más que la fuerza y donde la palabra pública pese más que el dinero o la mentira.

El próximo gobierno, sea cual sea su signo, enfrentará un Congreso probablemente disperso y una sociedad cansada. La gobernabilidad no dependerá tanto de un programa como de la capacidad de recomponer confianzas. Y las confianzas no se decretan; se construyen con coherencia, con verdad, con un lenguaje que una en lugar de dividir.

La gobernabilidad no dependerá tanto de un programa como de la capacidad de recomponer confianzas. Y las confianzas no se decretan; se construyen con coherencia, con verdad, con un lenguaje que una en lugar de dividir.

ENTRE EL MIEDO Y LA ESPERANZA

Muchos discursos electorales han apelado al miedo: miedo al desorden, a la delincuencia, al cambio, al otro. El miedo puede ser eficaz para ganar elecciones, pero nunca para gobernar. Quien gobierna con miedo termina reproduciendo el mismo clima que lo hizo posible.

La esperanza, en cambio, exige más: paciencia, fe en el diálogo, capacidad de escucha. Abre puertas para avanzar. Por eso, esta elección será una nueva ocasión para reconocernos como comunidad y ver si somos capaces de sostener un proyecto común sin ceder a la desconfianza.

Como recordábamos el mes pasado, nuestra revista nació hace setenta y cuatro años con la convicción de que la palabra pública puede ser un servicio al país; que el pensamiento, la información y el discernimiento forman parte de la misma tarea: cuidar la verdad y cuidar la convivencia. Hoy, cuando la conversación pública se confunde con la agresión, esa misión se vuelve urgente.

La elección será una oportunidad para mirar el país con realismo y esperanza. No habrá un ganador absoluto ni un perdedor total, porque el verdadero desafío no se juega en los porcentajes, sino en la capacidad de convivir en la diferencia.

Necesitamos un nuevo pacto de confianza, no de obediencia. Los políticos deberán aprender a hablar con más verdad; los ciudadanos, a participar con más responsabilidad; los medios, a cuidar el sentido de las palabras. Cuidar la palabra es cuidar el suelo sobre el que se asienta toda democracia.

El poder justo surge donde las personas actúan juntas, no donde una impone su voluntad. Pero para actuar juntos, primero hay que poder hablar juntos. Ese es el aprendizaje que hoy necesitamos retomar: el poder de la palabra compartida frente a la tentación de la voz única.

LA RESPONSABILIDAD DE ELEGIR

En definitiva, lo que está en juego en esta elección no es solo quién ejercerá el poder, sino si todavía creemos en la posibilidad de hacerlo juntos, de reconocernos parte de un mismo destino político.

El voto —ese gesto breve y silencioso— encierra una promesa enorme: la de que cada persona cuenta, la de que ningún poder es absoluto, la de que siempre hay otro día después del conflicto. Pero esa promesa se cumple solo si cuidamos el lenguaje que la hace posible.

No hay institución más igualitaria que el voto, ni acto más humano que la palabra. Ambas son frágiles, ambas pueden corromperse. Pero también pueden regenerarse, una y otra vez, si mantenemos viva la fe en el diálogo, en la razón y en la verdad compartida.

Esa es, en el fondo, la esperanza que queremos sostener en esta hora política: que la palabra vuelva a ser un lugar de encuentro y no de agresión; que el voto vuelva a ser un acto de esperanza y no de miedo.

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