¿Es posible hoy una solidaridad política?

Una democracia sin solidaridad se agota en procedimientos. Una solidaridad sin política se disuelve en buenas intenciones. Solo juntas pueden sostener un proyecto de país que no deje fuera a los más vulnerables. [También disponible en audio]

Celebrar agosto como el Mes de la Solidaridad nos permite volver la mirada a la figura de san Alberto Hurtado. Su vida encarnó una fe comprometida con la justicia y una voluntad decidida de hacerse cargo del sufrimiento del otro. Pero este año, además de conmemorar, conviene interrogar la raíz política de su legado. ¿Es posible pensar en una forma de solidaridad que, además de personal, social o comunitaria, abarque la vida política?

La pregunta no es retórica. El escenario nacional parece marcado por un clima de creciente desafección y escepticismo. Dado el insuficiente interés ciudadano, las recientes primarias del oficialismo indicaron cifras bajas de participación y un buen cúmulo de interrogantes sobre el estado de nuestra democracia. Las encuestas muestran con persistencia una mezcla de escepticismo, desinterés y una creciente desconfianza por los modos institucionales de hacer política. Esto, por lo mismo, abre puertas a liderazgos personalistas, sostenidos muchas veces por algoritmos, más que por convicciones.

En un contexto como este, cabe también indagar en las razones por las cuales figuras como Carolina Tohá, con trayectoria reconocida y experiencia en el aparato estatal, no logran movilizar a los partidos ni conectar emocionalmente con los intereses y preocupaciones que se expresan desde los diversos territorios. Más allá de su desempeño personal, esta dificultad parece evidenciar una crisis más profunda, vinculada a la creciente insignificancia de los partidos como vehículos de representación y articulación de proyectos colectivos. Lo que se percibe es un sistema político debilitado por la atomización social y por estructuras partidarias que no logran canalizar las demandas ciudadanas ni ofrecer sentido de pertenencia. Es cada vez más visible un sentimiento de ser minoría entre quienes sostienen ciertos valores democráticos, éticos o de justicia social. Este sentimiento no se reduce al aislamiento ideológico; expresa, más bien, una desconexión creciente entre las convicciones institucionales que muchos compartimos y las preocupaciones reales de amplios sectores de la ciudadanía, especialmente en contextos atravesados por el malestar, la inseguridad y la incertidumbre.

UNA POLÍTICA DEGRADADA

La crisis no es solo de nombres o cifras. La fragilidad de los partidos políticos se arrastra desde hace años, pero hoy alcanza un punto crítico. Aumentan las campañas fragmentadas, los discursos reactivos y las dinámicas propias de la cultura digital, marcadas por la búsqueda de aprobación instantánea y por la confrontación permanente. Paradojalmente, la proliferación de partidos —más de una veintena de colectividades legalmente constituidas— es síntoma de la dificultad que hoy se observa para articular acuerdos duraderos y construir identidades doctrinarias sólidas y comprometidas con valores compartidos. Este cuadro facilita el surgimiento de proyectos políticos personalistas o agendas inmediatistas que eluden los caminos del diálogo y la deliberación.

Por su parte, las redes sociales tienden a amplificar la indignación, el aislamiento y a subrayar lo negativo. La posibilidad del diálogo da así paso a una agresividad comunicacional que tiende a polarizarlo todo. La política, entendida como el arte de crear un espacio donde los individuos pueden vivir juntos, con sentido, en libertad y sin violencia, pierde espesor y se transforma en un espectáculo de constantes enfrentamientos.

EL MUNDO TAMBIÉN NOS DUELE

Mientras tanto, el mundo sigue exhibiendo signos alarmantes. El recrudecimiento de los conflictos bélicos, el endurecimiento de regímenes autoritarios, la precarización de los derechos humanos y el desplazamiento forzoso de millones de personas no dejan de recordarnos que vivimos en una crisis global. Sin embargo, en Chile, esta dimensión queda frecuentemente opacada por las urgencias internas. Nos cuesta mirar más allá, abrirnos a la interdependencia, asumir que también somos responsables ante un mundo herido.

No es solo la guerra lo que persiste, sino la lógica que la sustenta: el armamentismo como negocio, el dominio como objetivo, la normalización de la destrucción como instrumento político. En este panorama, la política pierde también su vocación de cuidado y se transforma en cálculo de fuerza, en espectáculo del poder por el poder. Frente a ello, recuperar el sentido de una política solidaria —de cooperación, de justicia, de construcción común— no es ingenuidad, sino una suerte de resistencia ética.

La precariedad en la que viven millones de personas revela una forma de violencia estructural normalizada. La pobreza, la exclusión sistemática, la falta de acceso digno a salud, vivienda o educación, son heridas abiertas en el cuerpo social. Una solidaridad política verdadera debe comenzar por no naturalizar esta violencia que, por ser cotidiana y, muchas veces, silenciosa, no alcanzamos a ver.

SOLIDARIDAD POLÍTICA: UNA FORMA DE ESPERANZA ACTIVA

En este cruce entre desencanto nacional y desatención global, la pregunta por una «solidaridad política» adquiere fuerza singular. No se trata de una consigna sentimental ni de un llamado moral abstracto. Se trata, más bien, de una necesidad estructural para la vida democrática. El acto de representación política debiera entenderse, en su raíz, como un acto de solidaridad que persiga el bien común y atienda las necesidades de los más vulnerables. Toda acción política que merezca ese nombre debería sostenerse sobre esa responsabilidad, renunciando a los cálculos y al interés individual o partidario.

La solidaridad es también una categoría política que implica que todos los ciudadanos puedan hacerse cargo del otro, de su voz, de su historia, de su derecho a habitar dignamente el espacio común. En tiempos de fragmentación y desencanto, el llamado a recomponer el lazo social desde una ética de la reciprocidad puede ser una respuesta contra el cinismo o la resignación, una forma real de esperanza activa.

PENSAR Y ACTUAR EN LA OSCURIDAD

La lectura de Hannah Arendt que, en esta edición de Mensaje, propone el artículo de María José López, puede abrirnos a una perspectiva iluminadora. Arendt pensó los tiempos de oscuridad como momentos donde la esfera pública pierde su pluralidad y se torna hostil al pensamiento crítico y al diálogo. En un mundo donde se disuelven los espacios de encuentro, la política se degrada. Pero Arendt también insistió —contra todo fatalismo— que incluso «en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación, y dicha iluminación puede provenir […] de la luz incierta, titilante y a menudo débil que algunos hombres y mujeres reflejarán en sus trabajos y vidas». (Hombres en tiempos de oscuridad,1992). Entre esos destellos, Arendt destaca tres formas de resistencia: la acción concertada, el pensamiento independiente y la amistad cívica.

En Chile, la acción concertada se expresa en iniciativas que aún creen en el poder de lo colectivo: organizaciones territoriales, movimientos sociales, experiencias comunitarias. El pensamiento independiente vive en universidades, en medios no alineados, en quienes se atreven a juzgar por sí mismos sin repetir consignas. La amistad cívica se encarna allí donde personas con posiciones distintas se escuchan, se interpelan con respeto y construyen juntos —aunque sea difícil— un mundo común.

TEJER COMUNIDAD, REHACER LO COMÚN

Esa amistad cívica, bastante olvidada hoy en un clima de agresividad digital y de trincheras ideológicas, es clave para aspirar a pensar una solidaridad política: se trata de un vínculo que no anula la diferencia, que no exige unanimidad, sino conversación; que no responde al miedo, sino a la confianza de que es posible construir algo en común.

Pensar hoy en una solidaridad política es restaurar la palabra entre adversarios, rehacer el pacto social herido, sostener un espacio compartido donde el otro no sea enemigo, sino parte del mismo mundo. Es resistir la tentación del «sálvese quien pueda» y recuperar la política como práctica de cuidado del tejido social, de las instituciones y de la convivencia.

Esto exige nuevos modos de representación, nuevos lenguajes públicos, nuevas formas de participación. Pero exige, sobre todo, un espíritu distinto, menos centrado en la confrontación, más abierto a la construcción. Una democracia sin solidaridad se agota en procedimientos. Una solidaridad sin política se disuelve en buenas intenciones. Solo juntas pueden sostener un proyecto de país que no deje fuera a los más vulnerables ni a los más silenciosos.

En este tiempo fragmentado, la política necesita recuperar su capacidad de convocar, de escuchar, de proponer sentido común. Urge una solidaridad política que no solo denuncie injusticias, sino que trace horizontes de acción compartida. Esto implica, en lo inmediato, avanzar en acuerdos amplios en materias urgentes como la seguridad pública, el pacto fiscal, la educación y una reforma del sistema político que recupere la confianza en la representación. En estos terrenos se juega no solo la eficacia de un futuro gobierno, sino también la posibilidad de recomponer confianzas y reconstruir comunidad política. Tal vez allí esté el gran desafío de nuestro presente.

Una democracia sin solidaridad se agota en procedimientos. Una solidaridad sin política se disuelve en buenas intenciones. Solo juntas pueden sostener un proyecto de país que no deje fuera a los más vulnerables.

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