La Iglesia cumplirá su misión si atiende los signos de los tiempos discernibles en los enormes cambios culturales, y en los testigos y comunidades que celebran su fe.
Los sacramentos son instrumentos visibles y tangibles que la Iglesia usa para, de un modo simbólico, facilitar a las personas una experiencia espiritual, para conferirles una pertenencia interpersonal o colectiva, y para celebrar la bondad de Dios en sus diversas manifestaciones. La Iglesia misma es todo esto. Ella es, según el decir del Vaticano II, un «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium 1). La Iglesia del Concilio ha puesto énfasis en ser ella Pueblo de Dios que, junto a otros pueblos, quiere avanzar a lo largo del tiempo de un modo significativo, esto es, anunciando con palabras y acciones que en esta historia es posible discernir, en los signos de los tiempos, el amor de Dios por toda la humanidad.
Escribo desde Chile: el contexto es importante para comprender los sacramentos y la sacramentalidad de la Iglesia. La realidad de la Iglesia católica en nuestro país es inédita. En los últimos treinta años la pertenencia eclesial católica entre los chilenos ha caído en más de un 30%. Un 48% de la población se declara católica. En el caso de los jóvenes, un 36%(1). Los religiosos, religiosas y sacerdotes enferman y envejecen. La caída libre de las vocaciones presbiterales presagia que en pocas décadas habrá un número ínfimo de ministros ordenados. El escándalo causado por los abusos sexuales del clero (religioso y secular), y su encubrimiento ha sido una de las causas determinantes en este colapso.
Sumado a lo anterior, la pertenencia católica se desmorona, sobre todo, en virtud de un agudo proceso de secularización que se ha acentuado en el Occidente tradicionalmente cristiano. Últimamente, dice Carlos Peña, las nuevas generaciones creen no necesitar de ninguna autoridad para ser sí mismas: «Hay una cierta ruptura entre los más jóvenes y los más viejos. El horizonte vital y la sensibilidad de cada uno es cada vez más distante»(2). Sigue Peña: «O, si se prefiere, nunca como hoy la distinción entre el mundo propio de los jóvenes y lo que ellos consideran un mundo ajeno ha estado tan marcada, al extremo de que cuesta ver la línea de continuidad entre ambos». Los (as) jóvenes no necesitan de padres, madres, profesores ni curas. Dependen de su subjetividad. Se autoconforman incesantemente. ¿Cómo podrían querer pertenecer a una tradición milenaria para actualizar su identidad a través de los sacramentos? No les interesa. No les preocupa la «salvación» (aunque despuntan entre ellos otras creencias como, por ejemplo, el karma). A algunos les molesta la Iglesia, mientras a otros no les llama la atención.
¿Qué puede hacer la Iglesia para renovar su evangelización por medio de los sacramentos? Es determinante que cualquier empeño por aggiornar la sacramentalidad de la Iglesia parta de la base de que Cristo es el sacramento por antonomasia del Padre, sea como partícipe en la creación, sea como su realizador definitivo. Él es la Palabra (logos) y la Imagen (eikon) de Dios, el único que puede llevar el mundo a su plenitud.
Esto obliga a tener en cuenta que este Cristo, en cuanto resucitado, se halla en todos los seres. La belleza de las montañas, las aves, las aguas, cualquier realidad material o mental, las religiones distintas de la cristiana pueden servir para constatar el querer originario de Dios. Estas realidades, gracias a Cristo, son la primera expresión de la sacramentalidad. Pero la acción de Dios en la naturaleza debe ser discernida. En la naturaleza, el quehacer del Creador opera mediante juegos de fuerzas que muchas veces llevan a preguntarse por qué Dios permite tales o cuales males. Los seres vivos se alimentan unos de otros; las lluvias son indispensables e incluso los aluviones, que causan tanto daño, pueden cumplir una función positiva. La Creación evidencia y oculta la bondad de Dios.
Por cierto, hoy debe subrayarse que solo Dios sabe si Cristo está más presente en el cristianismo que en otras tradiciones religiosas. Uno es Cristo, otro es el cristianismo a modo de Iglesia encargada de darlo a conocer. Muchos cristianos(as) lo han hecho a lo largo de dos mil años, pero no todos ni siempre. Sabemos que en muchas ocasiones de la historia los cristianos y la institución eclesiástica han dado un antitestimonio. Ha sido muy penoso, por ejemplo, caer en la cuenta de que ha habido personas bautizadas bajo presión. A menudo en nombre de la cruz se ha crucificado a pueblos inocentes que tienen otra cosmología y espiritualidad, como sucede con el pueblo mapuche en Chile mediante la escuela(3). Los niños, para ser cristianos, han debido dejar de ser mapuche.
Es así que —si Cristo resucitado lleva a la Creación a su cumplimiento gracias a la Iglesia, y a pesar de ella— los mismos cristianos han de ver en los pueblos originarios, en sus tradiciones, especialmente en sus ceremonias, verdaderos «sacramentos» de Cristo. Han de procurar hacerlo, pues también en estos es necesario discernir qué es verdaderamente de Dios y qué no lo es. Por de pronto, ¿qué evangelización pudiera darse en el mundo mapuche —continúo con el caso— si no se reconocen sus sacramentales? El problema es tan complejo que en este y otros pueblos latinoamericanos se ha planteado la necesidad de descristianizar sus culturas para recuperar su identidad. Por cierto, una nueva mirada al sincretismo, y no su rápida condena, es decisiva. Lo «inter» cultural e «inter» religioso tiene más futuro que nunca(4). En los otros, y en sí mismos(as), los católicos(as) han de escrutar la manifestación de lo verdaderamente humano y desechar aquello que deshumaniza.
Un segundo grado de sacramentalidad lo constituye la Iglesia en cuanto participa de la sacramentalidad de Cristo recién reseñada(5). Lo es en la materialidad de su existencia, en templos hermosos, como Notre Dame de París; o en personas notables, como los santos y los mártires, y figuras sencillas, como los pobres que gracias a su fe aún luchan por la vida. Y, por cierto, y en particular, en los sacramentos propiamente tales. En este caso, la Iglesia garantiza que, mediante ellos, opera la Gracia. Si Cristo es el sacramento de Dios, ella es sacramento por medio de algunos actos simbólicos bien determinados.
Conviene tener presente lo que ocurrió en los comienzos del cristianismo. Los primeros cristianos y cristianas recordaron y siguieron practicando lo que vieron hacer a Jesús. En las acciones y palabras de Jesús estaban implícitos los siete sacramentos (el bautismo, la confirmación, la eucaristía, la unción de los enfermos, el sacramento del orden, el matrimonio y la reconciliación), los sacramentales (procesiones, cantos, bendiciones de diversos tipos) y, por cierto, la Iglesia misma que eclosionó en Pentecostés.
Pero, en la actualidad la Iglesia católica tiene un problema. Tras la «primavera eclesial» de los años siguientes al Vaticano II, vino un período de «invierno eclesial» (Karl Rahner) que amenaza llevarnos a los tiempos anteriores al Concilio o dejar a las y los cristianos en el abandono en el que están. El tradicionalismo se hace fuerte en muchas partes. Es cierto que con el papa Francisco nuevamente sale el sol, pero no es claro que las nubes se disiparán por completo.
En la actualidad la Iglesia católica tiene un problema. Tras la «primavera eclesial» de los años siguientes al Vaticano II, vino un período de «invierno eclesial» (Karl Rahner) que amenaza llevarnos a los tiempos anteriores al Concilio o dejar a las y los cristianos en el abandono en el que están.
Un ejemplo de retroceso es que en muchas partes la celebración de la eucaristía ha vuelto a centrarse en la consagración y el ofrecimiento a Dios de una víctima en aras de los sacrificios, como ocurre en la religión neolítica, olvidándose que ella es sobre todo la mesa del banquete en la cual se comparte el pan de la Palabra y el cuerpo de Cristo(6). En esta se hace memoria de la entrega total de Jesús a la humanidad. La eucaristía no es un holocausto o sacrificio a un Dios temible, como el de las religiones sacrificialistas. Esta Palabra implica el único y verdadero sacrificio, el del amor de Jesús, que regenera relaciones de entrega entre los hermanos y hermanas de la comunidad.
El sacramento de la reconciliación deja de practicarse. Muy pocos católicos acuden a él periódicamente, algunos lo hacen cada cierto tiempo y la gran mayoría no ha vuelto a confesarse nunca más. Por cierto, los escándalos de los abusos de los presbíteros han aguzado la mirada para descubrir en este sacramento una práctica que ha hecho mucho daño. Los católicos(as) no quieren confesarse más con sacerdotes por pésimas experiencias (interrogatorios, reprimendas, exclusiones de la eucaristía por la píldora anticonceptiva o nuevas parejas), y porque les resulta perturbador hacerlo con un posible abusador. La institución misma del sacramento es a veces cuestionada.
Asimismo, asoma la crisis del sacramento del ministerio sacerdotal. El desempeño de los presbíteros en muchos casos tiene poco que ver con la reforma impulsada por el Concilio. Especialmente a partir del pontificado de Juan Pablo II (Pastores dabo vobis, 1992), se detecta un proceso de resacralización del clero que lamentablemente se ve acentuado en la Iglesia católica dispersa por el mundo(7). Ni los obispos ni los curas acatan suficientemente el mandato de Lumen Gentium (LG 10, 2) de relacionar al clero con los fieles en términos de reciprocidad. La identidad de los presbíteros ha debido estructurarse en intercambios con las demás personas. El sacerdocio de todos(as) los bautizados constituye el origen de la pertenencia eclesial y la causa de una fraternidad originaria. La falta de horizontalidad y la poca participación de los fieles no expresan la sacramentalidad de la Iglesia, menos aún la exclusión de las mujeres.
En suma, la Iglesia tendría que actualizar su sacramentalidad. Debe continuar anunciando al Cristo de la Tradición de la Iglesia con la creatividad del Espíritu del resucitado. Debe procurar que las personas tengan una experiencia Dios en los cauces sacramentales antiguos y nuevos.
Llegó la hora de los laicos(as). Si estos no toman la iniciativa, crean mediaciones nuevas de la fe y no demandan cambios a las autoridades eclesiales, la Iglesia está condenada al anacronismo.
(1) Centro de Políticas Públicas. Pontificia Universidad Católica de Chile, Resultado Encuesta Nacional Bicentenario, UC, 2022.
(2) Peña Carlos Peña, Hijos sin padre. Ensayo sobre el espíritu de una generación, Santiago, Taurus, 2023.
(3) Elisa Loncon, Alvaro Gaínza, Natalia Hirmas, Diego Mellado, Colonialismo cultural y ontología indígena en comunidades pewenche de Alto Bíobío, Santiago, Lom, 2023.
(4) Diego Irarrázaval, Diego. Indagación cristiana en los márgenes. Un clamor latinoamericano, Santiago: Ediciones Universidad Albert Hurtado, 2013.
(5) Karl Rahner, La Iglesia y los sacramentos, Barcelona. Herder, 1967.
(6) Pedro Trigo, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. En el cristianismo latinoamericano, Maliaño 2020, 91.
(7) A. Parra, «El proceso de sacerdotalización. Una histórica interpretación de los ministerios eclesiales», Theologica Xaveriana 28 (1978) 79-100; I. Corpas de Posada, «Liderazgo y servicio en la tradición católica: lectura de textos en perspectiva de género», Theologica Xaveriana 61 (2011) 35-36. 38.