El pasado lunes 21 de abril el papa Francisco partió al encuentro con el Padre. Su muerte nos ha hecho releer este tiempo de servicio fiel, mirando su globalidad. En Mensaje cerramos abril con gratitud por nuestro Pastor. [También disponible en audio]
LOS INICIOS
Esta misma revista, al conocer que su nombre sería «Francisco», apuntaba a cómo eso mismo podía ser una especie de programa para su pontificado. Por una parte, la tarea de reconstrucción de la Iglesia; la sencillez y la pobreza como estilo de vida; el amor por la naturaleza y los animales. El contexto imponía al nuevo papa Francisco la tarea de encarar las pugnas de poder al interior del Vaticano, las acusaciones de blanqueo de capitales que remecían al banco de la Santa Sede y la crítica por el modo en que históricamente se habían enfrentado los casos de abuso sexual por parte de clérigos y religiosos. Por una parte, a nivel interno, se veía imprescindible hacer una reforma de la curia vaticana; pero, hacia el exterior, era también imprescindible disminuir la distancia que se había producido entre la sociedad contemporánea y la Iglesia católica. Era necesario comprender los profundos cambios tecnológicos y los avances científicos con su impacto en las relaciones humanas; abordar la complejidad de la sexualidad humana, el lugar de la mujer en la Iglesia, el descrédito de la Iglesia y la falta de sacerdotes. Se esperaba que la sensibilidad social y la sencillez del nuevo Pastor fueran una buena noticia para todo el mundo.
Es arriesgado pretender hacer una síntesis del pensamiento o los aportes de un papa a tan poco tiempo de su muerte. Sin embargo, en esta edición especial de Mensaje podemos ofrecer algunas claves de lectura importantes para acercarnos a su figura. En primer lugar, la misericordia como actitud de fondo que atraviesa todo el ministerio de Francisco. En segundo lugar, sus gestos, que buscaban «botar muros y tender puentes» entre nosotros.
A poco empezar su pontificado, Francisco anunció un jubileo especial para la Iglesia, invitando a ser «misericordiosos como el Padre» (cf. Mt 18, 33), con la intuición de que «la misericordia es la viga maestra que sostiene la Iglesia» (MV 10). Misericordia, como actitud, es tener el corazón orientado hacia la miseria de otro. Si bien tiene su origen en una cierta empatía con los dolores ajenos, la misericordia no se queda solo en los afectos, sino que deriva necesariamente en la acción que ayuda o alivia el sufrimiento de los demás.
Francisco había contemplado muchas veces en los Ejercicios Espirituales la Trinidad que, por misericordia, toma la decisión de la Encarnación del Hijo. Dios mismo es el primer misericordioso. Como Padre, no puede sino ser misericordioso con la humanidad entera, sin excepción de ningún tipo. Esa inspiración contemplada en el mismo Dios, implicaba que el Papa a la distancia del juez, prefiriera la cercanía del pastor, del cura «con olor a oveja». Y lo mismo aplicado al pueblo de Dios, una Iglesia cercana a los pobres, a los menesterosos, a los «descartados». La misericordia es la actitud de fondo, observada en tantos gestos de cercanía de Francisco, que él deseaba que fueran un sello distintivo de los cristianos.
El centro del evangelio parece ser la misericordia y su fruto, la alegría. Ya los títulos de sus documentos son decidores: gaudium, gaudete, laetitia, refieren a la alegría; laudato alude a la alabanza. El anuncio no puede estar anclado en un «dolorismo penitencial», porque Dios quiere la alegría humana, sin impostaciones, sino fundada en la felicidad de las bienaventuranzas.
Quizá sea esa misericordia el fundamento para botar tantos muros que nos separan al interior de la Iglesia, pero también entre la Iglesia y el mundo.
Quizá el muro más complejo sea el clericalismo de la Iglesia, ese autoritarismo que busca suplantar la conciencia de los fieles, fundado en una pseudo espiritualidad de elite. Si bien, ya el año 2014, Francisco había instituido una Comisión Pontificia para la Protección de Menores, no es sino hasta después de su difícil visita a Chile cuando el papa pone el clericalismo al centro de la cultura del abuso. Es él mismo quien comienza dando ejemplo al hacer pública su petición de perdón a todos aquellos a quienes había ofendido en dicha visita. Así mostraba lucidez respecto de sus propias contradicciones internas: gestos espontáneos de empatía y misericordia, combinados con «atropellos porteños», como dirían nuestros hermanos argentinos de provincia.
De la mano del clericalismo está la creencia de que la santidad está reservada solo para algunos, como si fuera un privilegio. Aquí Francisco recuerda que todos los bautizados están llamados a ser santos. Invita a poner atención a la santidad «de la puerta de al lado» (GE 7), humildes miembros del pueblo de Dios, vecinos, cotidianos, cristianos, sean católicos o no lo sean (GE 8-9). Esto engarza con el sacerdocio común de los fieles, proclamado insistentemente por el Concilio Vaticano II.
Otra frontera de separación podría haber entre varones y mujeres. El papa destaca primero los estilos femeninos de santidad y la necesidad del «genio femenino» para la vida de la Iglesia (GE 12). Más adelante, abre la posibilidad de que mujeres presidan los dicasterios vaticanos, nombrando una mujer en el Dicasterio para la Vida Consagrada y otra para presidir el Gobierno de la Santa Sede. El último Sínodo de obispos, por primera vez desde el Vaticano II, contó con voz y voto en cada sufragio de al menos 80 miembros no obispos, representantes de la vida consagrada y laicos, de los cuales 54 eran mujeres.
En su exhortación sobre la alegría del amor, Francisco avanzó en su propósito de «integrar a todos» (AL 297), incluso a aquellos que la Iglesia históricamente venía excluyendo. Es así como enfatiza que, sin que la Iglesia renuncie a presentar los ideales de la propuesta cristiana, es imprescindible recuperar una lógica de la integración, clave en el acompañamiento pastoral (AL 299). Por una parte, este cambio de actitud lo aplica a los divorciados vueltos a casar y, por otra, también a personas con orientación homosexual. Esto último se traduce no solo en respeto (pasivo) a toda persona, sino también en acogida (activa) a cada uno de ellos con el objetivo de que puedan realizar plenamente su vocación, con independencia de su orientación sexual (AL 250).
Los procesos sinodales se hicieron con participación amplia de numerosas iglesias y comunidades locales, aportando frescura al discernimiento universal. Los Instrumentum Laboris reflejaban esa diversidad, aunque no estaban exentos de tensiones propias de un cuerpo así de amplio.
Todos estos impulsos de Francisco encontraron una expresión en el Sínodo sobre la Sinodalidad, donde se plasma una visión de Iglesia donde las diversidades se encuentran. El eje vertebrador de la comunidad no es la diferencia dada por el sacramento del orden, sino la unidad dada por el bautismo que hace a todos portadores del Espíritu. No caben, obviamente, las diferencias nacionales ni de poder adquisitivo. Pero tampoco las de género, sexuales ni jerárquicas. Si la Iglesia es «comunión», ha de botar esos muros internos que la dividen.
El eje vertebrador de la comunidad no es la diferencia dada por el sacramento del orden, sino la unidad dada por el bautismo que hace a todos portadores del Espíritu.
Francisco concibe a la Iglesia esencialmente evangelizadora. Se diría que su identidad es «en salida» (EG 20-24), misionera. Esta idea tiene una vertiente evangelizadora en sentido religioso, diríamos de la palabra que se anuncia, se ora, se enseña, se testimonia y se celebra. Pero también tiene un aspecto caritativo, de cuidado de los frágiles, de búsqueda del bien común, de servicio para la inclusión de los pobres (EG).
Ya en julio de 2013, en la playa de Copacabana, Río de Janeiro, el papa decía a los jóvenes: «No balconeen la vida, métanse en ella, Jesús no quedó en el balcón, se metió; no balconeen la vida, métanse como Jesús». Con ese neologismo, invitaba a salir de las posiciones cómodas de quienes se dedican a los diagnósticos, para ponerse a trabajar en las transformaciones. Así, sumaba a los jóvenes a esta corriente «en salida», de constructores de la Iglesia. Con una imagen futbolística, denotando ser un hombre metido en el mundo, les proponía «jueguen para adelante».
En su primera encíclica, Laudato Si’, comienza señalando que esos mismos jóvenes interpelan a la Iglesia, afirmando que no «es posible que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en el sufrimiento de los excluidos» (LS 13). De esta manera, la preocupación de la Iglesia no era solo por la fe de los cristianos o la justicia para los descartados, sino una ocupación por la creación entera, por el presente y por el futuro de la humanidad. Con esto, la Iglesia se ponía a tono con los tiempos y tomaba la delantera en el cuidado de la naturaleza, por un asunto de fe, pero también de justicia. Poner con fuerza el criterio de justicia con los pobres y entre generaciones resultaba algo novedoso, aunque enraizado hondamente en las Escrituras.
Esta Iglesia «en salida», de puertas abiertas, tiene una particular inclinación hacia los descartados, en particular los refugiados. El hecho de que la primera salida de Roma fuera a Lampedusa, lugar de llegada a Europa de numerosos migrantes, iniciaba su pontificado denunciando la «globalización de la indiferencia», la normalización del sufrimiento y el dolor. Quería ver una Iglesia ocupada en atender las necesidades primeras del ser humano, afanada primero en las heridas, como un «hospital de campaña» que no prioriza «chequeos» rutinarios de buena conducta para ver quién califica.
También Francisco procuró tender puentes hacia otras religiones, siempre con los demás hermanos cristianos, pero en particular con musulmanes y judíos. La idea, tan recurrida durante la pandemia, de que «nadie se salva solo», también vale para el diálogo interreligioso. Queremos un mundo mejor, un futuro mejor, y ese propósito trasciende las corrientes políticas, a ratos tan contingentes y efímeras, para encontrarle un fundamento trascendente, religioso y pleno de sentido humano.
Francisco procuró tender puentes hacia el mundo, purificar a la Iglesia de cualquier tendencia a ensimismarse, porque el sentido de esta está puesto en el proyecto de Reinado de Dios para la humanidad entera, no solo para los nuestros ni para los que califican, sino para todos, los de hoy y los que vendrán. Corrió el riesgo de encontrarse con las personas y dialogar con el patriarca ortodoxo Cirilo, o propiciar la reunión entre EE.UU. y Cuba. Francisco fue probando, ensayando con una «pedagogía del encuentro» y, así, fue abriendo puertas. Confiamos en que, de la misma manera, le será abierto el cielo para su encuentro definitivo.
Ahora toca el tiempo del Espíritu. Confiamos en que Dios no nos soltará la mano. Abrimos este mes de mayo con un Cónclave: Espíritu Santo, ¡ven!