Si nos extraviamos y damos el paso de promover la cultura narco, con todo el debate que ha generado, es un indicativo de que dejamos de preguntarnos de qué se trata la vida buena.
El narcotráfico es una preocupación creciente en Chile durante los últimos años, sobre todo cuando se ve asociado a una serie de otros delitos tales como homicidios, fraudes o corrupción. Es peor aun cuando estas organizaciones se estructuran en redes complejas, pero altamente coordinadas, en lo que llamamos crimen organizado. Lo que antes parecía un problema ajeno y que afectaba a otros países en Latinoamérica, ahora está en el centro de nuestras preocupaciones.
Hoy nos encontramos con zonas completas de la ciudad en las cuales estas bandas toman el control, cobran a los comerciantes por la seguridad de sus locales y compran el silencio de la población haciendo favores. También seducen a la juventud con una vida fácil, con lujos y fiesta permanente, a cambio de supuestos beneficios que terminan comprometiendo la seguridad personal, incluso la vida.
Ahora bien, el narcotráfico no solo produce violencia en los barrios, adicción en las personas y corrosión de los aparatos del Estado. Junto con esto, el narco ha generado un estilo de vida, una cultura. Este verdadero sistema social se ha visto potenciado, durante las últimas décadas, por un modo de vida fundado en el negocio de las drogas ilícitas que se impone públicamente. Así es como las antiguas «animitas», que recordaban a alguien fallecido en la calle, se han transformado en enormes mausoleos que se instalan en el espacio público. Los funerales se han convertido en verdaderas muestras de poder de fuego, avisos de venganza y opresión del resto de la población, la que se ve invadida por estas manifestaciones. La droga llega a las poblaciones y se celebra con fuegos artificiales prohibidos por la ley, a vista y paciencia de todo el mundo, para señalar el inicio de la fiesta. Al narcotráfico lo rodea una estética llena de vestimentas y artefactos lujosos, desde pequeños fetiches como los relojes, hasta otros más grandes, materializados principalmente en vehículos y casas. Como el eje articulador es la amenaza de usar la violencia y la fuerza, se trata de una cultura fundamentalmente machista, a pesar de que algunas mujeres hayan logrado posicionarse en roles de liderazgo. Finalmente, ciertos muralistas y músicos comprometen también su aporte en la difusión de sus «valores»: se exaltan héroes, se promueve una especie de ética y, diríamos, generan su propio espacio de trascendencia.
En términos políticos, el avance del narcotráfico es peligroso para la democracia. Cuando el narcotráfico y su organización criminal crecen, pueden abrir camino a gobiernos populistas con rasgos dictatoriales, gobiernos policiales que vayan restringiendo las libertades y amenazan los derechos humanos. ¿Es posible anular estas organizaciones en democracia?
En términos políticos, el avance del narcotráfico es peligroso para la democracia. Cuando el narcotráfico y su organización criminal crecen, pueden abrir camino a gobiernos populistas con rasgos dictatoriales, gobiernos policiales que vayan restringiendo las libertades y amenazan los derechos humanos.
Un hecho básico, que salta a la vista, es la violencia con que actúa el narcotráfico y la impunidad con que sus miembros se conducen. En sus funerales portan armas, hacen disparos, se toman las calles y consumen drogas a la vista y paciencia de la fuerza pública. ¿Por qué no se actúa ahí?
Los ajustes de cuentas son comunes y los asesinatos producidos quedan muchos de ellos sin resolverse, amparados por un silencio temeroso de quienes pudieran ser testigos. La amenaza de la cárcel parece no hacerles mella, ya sea porque confían en salir pronto, por las redes de corrupción que manejan dentro del sistema judicial o por la debilidad de la fiscalía; o bien, porque la cárcel no les resulta un lugar tan desagradable, dadas las redes que manejan dentro de ella.
Creemos que los esfuerzos del Gobierno y el Congreso van bien orientados. Ya se ha aprobado un porcentaje alto de las leyes que conforman la agenda de seguridad, lo que es una buena noticia. Habrá que poner atención al poder económico —y, por tanto, de corrupción del sistema— que poseen estos grupos.
Recientemente se ha provocado una polémica por la participación de uno de estos «narcoartistas» en el Festival de Viña. La pregunta ha sido si debe permitirse su participación, dado el tenor de las letras de sus canciones. Vale la pena reflexionar con mayor atención sobre esto, porque este tipo de arte es expresión y promoción de ciertos valores que, especialmente en una sociedad de comunicaciones masivas, va transformando los ideales a los que aspira nuestra juventud y que también afectan nuestra convivencia.
Pero este tipo de canciones, ¿es una muestra de arte? La pregunta es interesante, en la medida en que el arte se concibe como una ruptura incómoda que refleja a la sociedad, al espectador, algo que no ve y, por tanto, saca del statu quo. Es el arte visto como un factor movilizador, no necesariamente bello en sus formas, sino como un elemento de disrupción, que cuestiona. En este sentido, el arte es concebido como una manifestación esencialmente marginal, novedosa y rupturista.
La expresión de los «narcocorridos», efectivamente, ha incomodado. Sus letras narran explícitamente historias de traficantes frente a la sociedad y de algún modo nos develan una realidad históricamente ignorada. Sin embargo, cuando se transforma en un producto de consumo masivo y el escenario es uno de los eventos más vistos en televisión abierta en Latinoamérica, más bien se empieza a pervertir el elemento disruptor, para transformarse en propaganda. Sus lógicas marginales se trastocan para asumir las lógicas del marketing, de los rankings y del negocio, para transformarse lentamente en cierto estándar. Entonces, en contradicción con su inspiración original, se convierte en el nuevo statu quo.
La lógica de mercado termina limando las incomodidades para convertir la ruptura en negocio. Pero esta transición no es gratuita, una parte de la propuesta de ruptura deja de incomodar, lo que se explica porque la sociedad ha asimilado ese valor, antes marginal. Para ser justos, esto sucede hoy con esta particular expresión de música vinculada al tráfico de drogas, pero en otras ocasiones ha sucedido con canciones sexualmente explícitas o con la canción de protesta, que tuvieron una censura inicial y que, finalmente, fueron asimiladas por los contextos culturales. Perdieron así su mordiente, y en el camino terminamos incorporando sus valores y valorando su estética.
Visto lo anterior, la expresión artística del narco no es inocua. Con el añadido de los brillos en cadenas, aros, relojes y pulseras, va presentando armas de fuego como si fueran algo normal. Del mismo modo, con la cadencia de la música, cuentan historias de violencia que mitifican al narcotraficante hasta transformarlo en héroe. ¿Es eso lo que queremos promover en nuestra sociedad? En el caso particular del Festival de Viña, se suma la complejidad de financiar este tipo de manifestaciones desde el Estado y que lo patrocine un medio de comunicación estatal. Se hace necesario, en este punto, establecer la diferencia entre la censura, como impedimento efectivo de que algo se manifieste, o, simplemente, no promover esa manifestación. Sin embargo, en ambos casos, surgen obviamente preguntas sobre quién definirá —y de qué modo— aquello que se prohíbe, aquello que se tolera y aquello que se promueve.
En todo Estado de derecho hay conductas que se prohíben o censuran. Evidentemente, aquello que impide la convivencia y el desarrollo social debe evitarse. Pero en las manifestaciones artísticas o culturales, actos fundamentalmente comunicativos, se hace necesario un discernimiento más fino. Sobre todo, en la medida en que esos actos permiten aflorar valores emergentes. Se trata de malestares o perspectivas que la organización social debe auscultar. Por ejemplo, en los últimos siglos hemos visto cómo diferentes manifestaciones artísticas, literarias, musicales o pictóricas fueron instalando el respeto por las minorías y sus derechos, lo que ha sido valioso.
Aquí es donde el ejercicio de la democracia se hace fundamental. Toda sociedad debe preguntarse por su proyecto de vida buena, por lo que entiende por bienestar y plenitud de sus miembros. Pero en este ejercicio no basta medir la popularidad del cantante o de un libro. Entender la democracia como la notoriedad o el aplauso de las ideas, implicaría reemplazar el Congreso por un conjunto de encuestas. La democracia implica un ejercicio de diálogo y deliberación, para entender razones a favor y en contra, atender a las consecuencias de las decisiones, ponderar los valores que están en juego y mirar desde perspectivas diferentes. En buenas cuentas, vivir en democracia es asumir la complejidad y aprender a superar los conflictos que implica la construcción de una comunidad política.
Si nos extraviamos y damos el paso de promover la cultura narco, con todo el debate que ha generado, es un indicativo de que dejamos de preguntarnos de qué se trata la vida buena. ¿En qué consiste la plenitud del ser humano? ¿Cuáles son las dimensiones de su desarrollo personal? Estas son preguntas de futuro y es imprescindible abordarlas con seriedad. Preocupan los signos de confusión y por esto es una conversación urgente para tomar decisiones.