Necesitamos una política de largo plazo

Contar con una dirección es fundamental. Establecer el horizonte hacia el cual se quiere avanzar permite distinguir aquello que aporta más de aquello que no lo hace; lo que es importante, de lo secundario.

En un mundo interconectado, en la sociedad de la información, resulta vertiginoso el enorme volumen de noticias que se nos presenta cada día por redes sociales, podcasts o sitios a los que nos encontramos suscritos. Estamos expuestos de manera inmediata a los temas más diversos provenientes de lugares igualmente variados. Hasta hace poco, en un mundo más analógico, los temas de conversación eran reducidos y la pauta venía dada por medios escritos que escogían temas para sostener. Actualmente es un fenómeno por lo demás evidente la multiplicidad de noticias y la breve duración de ellas. La obsesión por el rating noticioso hace que los medios nos enfoquemos más en la novedad que en llegar al fondo de las cosas, lo que refuerza la brevedad de las noticias, haciendo que los sucesos sean cada vez más efímeros. Esto, aunque en medios como el nuestro tengamos la responsabilidad de profundizar, ayudar a la reflexión y sostener temas importantes por sobre la primicia.

Hay varios peligros en ello. Por ejemplo, vemos con preocupación cómo temas importantes quedan relegados al olvido. Solo por poner algunos: ¿en qué quedó la situación de los centros del SENAME? ¿En qué condiciones están los ocho mil niños internos a lo largo de Chile? ¿En qué quedaron los diálogos que se iban sosteniendo con dirigentes mapuche y el mundo político? ¿Cuál es la situación de hacinamiento en las cárceles? ¿Deberemos esperar otra tragedia para enterarnos? O, más recientemente, ¿se resolvieron los problemas de gestión de los SLEP? Vamos pasando de un tema a otro, muchas veces sin conocer la resolución de las cosas.

Pero quizá el peligro mayor sea que los gobiernos, aunque tengan un plan de trabajo, empiezan a ser conducidos por la agenda noticiosa, que les impone prioridades. El Estado empieza a ser absorbido por las urgencias y se transforma más bien en un proveedor de soluciones, en una estructura social dedicada a parchar fallas. Por ese motivo se ha puesto el foco tan directamente en las capacidades de gestión del Estado. Obviamente, se espera que este tenga una buena gestión, que realice sus funciones correctamente. Pero la pregunta de fondo es otra: ¿está enfocándose la fuerza del Estado en la dirección correcta? Esta es esencialmente la tarea de un gobierno. La definición misma de un gobierno está en su labor de conducir. Debe escuchar, debe estar atento a los cambios en el contexto, por supuesto, pero no puede renunciar a la tarea de definir la dirección. Ciertamente, en una democracia como la nuestra, la dirección que haga un gobierno está limitada porque hay materias que requieren acuerdo legislativo y, además, hay «pactos de Estado» que se espera trasciendan a los gobiernos, cuyo acuerdo hay que respetar.

La definición misma de un gobierno está en su labor de conducir. Debe escuchar, debe estar atento a los cambios en el contexto, por supuesto, pero no puede renunciar a la tarea de definir la dirección.

BUSCAR DECISIONES COHERENTES

Contar con una dirección es fundamental. Establecer el horizonte hacia el cual se quiere avanzar permite distinguir aquello que aporta más de aquello que no lo hace; lo que es importante, de lo secundario. Más aún si la finalidad es la que da los criterios, las prioridades quedan más claras, las decisiones se hacen coherentes y las sociedades avanzan con sentido.

Sin embargo, quizá sea esta la mayor carencia de la política actual: la falta de proyecto. Es labor de la política generar un proyecto compartido, pero ni siquiera los propios partidos cuentan en la actualidad con un proyecto definido. Las izquierdas y las derechas, en lo que vaya quedando de ellas, se han desdibujado de manera preocupante, porque también les está costando navegar en este mundo de «tendencias», noticias falsas o «likes», donde se juega con el honor y la exclusión, donde se funa, se cancela o se asesina con creciente liviandad.

Es peligroso, porque un contexto revuelto es el ambiente ideal para que surjan los caudillos, liderazgos carismáticos con propuestas populistas, los «intérpretes del pueblo», «los que siempre tienen la razón». Es peligroso también, porque los gobiernos podrían desembocar en proveedores de «pan y circo», concentrados en la provisión de lo más básico de los bienes, para luego matar el ocio con entretención y distracción. Las elecciones podrían transformarse en una exhibición de vendedores. En el fondo, quién ofrece más y al menor costo. ¿Es eso lo que buscamos?

Los gobiernos no deben dejarse conducir por la agenda noticiosa, menos aún con la volatilidad y brevedad que esta tiene actualmente. La vocación de un gobierno no es el control de la agenda informativa. Su objetivo no puede estar en ganar puntos de aprobación. Las consecuencias inmediatas, de primer orden, no deben ser más relevantes que las consecuencias de largo plazo, de segundo o tercer orden, que son las que finalmente permanecen. Sucede así con declaraciones que rompen la posibilidad del diálogo futuro, porque no encuentran nada positivo en los opositores. Hay que hacer un esfuerzo por ver la parte de verdad que tiene el adversario. Eso es sostener la posibilidad de convivir en el futuro.

En este punto es donde la política tiene que hacer un trabajo previo. Su rol de gestora de diálogos y acuerdos necesarios es fundamental para llegar a formular un proyecto de país en que nos podamos reconocer todos. Pero, previamente, los propios partidos deben hacer un proceso de formulación de sus horizontes. En este punto se les ve muy extraviados, con pocos puntos firmes en los cuales apoyar y sostener sus decisiones.

PARTICIPACIÓN Y RESPONSABILIDAD

Los partidos deben contar con orgánicas internas que les permitan hacer un trabajo de reflexión más profundo que, en último término, es una pregunta por el ser humano. ¿Qué es el ser humano? ¿En qué consiste ser persona? ¿De qué se trata su propio bien, crecer en qué dirección? ¿Qué sentido tiene la organización social? ¿Cuál es el bien de la sociedad en su conjunto? Preguntas como estas, las más básicas, son las fundamentales, porque son las que orientan las decisiones primeras. Luego podrán articularse otras en torno a los valores que rigen la convivencia, el sentido de la familia, la protección de los más débiles, la convivencia justa o los espacios de libertad necesarios. En estas conversaciones los cristianos tenemos bastante que decir, pero queda la pregunta de si no estaremos separando demasiado los ámbitos religioso y político, de tal manera que en la actualidad son incapaces de iluminarse mutuamente.

Nos preguntamos por la causa de la baja participación ciudadana cuando había en Chile voto voluntario. O bien, en un caso más reciente, que las elecciones de la FECH no lograran el quorum necesario para la validez: el hecho es que no hay deseo de participar en las elecciones, pero se movilizan para acampar a favor de Palestina. Algo está sucediendo que la política, esa dimensión tan intrínseca del ser humano, no está conectando con los partidos políticos. ¿Por dónde estará pasando la vida política de los ciudadanos? Quizá se ha trasladado a la defensa de causas, más breves, puntuales y que no requieren la formulación de una utopía social. ¿O el neoliberalismo habrá acabado no solo con las formas, sino con la pulsión hacia la política? Otra hipótesis es que se ha perdido el amor al país, la conciencia de comunidad con un sentido común. O bien, para los ciudadanos la política haya perdido sentido, dado que, finalmente, nada parece cambiar.

No debemos sumirnos en la desesperanza. Hace 60 años el Concilio Vaticano II reflexionaba sobre la organización de la comunidad humana y la imperiosa necesidad de participación responsable de las personas en la construcción de la sociedad. Cerraba su reflexión con una afirmación osada para entonces: «Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (GS,31). Hoy esa reflexión cobra más fuerza que nunca. Ante la constatación de la muerte, ¿por qué tener esperanza? ¿Por qué valdrían la pena nuestros esfuerzos? Quienes entreguen respuestas sensatas, sólidas y sostenibles tendrán en sus manos el futuro.

logo

Suscríbete a Revista Mensaje y accede a todos nuestros contenidos

Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0