EE.UU. vs. China: la batalla de los aranceles

El actual Gobierno estadounidense ha renunciado a la competencia con sus rivales económicos y ha priorizado la meta de equilibrar su balanza comercial, implementando un enfoque netamente bilateral en sus vínculos de comercio. La tensión con China es el ejemplo más visible en esa materia: lo que se observa es un juego de póker que puede afectar a todos los participantes.

Estados Unidos golpea a China, desde enero, con una serie incremental de aranceles. Beijing replica con restricciones similares. Así, la barrera arancelaria impuesta por Washington alcanza ya a la friolera de US$ 250 mil millones. Pese a los gigantescos montos, que plantean severas amenazas para las respectivas economías, ninguna de las partes ha dado el brazo a torcer.

Para el presidente Donald Trump, la aritmética del pleito es simple: Estados Unidos importa US$ 500 mil millones desde China y le exporta US$ 150 mil millones. Con estas cifras es claro que Washington tiene más donde presionar a su rival económico. Ello explica, en parte, la confianza de Trump al proclamar que «las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar». La premisa descansa en el hecho de que Estados Unidos mantiene un déficit en su comercio con la mayoría de los grandes países. De lo que se trata, como reza el eslogan de la campaña presidencial trumpiana, es «Hacer América grande nuevamente». Ello, entre otras cosas, pasa por equilibrar la balanza comercial con el resto del mundo y, en especial, con China.

Washington ha renunciado a la competencia directa con sus rivales económicos. En el sistema imperante hasta el actual Gobierno estadounidense, las disputas comerciales se ventilaban ante la Organización Mundial de Comercio (OMC). En la perspectiva de «América primero», Washington, sin embargo, optó por un enfoque bilateral. En la renegociación del NAFTA, el acuerdo norteamericano de libre comercio, Estados Unidos desmanteló el tratado trilateral para llegar a un acuerdo con México. Luego, cerrado el trato con sus vecinos meridionales, en el que obtuvo importantes concesiones en la producción automotriz, se volvió hacia Canadá, país al que amenazó con elevados aranceles. A Ottawa le exigió, si quería acceso para las industrias metalmecánicas, que abriese el mercado lácteo a sus exportadores. En este campo logró avances significativos. Lo mismo ocurrió con Corea del Sur. Con la Unión Europea, luego de una serie de fricciones, se ha alcanzado una tregua. Pero pesa la amenaza sobre las industrias del acero y el aluminio, amén de otros productos manufacturados. En la mira de los negociadores estadounidenses están los automóviles de alta gama alemanes.

Con China las exigencias son más amplias. No solo le piden equilibrar la balanza del comercio bilateral. También le exigen respetar las patentes comerciales y el fin de las transferencias forzadas de tecnología. A muchas industrias se las obliga, para entrar al mercado chino, a asociarse con empresas locales que así ganan know how a expensas de los inversionistas. En esta materia hay un amplio consenso en Estados Unidos. Ya el presidente Barack Obama criticó lo que consideró prácticas proteccionistas por parte de Beijing.

SANCIONES Y ARANCELES

Estados Unidos cuenta con un amplio arsenal para someter tanto a sus enemigos como a sus aliados. Antes de considerar la fuerza militar, de cara a los adversarios, dispone de las sanciones económicas que afectan de manera drástica el desarrollo de un país. En Cuba, por ejemplo, lo que Estados Unidos no pudo conseguir por las armas, lo intentó por la vía de un estricto bloqueo comercial. Según el Gobierno cubano, las pérdidas hace cuatro años ascendían a los US$ 116 mil millones desde que rigen las sanciones.

Irak, por su parte, sufrió trece años de embargo, hasta la caída de Saddam Hussein en 2003, que costaron la vida de cientos de miles de personas. La imposibilidad de importar insumos básicos, medicamentos y muchos otros artículos, tuvo un efecto devastador, en especial para la salud de los menores.

Ahora es el turno de Irán para enfrentar una nueva ronda de sanciones unilaterales impuestas por Washington.

Lo anterior es el castigo para los enemigos. Para los adversarios en el plano económico están los aranceles. Según los principios del libre comercio, estos no pueden aplicarse en forma arbitraria. Si ello ocurre, los países pueden recurrir al arbitraje de la Organización Mundial de Comercio. Para eludir esta instancia, Trump ha dicho que los aranceles son aplicados por razones de seguridad nacional, algo que indignó a los canadienses, que recordaron a Washington que habían luchado hombro a hombro en múltiples guerras. Por tal motivo, rechazaron que se justificase el establecimiento de los aranceles al acero y al aluminio como una exigencia de seguridad nacional. Es claro que es una cortina de humo: los aranceles, en este caso, son una herramienta económica para subordinar a los países competidores… Aceptan los términos o perderán mucho más a causa de las barreras de ingreso al lucrativo mercado estadounidense.

WASHINGTON JUEGA CON VENTAJA

La economía de Estados Unidos es la mayor del mundo por bastante. China, que le sigue, representa el 61,7 por ciento de la estadounidense a precios de mercado según el FMI, en 2017. Washington sabe que juega con ventaja y ello le permite dictar sus términos. Cerrar o dificultar el acceso a su enorme mercado puede desbalancear la economía de sus competidores. Estos, incluida China, no pueden hacer lo mismo a Estados Unidos.

Frente a China, los aranceles son un instrumento para forzar a Beijing a ceder a las demandas de Washington. Es un juego de póker en que hasta ahora los jugadores han aumentado sus apuestas. Una subida de aranceles es seguida de una amenaza de un incremento mayor. No solo en el rango de productos, sino que en los montos. El 24 de septiembre entraron en vigor aranceles de diez por ciento, pero pasarán a 25 por ciento el primero de enero. Es lo que en términos bélicos es llamado el «ablandamiento» del enemigo. Es una estrategia de garrote y zanahoria. Se implantan las nuevas tasas, pero al mismo tiempo se señala que todo vuelve atrás si China accede a las exigencias.

El problema con esta estrategia, dicen los críticos, es que equivale a disparar con una escopeta. Reparte perdigones que pueden ser perjudiciales para quien dispara. Los que en Estados Unidos se oponen a los aranceles indiscriminados señalan que, más que alterar las políticas chinas, terminarán afectándolos a ellos. Al no contar con los productos más económicos, subirán los precios para los consumidores. Además, verán dificultado el acceso al creciente al mercado chino.

LA ESTRATEGIA CHINA

Beijing está acostumbrado a las quejas y amenazas de Washington. Cada nuevo presidente estadounidense, en las últimas décadas, asumió con la intención de reequilibrar la balanza comercial y frenar lo que perciben como prácticas de competencia desleal. Luego, con el correr de los meses, las nubes se disipan. Trump, sin embargo, ha ido más lejos invocando la consigna de «promesa hecha, promesa cumplida».

La respuesta china, en consecuencia, ha sido más dura, pero siempre reactiva. A cada medida de Estados Unidos, ha aplicado una equivalente. Pero ello para nada ha amilanado a Trump. Más recientemente, Beijing ha insinuado que, de persistir la hostilidad comercial, podría detener las exportaciones de componentes críticos para empresas americanas. El Gobierno chino sabe que Estados Unidos puede encontrar abastecedores alternativos en otros países. Sin embargo, ello tomará algunos años, entre tres y cinco, período durante el cual las empresas verán complicada su producción. La amenaza nace del hecho de que los chinos ya no tienen muchos más productos estadounidenses a los cuales aplicar aranceles.

El factor tiempo y la mirada de largo plazo, a una o dos décadas y más, son componentes centrales de la estrategia china. En estos momentos Beijing hace lo posible por capear el temporal. Está a la espera de la próxima elección parlamentaria, que podría complicar la gestión de Trump restándole margen de maniobra, aunque existe un acuerdo bipartidista estadounidense de endurecer la política hacia China.

En materia comercial, en todo caso, Beijing es flexible y puede acceder a algunas de las demandas, como moderar la exigencia de transferencia de tecnología. También puede adquirir más productos estadounidenses y equilibrar más el comercio. Lo que difícilmente puede aceptar es el fin de los subsidios estatales a ciertas empresas. En una economía dirigista, en la que el Gobierno fija los objetivos estratégicos, los fondos fiscales juegan un papel de primer orden. Terminar con estos aportes, en el nombre de la libre competencia, que pocos practican, significaría desmantelar un aspecto clave del modelo económico. Uno, que, dicho sea, ha funcionado con éxito y que precisamente ha permitido el notable desarrollo tecnológico en sectores de punta.

¿HAY UNA GUERRA COMERCIAL?

Es habitual hablar de guerras en muchos ámbitos. Guerra contra el hambre, contra las drogas, contra la ignorancia. En fin, contra todo aquello que se percibe como una amenaza. Pero, en el sentido estricto, las fricciones comerciales entre Estados Unidos y China distan mucho de constituir una guerra. Los conflictos bélicos se caracterizan por infringir el mayor daño posible al enemigo. Cuanto más, mejor, para así hacerlo desistir de su voluntad de combate. Hay, claro, quienes creen que las pugnas comerciales pueden derivar en una guerra en el sentido propio. A fin de cuentas, Estados Unidos ha elevado a China a la condición de «competidor estratégico». Lo que significa que es un país con el potencial de disputarle su poder hegemónico. En estas materias hay muchas escuelas de pensamiento. El ateniense Tucícides narra la inquietud que causó el poderío de Atenas en Esparta. Algo que, finalmente, desembocó en la guerra del Peloponeso. Desde entonces se señala una docena de situaciones en que potencias emergentes terminaron enfrascadas en guerras con el poder hegemónico. China ha sido prudente y ha eludido la confrontación con Estados Unidos. En realidad. a ninguna de las partes les conviene un choque frontal. No obstante, en Estados Unidos halcones como John Bolton, consejero de seguridad nacional, hablan de la necesidad de poner a China en una posición de inferioridad: «Yo creo que su comportamiento debe ser ajustado en el ámbito comercial, en el internacional, en el militar y el político Si ellos son puestos de vuelta en el lugar que les corresponde, ya no podrían robar nuestra tecnología, sus capacidades militares se verían reducidas de manera sustantiva. Así, una serie de tensiones que vemos que son causadas por China se reducirían».

Hasta ahora, en todo caso, se trata de una negociación llevada adelante a través del rudo expediente de los aranceles. Pero Estados Unidos no tiene interés en demoler a China. A fin de cuentas, hoy la General Motors vende más autos allí que en casa. Apple produce casi la totalidad de sus teléfonos en el país asiático. Ambos son apenas un par de ejemplos de la compleja e imbricada relación entre los dos países. Dicho esto, no hay dudas de que Washington y Beijing pueden causarse considerable daño mutuo.

IMPACTO INTERNACIONAL

En el actual nivel de la globalización, el choque de los dos titanes económicos tiene ya consecuencias para el conjunto del planeta. Basta que China disminuya su tasa de expansión para que múltiples productores de materias primas acusen el golpe. El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha advertido que la pugna comercial entre ambos podría «dañar de manera significativa el crecimiento global». En el escenario más pesimista, los aranceles podrían recortar el actual crecimiento de la economía china del 6,2 por ciento al cinco por ciento el 2019. Para los exportadores de cobre, hierro, petróleo, soja y una multiplicidad de productos agrícolas latinoamericanos, eso significará una caída de la demanda y, por consiguiente, de los precios que dependen de las importaciones de Beijing.

En lo inmediato, el unilateralismo desplegado por Trump le rinde frutos. Varios de sus socios han aceptado los nuevos términos comerciales. Estados Unidos es poderoso, pero no es todopoderoso. Al desmantelar la institucionalidad internacional crea un mundo más inestable que, a la larga, terminará pesándole. No en vano, Washington construyó, durante largas décadas, la arquitectura que hoy demuele en busca de beneficios de corto plazo.

Christine Lagarde, directora el FMI, ha señalado, aludiendo a la política estadounidense: «La historia muestra que, si bien es tentador navegar solo, los países deben resistir a los cantos de sirena que llaman a la autarquía… porque como las leyendas griegas nos cuentan, ello conduce a naufragios». MSJ

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Fuente: Artículo publicado en Revista Menaje N° 674, noviembre 2018.

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