El último venezolano

El clima de deterioro económico nos ha llevado a un despeñadero tal, que ya no nos sorprende enterarnos de hechos pavorosos que ocurren casi en la puerta de nuestras casas, donde ver a familias comiendo directamente de las bolsas de basura sería lo menos escandaloso.

“El último hombre en Venezuela estaba sentado en su cuarto, entonces escuchó cuando llamaban a su puerta”. Parece un cuento de Augusto Monterroso, pero no lo es. Trae recuerdos de aquel maravilloso escritor de ciencia-ficción norteamericano, Frederic Brown, autor de una obra publicada casi toda antes de 1965, pero tampoco es suya la historia, aun cuando pudiéramos hablar de plagio. De todas maneras, las obras de arte, tanto como las ideas políticas, usan la parodia como eje de su trabajo creativo. El verdadero interlocutor de Ovidio fue Homero; el de Dante fue Ovidio; el de Pound quizás fue Dante, y así sigue la cadena, aun entre poetas venezolanos. El interlocutor de Hugo Chávez fue Fidel Castro, nunca el pueblo venezolano, aun cuando figurara en sus ambiciones. La parodia es un arte. Frederic Brown nos enseña cómo la realidad termina asombrándonos con experiencias capaces de derrotar el pesimismo que se afinca con gusto en la herida. El novelista Ednodio Quintero se identifica a sí mismo con la frase “Mérida, mi herida”, colofón de sus paseos en Instagram y casi todos nosotros, sin prisa ni pausa, exclamamos lo mismo, aquí y en el exilio: “Venezuela, mi herida”.

El pasado jueves 9 de agosto transitaba las calles de la Colonia Tovar rumbo a Caracas, pero me fue imposible pasar; un derrumbe había afectado la vía y restringido el tráfico. Decidimos quedarnos a dormir en ese hermoso pueblo, y a las seis de la tarde me acerqué a la Iglesia. El joven sacerdote recordó en su homilía que era el día de San Lorenzo, martirizado en una parrilla en agosto del año 258, y también de Santa Teresa Benedicta de la Cruz O.C.D., mejor conocida en el entorno académico con el nombre que tenía previamente a su conversión y a su entrada en el Carmelo: Edith Stein. La santa alemana fue una filósofa que transitó los caminos de la fenomenología y el tomismo antes de morir en Auschwitz, asesinada por los nazis el 9 de agosto de 1942. Fue canonizada por el Papa Juan Pablo II en 1998 y proclamada co-patrona de Europa al año siguiente. Las terribles circunstancias venezolanas me tenían enfermo ese día, varias noches durmiendo mal, pensando en los terribles escenarios que el régimen podía desencadenar. El silencio de la Iglesia de San Martín de Tour me recordó el cuento de Frederic Brown. Muy a pesar de los intentos de la G2 cubana y compañía, alguien tocó mi puerta. No fue un extraterrestre, sino una presencia real, auténtica, palpable, de plenitud y gracia. Por menos de eso, me imagino, cualquiera podría tener una crisis religiosa y terminar como novato, o al menos pasar un fin de semana en la Abadía de Güigüe, compartiendo algún retiro con el hermano Leandro. Lo mío fue mucho más sencillo: un momento de paz, una tregua ante las inclemencias del cambio político.

Estamos acostumbrados a soñar con soluciones militares a problemas que solo tienen arreglo a nivel individual, en la disposición a luchar en elecciones organizadas por un ente abiertamente parcializado. El clima de deterioro económico nos ha llevado a un despeñadero tal, que ya no nos sorprende enterarnos de hechos pavorosos que ocurren casi en la puerta de nuestras casas, donde ver a familias comiendo directamente de las bolsas de basura sería lo menos escandaloso. La corrupción política ha alcanzado niveles que nunca podríamos haber imaginado, de ahí el desespero, esa ansiedad que nos carcome la noche. Muchos sueñan en una reedición del agente 007, lanzado en paracaídas a las calles de Caracas, pero no será posible. La última novela de Ian Fleming trasladó a un James Bond viejo y alcoholizado al Japón, cuando tuvo que enfrentarse por última vez a su archienemigo, un individuo rarísimo, empeñado en dominar el mundo. El sujeto permanecía atrincherado en un castillo rodeado de plantas y animales venenosos, al punto que las autoridades sanitarias japonesas empezaron a preocuparse de la cantidad de suicidas que se metían de noche en el macabro jardín, sin sospechar las verdaderas inclinaciones de aquel genio del mal, dispuesto a controlar políticamente el planeta. De haber pensado en Venezuela, Ian Fleming habría resucitado a Bond, pero ambos murieron, de incógnito, seguramente, como buenos agentes de inteligencia. No podremos contar con su ayuda. Pero una visita a la Iglesia, y no tiene que ser la de la Colonia Tovar, hace milagros.

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Fuente: http://revistasic.gumilla.org

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