Fusión de horizontes

Necesitamos subir a lugares elevados de vez en cuando para ver con más claridad el paisaje que nos rodea y tomar conciencia de nuestra ubicación en él.

El físico y teólogo británico Alister McGrath afirma que «somos como habitantes de llanuras, personas bidimensionales que tratan de visualizar objetos tridimensionales y no lo consiguen». Por eso necesitamos subir a lugares elevados de vez en cuando para ver con más claridad el paisaje que nos rodea y tomar conciencia de nuestra ubicación en él.

Algo similar sucede cuando vamos a un museo y contemplamos cuadros impresionistas, como los de Claude Monet o Edgar Degas, en los que un conjunto de trazos, en apariencia inconexos, dan lugar a un todo unitario si nos situamos a la distancia adecuada.

Estas experiencias, sin embargo, no son exclusivas del montañismo y del mundo del arte. Son muy comunes. Tienen lugar en otros ámbitos de la existencia, como el de las vivencias personales o las intuiciones religiosas.

¿No hay múltiples experiencias y creencias que resultan incomprensibles de forma puntual y aislada, pero adquieren un significado distinto cuando se enmarcan en un conjunto más amplio o son contempladas de nuevo con el paso del tiempo? Una mirada panorámica —o impresionista— sería aquella capaz de iluminar aquellas realidades que, hasta entonces, permanecían en la penumbra.

La invitación a mirar el mundo de este modo aparece reflejada en numerosas ocasiones en la Biblia. Por ejemplo, cuando Jesús dice a Pedro, durante la última cena, antes del lavatorio de los pies, «lo que yo hago ahora no lo entiendes, lo entenderás más tarde» (Jn 13, 7), ¿no está pidiéndole acaso que tenga paciencia y tome distancia para poder comprender el significado global que ese gesto de servicio humilde tendrá en el conjunto de su vida?

El caso de Pedro no es el único. Todos los discípulos son presentados en los evangelios como habitantes de llanuras, personas sin la perspectiva adecuada para comprender, espectadores miopes demasiado pegados al cuadro impresionista de la vida de Jesús. Algo que, por otro lado, había sucedido antes en muchos momentos de la historia del pueblo de Israel. Por eso, en la Biblia hebrea, la alianza establecida con Yahvé en el monte Sinaí, o la visión escatológica de una ciudad santa —la Jerusalén celestial, señalan a una dimensión vertical, transcendente, que permite atisbar la voluntad de Dios y el horizonte futuro de una humanidad reconciliada—. De un modo similar, en el evangelio muchos acontecimientos clave —como el discurso de las bienaventuranzas, la transfiguración del Tabor o la crucifixión en el Gólgota— tienen lugar también «en lo alto», arrojando luz sobre los acontecimientos precedentes y posteriores.

¿Podrían todos estos relatos ser interpretados a modo de atalayas, como lugares privilegiados que permiten a los discípulos visualizar —aunque sea fugazmente— el sentido global de la Escritura, el mensaje del Reino de Dios?

Elevarnos sobre la llanura de la vida y convertirnos en «personas tridimensionales» es, como sugiere McGrath, un largo proceso que exige tiempo, paciencia y el hábito de examinar la experiencia. No es casual que la tradición cristiana haya insistido en la idea de la pedagogía divina —la idea de un Dios paciente que «da tiempo» a la criatura para que vea y comprenda— así como en la necesidad de reservar tiempos para ejercitar el tipo de mirada que nos permite ver con profundidad, más allá de la superficie. Y así, poco a poco, fusionar el horizonte propio con el de Dios.

Porque creer no es otra cosa que aprender a ver el mundo desde lo alto y a la distancia adecuada, contemplarlo con los ojos de Dios.

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Fuente: https://pastoralsj.org

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