Jesús, maestro de una nueva moral

Hay pocos episodios más iluminadores sobre la ética de Jesús que el de la mujer adúltera. La ley era clara: por esa falta, debía ser apedreada. Quisieron probar a Jesús. Fue la ocasión para mostrar cómo Él aplicaba la ley. El señor no rebajó el ideal, no relativizó la falta, dejó muy alto el ideal de amor.

El tema de esta columna es muy importante en el Año de la Misericordia al que nos convocó el papa Francisco. Él nos dice que “la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia”, porque “en esa palabra el misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis”.

Jesús introdujo una verdadera revolución moral. No puso una ley como suprema norma de la moralidad, sino una sabiduría, un ideal de humanidad que permite gradualidad y nos hace ser flexibles sin ser relativistas, humanos, comprensivos y no centrados en la falta y la culpa. Para Jesús, el pecado —más que la infracción a una regla— es un daño a lo humano, un obstáculo para la plenitud personal y comunitaria. La mirada del maestro se centra en la persona y refleja el mirar del Padre que no se focaliza en la ofensa que se le hace, sino en el pecador al que ama.

En un mundo que hizo de la letra legal un absoluto, el Señor se atrevió a decir que “el sábado era para el hombre y no el hombre para el sábado”, y que era fundamental saber interpretar la ley en función del bien humano. Más aún, se atrevió a darle un lugar central a la conciencia, pues no es lo que entra al hombre lo que lo ensucia, sino lo que sale del corazón.

Está claro que Jesús vino a salvar a los pecadores y no a culpabilizarlos. Las más profundas parábolas muestran que el Padre se preocupa primordialmente de los pecadores y se goza con su regreso. Jesús da un paso desde una moral del castigo a una moral que ayuda al caído a levantar la mirada, a reemprender la marcha porque alguien lo ama, lo espera, lo acoge y lo acompaña. Es una moral que no aplasta, que asume y supera la debilidad y el fracaso. La vida de Jesús no fue una amenaza, sino apoyo y compañía. La misma cruz, más que el pago mercantil de una deuda, es el acompañamiento supremo, el asumir y ponerse hasta el extremo en el lugar del débil; por eso se convierte en una fuerza y no solo en castigo.

Jesús sorprendió y escandalizó profundamente a sus contemporáneos por su relación de cercanía con los pecadores y los publicanos. Comía con ellos, los frecuentaba. Él fue a la casa de Zaqueo —un odiado publicano— porque este lo buscaba, y la salvación entró a esa casa. Más aún, de entre los publicanos eligió a Mateo como apóstol.

En el evangelio hay casos conmovedores, como el de la prostituta que lloró a los pies del maestro. A pesar de su vida, Jesús comprendió que esa mujer no estaba perdida porque era capaz de amar y, porque amaba mucho, la perdonó sin medida. Al contacto con Jesús se produjo un círculo virtuoso: porque amaba, experimentó el perdón, y porque se sintió comprendida, amó mucho más. El fariseo anfitrión se escandalizó porque su huésped se dejaba tocar por esa mujer de mala vida. ¡Pensar que hoy hay cristianos que se escandalizan porque un cristiano comulga en la mano y apartamos de Él a quienes consideramos pecadores! La moral de Jesús va por otro sendero.

Hay pocos episodios más iluminadores sobre la ética de Jesús que el de la mujer adúltera. La ley era clara: por esa falta, debía ser apedreada. Quisieron probar a Jesús. Fue la ocasión para mostrar cómo Él aplicaba la ley. El señor no rebajó el ideal, no relativizó la falta, dejó muy alto el ideal de amor. Sin embargo, teniendo en cuenta la debilidad humana, acentuó la misericordia, no condenó a la pecadora sino que ayudó a rehacer su ideal: “Yo no te condeno”. Necesitamos hoy una moral centrada en el amor, en la misericordia y no en la letra, el rechazo y la culpa. MSJ

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